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El Telégrafo

Puntos culminantes del papado (I)

25 de marzo de 2013 - 00:00

La corrupción del papa Juan XII, y no solo la de él, de ninguna manera denigra al catolicismo sino que convierte a los papas actuales, en comparación con los del medievo, en santas palomas. ¿Pero por qué en ese entonces se dio tanta depravación entre las principales cabezas de esta iglesia? Posiblemente porque la aristocracia feudal, que imponía las autoridades religiosas, era depravada.

Desde que Constantino el Grande dispusiera que el catolicismo era la fe oficial de Roma, las autoridades de esta religión lucharon para que el poder seglar no se inmiscuyera en sus dominios. En esta contienda, unas veces se impuso la iglesia, en otras, los señores feudales y también hubo acuerdos mutuos.

Pepino el Breve, mayordomo de los reyes merovingios, llegó con el papa Esteban III a un acuerdo semejante al siguiente: Yo te protejo militarmente de los lombardos y doy por cierta la apócrifa Donación de Constantino a cambio de que la iglesia me reconozca como rey de los francos, lo que dio inicio a la dinastía de los carolingios. Su hijo Carlo Magno, más adelante conquistó Roma, derrotó a los lombardos, y en la Navidad del año 800, el papa lo coronó emperador del Sacro Imperio Romano. De esta manera, la iglesia de Roma se independizó de Bizancio.

Hubo emperadores que pelearon a brazo partido contra el papa. Benedicto IX fue otro papa depravado, electo a la edad de doce años y cuya vida escandalosa fue tal que para poder casarse renunció al pontificado y lo vendió a su padrino Gregorio VI, hecho que disgustó tanto a Enrique III que lo destituyó; de ahí en adelante, el emperador nombró papas a su antojo. Posteriormente, el papa Nicolás II logró que la elección de papas la hicieran exclusivamente los cardenales sin la intervención del emperador, lo que desagradó al nuevo emperador Enrique IV.

La lucha de Enrique IV se volvió enconada contra el nuevo papa Gregorio VII, porque éste consideró un atropello a los derechos de la iglesia que el emperador hubiera nombrado al arzobispo de Milán, por lo que lo amenazó con la excomunión; el emperador convocó a un concilio, que se pronunció en contra del papa y lo depuso. En respuesta, el papa excomulgó al emperador y a los miembros del concilio. Enrique IV pidió clemencia. Para obtenerla, Gregorio VII lo obligó a permanecer durante tres días en pleno invierno ante el castillo de Canossa junto con su mujer y su tierno hijo, vestido de penitente y tiritando de frío. Fue perdonado luego de jurar que en adelante siempre obedecería las órdenes del papa.

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