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El Telégrafo
Cecilia Velasco

Abusos naturalizados

30 de junio de 2018 - 00:00

Muchas verdades dolorosas se expresan en las esferas mínimas de la vida: la casa, el aula, la oficina, evidencian usos del poder y de lucha desigual por su acceso. Padres, profesores y jefes son las figuras de autoridad que tienen bajo su potestad a los hijos, los alumnos, los empleados. Y en más ocasiones de las que se piensa, no imperan ni el altruismo, ni la empatía ni la compasión en el sentido más alto de la palabra.

Varios países, incluido el nuestro, se han visto estremecidos con los casos de sacerdotes (aquí se podría añadir a profesores y otras figuras de autoridad) que han abusado de menores en uno de los ámbitos más sensibles, el sexual. Es probable que muchos adultos violadores no necesariamente padezcan el trastorno psiquiátrico que inclina a quien lo padece hacia los niños; puede tratarse de algo más burdo: sujetos con grandes deseos de humillar a sus víctimas, los pequeños, a través del manoseo y la penetración. Un adulto que viole a un niño de su mismo sexo ¡no lo hace porque tenga inclinaciones homosexuales!

Al espíritu autoritario que permea nuestra sociedad se suma el del machismo imperante. No solo los niños y los jóvenes son vistos como figuras subalternas, sino también las mujeres de toda edad, que, en tanto hijas, hermanas, empleadas, alumnas, devienen sujetos pasivos a los que sujetar. No otra cosa se oculta cuando el profesor del colegio o la universidad piropea, roza, insinúa, propone y llega a tender un cerco frente a una alumna. No hay un juego de seducción libre, sino acoso, cuya finalidad es el dominio.

Universitarias latinoamericanas han denunciado a profesores que las acosaron mediante la palabra y la acción durante años de estudios. En muchos casos, a vista y paciencia de las así llamadas autoridades superiores y sin ningún pudor, porque entre nosotros el autoritarismo y el abuso -sexual, físico, psicológico- no solo es tolerado, sino estimulado. Se ha naturalizado el palazo, el chirlazo, el manoseo, el piropo burdo como la forma de relación del mundo adulto con el juvenil; de los hombres con las mujeres. (O)

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