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El Telégrafo
Ximena Ortiz Crespo

El abuso de autoridad

16 de enero de 2021 - 00:00

Algunos maestros intimidan a sus alumnos y alumnas como resultado de sus propios miedos, fallas e inseguridades personales que se traducen en comportamientos de menosprecio hacia ellos y ellas. Cualquier razón por la que lo hagan se ve agravada en nuestro medio por el tipo de sociedad en que vivimos: una de jerarquías y desigualdades. Cuando un profesor inseguro alcanza cierto poder sobre otros lo ejerce hasta la saciedad.

Un aula universitaria no es siempre –como quisiéramos algunos idealistas– un lugar de paz y armonía. En ella se refleja la sociedad. Habríamos supuesto que el aula virtual contribuiría a una situación de igualdad entre profesor y alumno. Pero por moderna que parezca, esa aula sigue reflejando el esquema tradicional que aqueja a la educación ecuatoriana: la del profesor que “dicta” la clase, la del dueño del conocimiento que impone las reglas, la del que permite que “benévolamente” el estudiante lo adquiera; en definitiva, la del profesor que asume el poder y la autoridad exigiendo disciplina y obediencia a rajatabla.

El abuso de autoridad se produce en nuestras aulas por muchas razones, y toma varias formas. Para comenzar, la prepotencia del docente sintiéndose mejor que sus alumnos; otra, la del temor que aquel tiene al no dominar lo que enseña; una más, su falta de vocación por la pedagogía; a lo que hay que añadir su inconciencia de que su forma de actuar no es correcta. Estas falencias se traducen, por ejemplo, en el uso de métodos antipedagógicos como los trabajos en grupo, en los que, con frecuencia, el profesor utiliza a los estudiantes para que ellos presenten la clase. El comportamiento del docente tóxico que se maneja entre autoridad y autoritarismo es una imposición de fuerza, un afán a veces desesperado por lograr llenar el currículum exigido. La clase la impone un ser que es dueño de la verdad, del método, de las normas y del orden. Lo grave del manejo del aula por maestros que acosan –dicen los expertos– es que es suficientemente frecuente como para considerarlo como un síntoma de mayores disfunciones institucionales y sociales.

El abuso de autoridad convierte a la clase en un intercambio mecánico en el que prima la desconfianza de parte y parte. ¿Qué otras razones están detrás de ese abuso? Si el profesor no dispone de vocación para enseñar, tiene dificultades económicas, experimenta problemas domésticos, hace un esfuerzo denodado para conseguir un título que le permita avanzar socialmente, mantiene su práctica profesional y la docencia para él es solo una forma de redondear sus ingresos ¿Qué se puede esperar?

La necesidad de cambiar esta forma antigua y dañina de enseñar es urgente. El abuso de poder disminuye los niveles de participación de los estudiantes, pues tienen temor a ser ridiculizados y agredidos. Lo que conlleva baja autoestima y pérdida de motivación por el aprendizaje. Este tipo de conducta daña la integridad psicológica de los alumnos y deja huellas muchas veces permanentes y negativas en ellos. Como dice una investigación universitaria colombiana: “La violencia hacia los alumnos, aparte de lesionar, atropellar, desmoralizar y desmotivar el proceso de aprendizaje, también es un fenómeno que se imita y se repite, al punto que, si no se interviene a tiempo, es el germen para futuros agresores”.

Es imperativo que las autoridades de las instituciones educativas promuevan campañas intensivas para enfrentar la violencia docente. Toda medida para prevenirla y erradicarla debe hacerse desde la capacitación continua de los profesores para el fortalecimiento de sus habilidades sociales, el aprendizaje sobre resolución de conflictos, la práctica de acuerdos de convivencia. Solo así se podrá lograr una educación equitativa, innovativa, en la que profesor y estudiante se enriquezcan mutuamente.

Por otra parte, este complejo problema debe ser conocido, denunciado, tratado y penalizado. Los esfuerzos que hacen universidades como la Central en crear procesos y protocolos para tratar este problema son realmente encomiables y contribuyen a enriquecer al entorno en el que los jóvenes se forman. Se trata de construir espacios en donde prime la confianza, el respeto, la equidad y el buen trato.

Tener la autoridad moral en el aula no es ejercitar control ni obligar a la obediencia. La autoridad nace del reconocimiento y de la legitimidad que se gana el profesor con el conocimiento que tiene sobre su disciplina y con su comportamiento creando contextos afectivos de comprensión y tolerancia. Y eso lo logra con el respeto, la magnanimidad y el interés genuino que tiene por el estudiante.

 

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