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El Telégrafo
Ilitch Verduga Vélez

Cómo contar el cuento

25 de abril de 2014 - 00:00

Gabriel García Márquez, el mayor de los prosistas de la lengua castellana entre dos siglos, ha muerto, este jueves santo, en tierra mexicana, dejando una herencia imborrable al mundo, no solo por la suprema creación literaria de su escritura inmortal, expresada en  novelas, cuentos, relatos, en reportajes y crónicas -ejemplo admirable del verdadero periodismo de investigación-, también por su personalidad multifacética, extremadamente sensible, frente a realidades espirituales y sociales. Con el influjo de  una sólida ilustración, su talento inquieto y auténtico condujo al mejor de los puertos el alma americana -en soledad centenaria- a la retina del orbe.

Millones de lectores en múltiples idiomas han gozado conmovidos de la riqueza de sus libros, recorriendo dichas páginas muchas veces para, al fin de las estaciones, releerlas siempre. Es que la riqueza conceptual de sus líneas inolvidables al narrar hechos simples y extraordinarios de seres humanos corrientes que se pueden reconocer en cualquier rincón de nuestra América, en habla mágica, sustenta el lenguaje cotidiano de la materialidad profunda, veraz, de nuestro continente.

El rumbo ambulatorio de su vida y hasta de su muerte lo consagran como el pionero fundamental e insuperable de la renovación de la literatura en el planeta; por ello seguramente la producción de su genio será mensurada en el fondo y en la forma por los expertos, sesudos o de oportunidad, que hoy funden cuartillas y espacios para opinar sobre su comunicación  bella y fascinante.    

De igual manera, la actuación política militante de su sino -con  la visión  de su estro poético- silenciosa y valiente en aras de mejores días para el mundo, entre muchas valiosas misiones la paz para su querida y desangrada patria, tantas veces engañada, fragmentada en guerras fratricidas. Asimismo, su intervención importante en asuntos de la América morena,  decisivos, como las negociaciones del Grupo Contadora, que recuperó el canal a la soberanía de Panamá; además, en la pacificación de Centroamérica, su accionar rebasó el límite de lo previsto; la invariable adhesión a la Revolución Cubana, lo hicieron merecedor de la cancelación de la visa estadounidense. Aunque hoy, cuando la ‘mala hora’ vino tras él, los aparecidos del sistema se acercan a sus cenizas, con descaro, precisamente los mismos que cantaron loas al Departamento de Estado al conocer que ese acto migratorio antidemocrático y anticultural se ejecutó. Ahora, cuando desde la comedia paranoica rostros fantasmales reclamados por la entomología declaran en la CNN su amor por el Gabo, comprobamos que la hipocresía y el eufemismo no tienen límites en la retórica mediática.

Empero, muy pocos han reparado que en la fecunda sustantividad de García Márquez hay dos instituciones trascendentales, ideadas, creadas por él, pensadas en luminoso futuro: la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), con sede en Cartagena, que sustancia su deber moral de difusión de las ideas en términos virtuosos, sintetizadas en su  frase lapidaria: “La ética debe perseguir al periodista como el zumbido al moscardón”, que ha abierto la difusión a teorías medulares de cambio, con ilustración, probidad, dignidad para las nuevas generaciones de  comunicadores; y la Escuela del Nuevo Cine Latinoamericano, en Cuba, que es otra de las entidades surgidas de su generoso numen y marcado compromiso con el arte; con décadas de existencia ha sido y es génesis y desarrollo de ese haz complejo de historias configuradas en la estética de la imagen, que es la cinematografía, donde con la humildad de los grandes vertió su cátedra ‘Para contar el cuento’ con amor filial.

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