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El Telégrafo
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Un ensayo sobre la economía cultural del poema

Un ensayo sobre la economía cultural del poema
15 de abril de 2013 - 13:00

A propósito de un premio literario

Cuando un jurado decide que ningún libro de una convocatoria nacional merece obtener el primer premio, lo declara desierto. El desierto, como en la novela de Buzatti, es el lugar sin acontecimiento. La pregunta es por qué no aconteció el libro esperado. O aconteció pero no eran los jurados adecuados para otorgarlo. Así, estamos ante varias posibilidades:

1. Ninguno de los libros responde a lo que los jurados entienden por una obra poética digna de tal galardón, aunque podrían identificarse con los recursos retóricos puestos en escena;

2. Ninguno de los jurados se identifica con las estéticas presentadas (no hay empatía ni anagnórisis), por esa razón no pueden apreciar de manera sutil y generosa lo propuesto; o

3. Una combinación dosificada de ambas cosas.

En realidad, los premios literarios raras veces apuestan por (el valor de) libros extraños a lo que podría denominarse la institucionalidad cultural y simbólica. Hay excepciones, claro.

Un ejemplo es el premio Maldoror otorgado a Contranatura de Rodolfo Hinostroza en 1972. Este acontecimiento ocurrió en un contexto sociohistórico de fe panvanguardista (telquelismo, oulipo, maoísmo, situacionismo, letrismo), misma que se extinguió en Europa a principios de los años ochenta (quizás con el fin del punk, último movimiento contracultural auténtico, al menos dentro de la experiencia occidental).

La institucionalidad artística en ese momento se sentía dialéctica y pretendía moverse en el terreno del diálogo con las vanguardias políticas y estéticas y con determinadas corrientes del pensamiento contracultural y utópico.

El largo poema de Hinostroza podía ser respaldado por una crítica que, de algún modo, no esperaba –aunque intuía la posibilidad de- su existencia. La innovación (principio de valor fundamental para el arte de la modernidad) sucedía en el caso de este poema (y de cualquier poema renovador) por la incorporación de lo profano (aquello que la institucionalidad reclama como no poético: referencias hippies, latinajos, alteraciones sintácticas, poesía visual) en un ensamble con elementos que sí estaban validados por la cultura (ritmo, despliegue de analogías, metáforas e imágenes visionarias).

Sin embargo, el gran problema para el arte contemporáneo es que hoy todo parece haber sido ya profanado: la crisis ecológica evidencia una pérdida de mundo sagrado que se perfila arrasadora e inexorable. Aunque hay zonas de la experiencia poética que parecerían haber sido escasamente tocadas y asoman como utopías posthistóricas dignas de ritualidad: el espacio exterior (cosmogonías espaciales, poesía ovni, realismo lírico, utopías galácticas); el espacio interior de la materia (poesía de la enfermedad, poesía del cuerpo como experiencia anatómica más que erótica, poesía cuántica o misticismo de la materia); el espacio interior del signo (poesía visual extrema, esténciles, alteraciones sintácticas, hibridaciones de toda naturaleza, reescrituras).

Además, aparece una insistencia en arrastrar (como los íconos de la pantalla del ordenador) cualquier diferancia al poema (étnica, sexual, biopolítica) con resultados de muy diverso valor cultural (insisto, cultural, no estético). Desde luego, estas zonas parecen experiencias límite y el hecho de que pueda hablar de ello significa que ya existen y que al llevarlas a cabo solo se revisita algo que ya se ha hecho.

Ciertamente, los estudios culturales han contribuido a desestimar el valor ritual de la propuesta poética al atribuirle a cualquier cosa el valor de cualquier otra cosa en un sistema de referencias que se propone antijerárquico. Desde luego, aquí hay una trampa. Ante el propósito de no dejar nada fuera y, por eso, dejar todo fuera, lo que tenemos es un magma indiferenciado en el que todo vale lo mismo.

Esto lo que hace es anular –o declarar obsoleta sin examen alguno- la tensión que el autor proponía textualmente ante una institucionalidad literaria que también sería obsoleta. Un jurado será siempre pues políticamente incorrecto si se pone a observar la tensión de lo simbólico aceptado con lo simbólico profano: aunque esa debería ser su tarea, creo yo.

Claro, lo políticamente correcto es llenar bien una tabla de presupuestos (después de todo los números parecen poco ideológicos ¿no?) o abrazar la diferencia en boga. No proponer ninguna diferancia también sirve, pero menos.

Cuando administramos un contenido cultural como que fuera equivalente a cualquier otro, nos hacemos incapaces de distinguir esa tensión entre lo profano y lo ya aceptado. En esas circunstancias, la economía del poema queda consignada –paradójicamente y en irónica respuesta al pensamiento progre de los multiculturalistas, posmodernos y poscoloniales- al mercado, al lobby y a la vida social del arte. El poema pierde vida y solo se convierte en un bien digno de especulación.

¿Puede existir aún lo profano? Creo que la tarea de un jurado debería ser justamente determinar cuánto de profano ha sido eficazmente amalgamado en un corpus lingüístico culturalmente validado. Arriesgar para proponer.

La mayoría de jurados no toma esa actitud, pues implica un riesgo de inversión alto: se prefiere dispendiar un capital simbólico en casas adosadas y no en un loft de diseño experimental. Ante ese panorama, la tarea de un jurado parece difícil.

Ante las tentativas de simplificar el lenguaje –y sus trastes históricos- de manera deliberada (y con ello actuar como un profesor que decidiera enseñar solo aritmética básica porque presume que sus alumnos no entenderían algo más complejo) y participar de una administración austera –y demagógica- del poema, o ante la idea de hacer algo estudiadamente enrevesado y artificialmente denso (aunque esa opacidad cosmética, que no comparto, suele resultarme preferible por lo que tiene de gesto absurdo y, por ello, participe de cierta disidencia ante una cultura de lo evidente y de lo proclamado), presumo que es difícil para un jurado deliberar al respecto. En cualquier caso, no resulta creíble ya una singularidad metafísica, mesiánica y neorromántica.

Mi propuesta es entender al poeta como un administrador de ciertos dones expresivos y de ciertos legados simbólicos. Me interesa pues que un jurado sea capaz de distinguir la capacidad de gestión sobre de la página en blanco, de determinar qué clase de economía simbólica nos propone, cómo el autor pone en tensión lo profano en el poema.

A ver si alguien nos convence que la poesía no es un arte muerto. O si, al menos, participa de vigorosas –aunque ocasionales- resurrecciones.

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