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El Telégrafo
Ilitch Verduga Vélez

15 de noviembre de 1922

14 de noviembre de 2014 - 00:00

Hace más de medio siglo y en la risueña etapa escolar, supe de la inicua simbología de un crimen nefasto, cometido por el régimen oligárquico de Tamayo, contra obreros y el pueblo guayaquileño, y gracias al testimonio de un partícipe de la lúgubre fecha que, después de 92 años, sigue impune.  

En la búsqueda de la temática para una ‘composición’, metáfora con la que nuestros profesores designaban a las redacciones -exigencia fundamental de la materia Idioma Nacional- lo conocí, era amigo de mi padre y participaba de las tertulias ideológicas en el periódico El Popular, que dirigía y financiaba mi progenitor, y donde asistían intelectuales de izquierda de mi ciudad  natal.

Su nombre nunca me fue advertido, pues, para la mayoría de quienes lo tratábamos, era el ‘camarada Santos’, anarco-sindicalista, sobreviviente de la masacre obrera de noviembre 1922. “¿Por qué no lo hace sobre la matanza del 15 de noviembre?”, me dijo al observar los devaneos en busca del tema sustancial para el cumplimiento de la tarea encomendada por mi preceptor de la escuela Tiburcio Macías, de Portoviejo. Y luego, ante mi asentimiento, desarrolló el relato sobre ese episodio aciago, doblemente infame por su ejecución y el manto de injusticia que lo cubrió.

El cielo pardusco, en esa fecha luctuosa, simulaba un lebrel que anuncia  atmósferas  de  tragedia. Se cumplía la huelga general, con las consignas votadas por las organizaciones sindicales de la época, en multitudinarias asambleas, reproducida por los ciudadanos en calles y plazas de la urbe. Banderas ecuatorianas y pendones rojos sustentaban los lemas de la protesta proletaria: ‘Baja del dólar’, ‘Control de precios’. Guayaquil inmovilizada, pues los trabajadores del sistema de tranvía plegaron al paro. Las manifestaciones populares pacíficas, empero, no pudieron impedir el cierre del gran comercio, provocado por sus dueños, en acción concertada con el  régimen para presionar y cercar a los huelguistas. La sinuosa línea entre la impronta obrera que se daba en orden y la represión sangrienta era tan fina como el aire que movía los estandartes. El claroscuro del escenario ponía el telón de fondo para la cromática asesina que se sustanciaba en los salones empresariales, descendía a los cuarteles donde pálidos oficiales repartían alcohol entre sus tropas.

El batallón Cazadores de Los Ríos abría la marcha de la estrategia genocida, ametralladoras en las esquinas anidaban su sinfonía de muerte como parte de la emboscada diabólica, planificada para aplastar reclamos, de “los condenados de la tierra”, como decía Fanón. La carga de caballería es implacable arrolla a la muchedumbre de operarios y sus familias: niños, mujeres y ancianos. Los empujan a las calles laterales donde ávidas esperan las armas automáticas. Y entonces se generaliza la carnicería. Cientos de cadáveres atravesados en los caminos, otros tantos heridos agonizan en portales y zaguanes. El sello de una represión sin piedad de un Estado construido en la miseria de las masas populares aupado en la violencia terrorista para defender ruines privilegios. En la noche, en la alta noche de esa jornada perversa, la faena criminal se consolida. Los muertos y agonizantes, a golpe de yatagán, son despojados de sus vísceras  y lanzados al río Guayas, la sacra tumba de los pobres, de los humildes.

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