Un 8 de marzo más que conmemoramos a las que lucharon, a las que murieron, feministas que ante la imposición del silencio levantaron sus voces, sus manos, entregaron sus vidas y cambiaron el mundo.
Un 8 de marzo más y seguimos pidiendo justicia, recordando a nuestras muertas. Madres, hijas, primas, hermanas, amigas que fueron violadas y asesinadas. Un 8 de marzo más con la misma impotencia de ver a nuestras niñas abusadas por los monstruos que las rodean.
Esta semana, con un dolor que parte el alma, escuché a Tania, una madre que intentaba contener el llanto de su hija de 15 años que sistemáticamente había sido violada por su padre; la lentitud de la justicia ha permitido que el violador la amenace porque sigue libre, pues los procesos judiciales, aun para nuestras niñas, son burocráticos, aletargados e indolentes.
Ayer, con llanto desgarrador, otra madre, María, leía con dolor un informe psicológico de su hija de 4 años, al enterarse de que es abusada sexualmente por su padre en cada visita; visita ordenada por un juez que no atendió los antecedentes de violencia intrafamiliar.
Historias como estas se escuchan a diario en las fiscalías del país. La impotencia de esas madres, frente a un sistema inmóvil e indolente, las obliga a abandonar los procesos judiciales y huir.
El Estado debe saber que es su tarea proteger a nuestras niñas y cuidar su integridad física, psicológica y sexual, más aún cuando han sido agredidas.
El Ejecutivo debe entregar los recursos necesarios para la prevención, y diseñar políticas públicas orientadas a reducir los índices de violencia hacia las mujeres.
Fiscalía y Judicatura deben instituir un modelo de gestión de atención integral en la primera acogida, que garantice la no revictimización, información, acompañamiento legal y psicológico a las víctimas. Y cuando esto no exista, la empatía y buen trato harán más llevadero el dolor.
Por nuestras niñas, para guardarlas de la violencia y de sus violadores, ¡hay que actuar ya! (O)