Por su naturaleza y dimensión, la lucha contra la corrupción debe involucrar a múltiples actores públicos y privados comprometidos a cerrar filas a la impunidad de los saqueadores del erario. Del éxito de esta cruzada dependen muchas cosas, entre ellas, el bien común y la concreción de un verdadero Estado de bienestar. Esto a propósito del señalamiento del primer mandatario acerca de impulsar una consulta popular —otra más—, para transformar el sistema judicial.
Si bien el aparato de justicia, función fundamental del Estado, tiene el deber primordial de aplicar las leyes y garantizar el imperio del derecho en provecho de la paz social, no es la única instancia llamada a ello. De hecho, es inexacto endilgar toda la responsabilidad del combate a la corrupción a jueces y funcionarios judiciales, o a un puñado de autoridades de control, aunque sean determinantes en tal empeño.
Para la prevención y lucha decisiva contra la corruptela deben participar un conjunto de actores, entre ellos: la función ejecutiva a través de voluntad política y decisiones oportunas, proscribiendo el abuso de poder y la discrecionalidad en su actuación, gestionando la cooperación internacional, imponiendo reglas claras y límites para funcionarios de todo rango, impulsando la ética y calidad educativa; la función legislativa, fiscalizando y dictando leyes exentas de trampas, dedicatorias y letra colorada; la propia función judicial, que ha de contar con personas probas de alta formación, en un ambiente de independencia y compromiso con la verdad, y por fin, la sociedad civil y sus diversas organizaciones, como la notable Comisión Nacional Anticorrupción, desde 2015.
Una nueva consulta popular sobre el sistema judicial no debe servir para entregarle más poder al poder —como lo buscaron antes varios gobiernos—, sino para fortalecer al sector justicia garantizándole independencia y recursos. Vencer al mal endémico de la corrupción debe ser causa común.
