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Música

Escuchar reggaeton no te hace tonto

Escuchar reggaeton no te hace tonto
27 de septiembre de 2015 - 00:00 - Carlos Bustamante - Periodista

Un estudio de Psicología de la Universidad de Bamako (Malí), publicado en 2014, midió la influencia de la música en la inteligencia de los oyentes. La publicación —que circulaba en internet solo a través de los medios, pues la universidad no tiene página web— aseguraba que las personas que tenían por hábito escuchar el género reguetón eran menos inteligentes que quienes se exponían a otro tipo de música. Hasta se incluía una cifra: según el centro académico, los fanáticos de la música de Daddy Yankee o Don Omar tienen 20% menos inteligencia con relación a las personas que no disfrutan de esas canciones. De hecho, la contraparte de la publicación sostenía que quienes prefieren a Freddie Mercury (líder de la banda británica Queen) o a Beethoven, tienen una recepción más fluida de su entorno y una capacidad crítica superior. En pocas palabras, los ‘reguetoneros’ son simples, mientras que los roqueros son ‘complejos’.

La publicación encendió, una vez más, el debate en torno al ‘valor’ que tiene la música sobre el intelecto de los seres humanos. Más aun cuando la prensa se hizo eco de la noticia con un titular que, además de desinformar, lo hacía de una forma evitable, a través de la generalización, al pretender categorizar una expresión artística según el intelecto: Los amantes del reguetón son 20% menos inteligentes. Desde los tiempos de las civilizaciones antiguas, la música ha sido objeto de interés para la educación, la moral y la filosofía. Como todo arte, no podía estar exenta de controversia, más aun cuando dentro de su expresión, lleva codificada la cultura e identidad de cada pueblo y la subjetividad de quien la ejecuta.

En octubre de 2014, el desarrollador de software estadounidense Virgil Griffith extrajo (no se sabe si con consentimiento) las pruebas de acceso de cientos de jóvenes a las universidades en Estados Unidos y las comparó con sus gustos musicales —que obtuvo a través de Facebook—: los que tenían las notas más altas gustaban de la música clásica. En la siguiente escala se situaban los que gustaban del rock clásico, hasta llegar al último escalafón, ocupado por jóvenes cuyos gustos apuntaban más hacia el reguetón o el rap. La publicación no tendría validez porque no hubo un método científico en la medición, empezando por el hecho de que los datos que uno coloca en Facebook no necesariamente son reales. Sin embargo, la publicación, titulada ‘Music that makes you dumb’ (música que te hace tonto), fue replicada en medios tan influyentes como ABC de España o El Universal de México: la información se viralizó. Le habían dado credibilidad.

En la antigua Grecia ya existía una problemática en torno a la influencia que ejercía la música en las personas. El filósofo Aristóteles creía, a partir del modelo matemático de Pitágoras, que la música estaba gobernada por un sistema ordenado, igual que el que regía el entorno para describir los fenómenos visibles e invisibles del mundo. Esta noción parte de ver la música como una estructura de tonos y melodías que asemejaban la complejidad y exactitud que tienen las matemáticas. Además, Aristóteles, bajo la Teoría de Mímesis (imitación), sostuvo que la música podía afectar al Ethos, es decir, al carácter y al comportamiento humano. Por lo tanto, la música debía ocupar un sitio cuidadoso en la educación de las personas. La premisa de Aristóteles partía de la melodía.

En las melodías hay imitaciones de los estados de carácter. Y esto es evidente […] Ante algunas se sienten más tristes y meditativos, como ante el modo llamado mixolidio; ante otros sienten languidecer su mente, como ante las melodías lánguidas, y en otros casos, con un ánimo intermedio y recogido, como parece inspirarlo el modo dorio […] De estos datos resulta claro que la música puede procurar cierta cualidad de ánimo, y si puede hacer esto es evidente que se debe aplicar y que se debe educar en ella a los jóvenes.

Aristóteles, La política

Por su parte, Platón iba un paso más allá de Aristóteles. El filósofo sostuvo en su obra, La República, que solo cierta música era conveniente para las personas. Por ejemplo, escuchar melodías que suscitaran estados de ánimo innobles podía deformar el carácter. Platón creía que los destinados para el gobierno debían evitar música que expresara indolencia. Platón aprobaba dos escalas armónicas: la doria y la frigia, porque fomentaban las virtudes de la templanza y del valor. A las otras, las excluía. Además, en su obra Las Leyes, aseguraba que las convenciones musicales no debían ser objeto de cambio, puesto que la ausencia de ley en la educación y el arte tenía como resultado el libertinaje en las costumbres y fomentaba la anarquía social. Con los enunciados de Aristóteles y Platón, se construye una primera idea de la supuesta influencia de la música en el comportamiento de los seres humanos. Sin embargo, la curiosidad por determinar el grado de incidencia de este arte en la sociedad se extendería a través de los siglos.

Con la aparición de la banda sonora en el cine, a fines del siglo XIX, la música empezó a llenar otra plaza: aumentaba la impresión de la realidad en las imágenes. La música volvió más completo el lenguaje de los filmes, dando pie a emociones y sentimientos que el espectador hasta entonces no había percibido. La narrativa no sería igual desde la integración de la música. Los sentimientos que las bandas sonoras son capaces de producir en la audiencia dan soporte a la importancia de la música en el plano emocional. Entonces, ¿Aristóteles y Platón estaban en lo cierto? Los psicólogos creen que sí, pero matizan el criterio de los griegos.

