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El Telégrafo

La penumbra poética de Rafael Larrea

04 de febrero de 2014

Rafael Larrea Insuasti (Quito, 1942-1995) fue uno de los poetas de mayor relevancia germinado de la generación tzántzica. En el Ecuador -en la década irreverente de los 60- irradió una propuesta literaria de combate y lucha. Generador incansable de poesía. Autor de los libros: Levantapolvos (1969), Nuestra es la vida (1978), Campanas de bronce (1983), Bajo el sombrero del poeta (1988), Nosotros, la luna, los caballos (1995).

Asimismo, sobresale la publicación La casa de los siete patios (1996), texto póstumo con el cual la Casa de la Cultura Ecuatoriana -como afirma Raúl Pérez Torres- “…rinde homenaje al compañero, al combatiente, al poeta, cuya palabra sencilla y profunda, entrañable y conmovedoramente humana atravesó los pequeños círculos de nuestra patria y se expandió con la calidad de un viento fresco, trayendo la buena nueva de la dignidad de los hombres, de la libertad de los hombres, del mágico contenido de su corazón y de su intelecto”.

El concepto temático de Rafael Larrea no conoce retóricas difíciles de asimilar. Al contrario, fluye en el inmenso caudal poético de la sencillez, de esa hermosa sencillez que permite y autoriza la palabra. El amor, la lucha por la sobrevivencia, la muerte, la esperanza, el dolor del pueblo sepulto en días lúgubres, son temas que rondan en los versos de este activo militante de la utopía.

Pablo Yépez cree: “Si cada quien tiene su propia historia incrustada entre el esternón y sus sueños, la de Rafael fue la de la dignidad; si cada uno tiene su particular teoría, la suya fue la de la revolución humana; si cada quien posee sus propias respuestas y sus singulares fantasmas, los suyos fueron la ternura, la organización, la democracia”. La sonoridad de su canto explota sin controversia alguna: “El amor/ es la única red/ que atrapa al pez/ para salvarlo/ de la muerte”.

Diego Velasco Andrade define al poeta aludido como “el necio activador de aquella banda iconoclasta creada y recreada en los 60, bajo el sombrero rojo de la Revolución cubana; de mayo de 1968, de una irreverencia frontal contra los florilegios de ‘la luenga’ y la historia generacional y ‘casteliana’ tan recurrente hasta hoy, en la literatura ecuatoriana…”.

Rafael Larrea, desde algún recodo del universo, seguirá con sumo interés los pasos aquilatados de quienes aún persisten en construir la utopía legada por él y por muchos otros personajes que se nos adelantaron en el viaje final. Y con seguridad intentará recordarnos sus versos: “El poeta no es un globo libertino,/ ni una nube fantasma./ Sus deudas así lo dicen,/ sus zapatos polvorientos se lo impiden,/ lo dice su conciencia, lo afirma su par de alas/ de barro,/ el poeta, el soñador,/ es un ser que vuela como el colibrí,/ no es una gotera casera que llora,/ es un niño grande que hace castillos con palabras./ … El poeta se marcha, siempre está de viaje,/ se va de su caleta, como de sus costumbres,/ abre otra puerta del mundo,/ entra sin miedo en la cueva del asombro,/ va de boca en boca,/ entre millones de otros viajeros semejantes va,/ y nunca vuelve igual,/ nunca volverá igual,/ en realidad ojalá vuelva…”.

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