Gabriela Renault, decana de la Facultad de Psicología y Psicopedagogía de la Universidad del Salvador (USAL) en Buenos Aires, Argentina, sostiene que —desde las neurociencias— la música sí tiene un impacto en el cerebro y tiene una huella que va formateando la sinapsis, el sistema de conexiones de células cerebrales, las neuronas. Pero también es necesario entender que “la música es parte de la cultura y es la identidad nativa de un pueblo. En la Argentina vamos a decir tango, en República Dominicana, bachata, etc.”. Es decir que, “por más que la neurociencia lo avale” y que desde el punto de vista de los procesos cognitivos haya música que nos aliente o nos estimule y que se pueda conjugar con identidad y cultura, aquello no quiere decir que escuchar un género determinado “sea un atentado a la inteligencia”. Y es que, explica Renault, el cerebro humano, en su parte cognoscitiva, no está sujeto a ‘reconfiguraciones’ extremas como aumentar o disminuir la inteligencia según la experiencia cultural a la que se exponga. Para Renault, es más preciso hablar de los estímulos que provoca determinada música antes que del nivel de inteligencia de quien la oye.

“[El Reguetón] ¿Tiene un impacto en la motivación, podrá hacer mover más los cuerpos? ¿Cómo estímulo? Sí. Yo puedo decir que los que escuchan tango se vean más identificados con la melancolía y aun así es una inferencia. Y debería si quiera poder probarlo. Ahora, aseverarlo como juicio es otra cosa. La música se enmarca entre los dos estímulos más fuertes que tiene un ser humano: el afectivo y el cognitivo, que definen el concepto de inteligencia hoy como la capacidad para adaptarse”. Sin embargo, el ser humano está diseñado de tal forma que nada debería ser lo único que “formatee su inteligencia”, aunque esté escuchando montones de música, sostiene la académica.

El estudio de la Universidad de Malí decía también que hay ciertos géneros, como el rock, que son “beneficiosos” para la psiquis del ser humano. Pero, ¿qué pasa si extrapolamos el arte popular y lo llevamos hasta el otro extremo, hacia lo docto; la música clásica? Renault hace una diferencia clave: La música es el arte de combinar los sonidos, y en la música clásica casi ninguna partitura puede repetir los compases, por otro lado, los géneros de música popular, por su parte, usan dos o tres compases que se repiten. Por ejemplo, a diferencia de una apertura de Vivaldi, “que baja de estilo, que cambia de clave, donde hay una riqueza de diferentes estímulos —con lo cual casi todos los lóbulos del cerebro trabajando—, seguramente la música popular no me va a pedir ese desafío porque su complejidad no va a hacer que utilice todo el cerebro”, dice Renault. Pero no se trata de una cuenta matemática, como si un género tuviera un valor positivo de 1 y el otro de -1, se trata de estímulos distintos.

Los científicos, por su parte, argumentan que la música puede tener más incidencia en la capacidad cognoscitiva del ser humano: no solo se trata de influir sobre el intelecto, sino de proporcionar otros usos prácticos como tratamiento para ciertas dolencias relacionadas con el cerebro. En 1993, un grupo de investigadores del Centro Neurobiológico del Aprendizaje y la Memoria de la Universidad de California estudió el impacto de la música del compositor Wolfgang Amadeus Mozart en la mente humana. El estudio afirma que la música del compositor austriaco tiene beneficios, como ayudar a desarrollar la inteligencia de los niños, aunque su efecto sea perecedero. Además, otro de los hallazgos fue que las composiciones de Mozart ayudan a atenuar los efectos de enfermedades como el Alzheimer. Estudios como estos fueron los que originaron la tendencia de hacer oír música de Mozart a los fetos desde que están en la barriga de las madres.

El ‘efecto Mozart’, como bautizaron al fenómeno, no es duradero, al menos no en el plano cognoscitivo. Los niños que más se vieron beneficiados tenían edades que oscilaban entre los tres y doce años. En ellos se observó una mejoría en su capacidad de rendimiento. Sin embargo, el estímulo se perdía al cabo de un tiempo. Por otro lado, el efecto Mozart no influye en otras aptitudes como la memoria, la fluidez verbal o la atención.

En 1987, el psicólogo Howard Gardner, profesor investigador de la universidad de Harvard, publicó su libro La teoría de las inteligencias múltiples, en el que propuso un modelo alternativo a la noción común sobre una inteligencia que se puede medir con un coeficiente intelectual. El modelo de Gardner contempla la posibilidad —tal como sucede en la vida— de que una persona sea un desastre a la hora de hablar, pero muy diestro para las matemáticas, al dividir la inteligencia en siete aspectos, que luego aumentaron a ocho. Uno de esos es la capacidad para expresarse a través de la música y para identificar los sonidos. Y ni siquiera los científicos que refutan a Gardner niegan la multiplicidad de inteligencias, sino que consideran que el número es aleatorio. Entre ellos están Adán Hampshire y Adrian Owen, de la universidad Western Ontario, Canadá, quienes sostienen que “la inteligencia es una propiedad emergente de sistemas cognitivos anatómicamente diferentes, y cada uno tiene su propia capacidad”.

La música inspira, motiva, estimula, ayuda. En la actualidad no hay un consenso entre el ámbito científico y el social que resuelva el impacto de este arte sobre el ser humano. Más aun cuando la subjetividad entra en juego. La noticia de la que se hicieran eco El Universal de México o ABC de España sobre un estudio sin método científico no es una fuente para zanjar el debate; tampoco lo es una comparación sobre gustos musicales con datos intervenidos como la conclusión de Virgil Griffith: pensar que un género musical puede hacer más tontas o más inteligentes a las personas es igual de errado que decir que el estudiante con mejores notas es más capaz que sus compañeros, o, al menos, no existen los datos científicos que lo demuestren. Los hitos que podrían cerrar esta discusión, que ya estaba abierta desde los tiempos de la antigua Grecia, no son dos estudios sin metodología científica. Nadie puede decir hoy que escuchar reguetón destruya el intelecto.

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