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Querer querer: los otros tipos de enseñanza que deja Osho

Querer querer: los otros tipos de enseñanza que deja Osho
14 de abril de 2018 - 00:00 - María Fernanda Ampuero. Escritora

“El Zen ha abandonado el mundo serio. Ha creado un mundo propio que es muy divertido, lleno de risa, en donde incluso los grandes maestros se comportan como niños”.
Osho

Lo primero que me enseñaron fue que Dios me quería, que me quería más de lo que nadie me iba a querer jamás. Más que mi padre —no era difícil—, más que mi madre —un poco menos fácil—, más que yo a mí misma —facilísimo—. Lo otro que me enseñaron es que debía seguirlo: deja todo y sígueme. Las dos cosas se complementaban: a quien te ama así de enormemente, a quien no le importa si eres gorda o maleducada o pobre o nada parecida a tu prima, ¿no lo seguirías hasta las mismísimas tinieblas? A quien quieres hasta el punto de entregarle tu vida con alegría, ¿no lo agarrarías de la mano para no soltarlo jamás?
Yo no solo quería ser querida, yo quería querer.

La religión católica fue mi secta. Ahí estuve metida los años más esplendorosos de mi juventud y a pesar de saber todo lo que sé, daría lo que fuera por volver a sentirme un fragmento de lo especial que me sentía entonces. Hoy no soy nada, pero, mierda, yo fui una de las elegidas. Podría sonar casi indecente sentir tanto amor por algo invisible, pero en mi cabecita insegura, deseosa de que la vida tuviera algún sentido, todo sonaba de lo más coherente. No hay palabras más peligrosas en ningún vocabulario que te amo. No hay plastilina más maleable que la fe de los jóvenes.

Esto viene a cuento de Wild Wild Country, una delirante serie documental de Netflix que cuenta la historia de la secta de Bhagwan Shree Rajneesh, líder espiritual indio luego conocido como Osho, cuando decide instalarse en Estados Unidos. Documentales como Wild Wild Country encarnan el concepto de que la realidad supera a la ficción.

Nadie podría inventarse una historia como esta: una inteligentísima chica india, Ma Anand Sheela, conoce a este gurú de ojitos perennemente achinados, de pecho desnudo y larga barba, y cae rendida ante él como caemos todas las chicas susceptibles ante profetas, santos, iluminados y dioses de sonrisa bonita y dulces palabras. Ma Anand Sheela, encendido el corazón con la llama doble, decide seguirlo para siempre. Se convierte en su secretaria, en su cuidadora, en su gerenta de marketing, en su arquitecta, en su loba y, cuando, gracias a la excentricidad que caracteriza a todo buen iluminado, Osho decide dejar de hablar por cuatro años, en su voz.

El amor todopoderoso de Sheela es la base sobre la que se sostiene y crece todo el culto al famoso gurú. Sheela le da su vida a ese hombre, hace posible su imperio, crea una religión para él, porque está loca por él y ¿qué es la fe sino un enamoramiento?
Quien lo vivió lo sabe y yo lo viví.

Los seguidores de Osho, los sannyasins —hippies europeos y estadounidenses, profesionales acomodados en busca de iluminación—, van a dar a Oregon, donde compran un terreno gigantesco —casi treinta mil hectáreas— y a la velocidad de la luz, comandados por la hormiga atómica que es Sheela, construyen su versión del paraíso, un lugar donde pueden ir en pelotas, orar a los gritos, amarse donde les pille el gusto, bailar como locos, exorcizarse del mundo material, cultivar su propia comida y creerse de verdad la dulce mentira de que su maestro los ama, de que son los elegidos. Entonces se encuentran con la xenofobia, el miedo al otro y el patriotismo del gringo de interior, ese al que las películas nos han enseñado a temer como al diablo. Cánticos frente a escopetas. Incienso frente a Big Macs. Amor libre frente a evangelios.

Se arma, como se podrán imaginar, un cogeculo.

Wild Wild Country, o sea país salvaje salvajísimo, es una historia de amor shakesperiana con deseo, mentiras, envenenamientos, intentos de asesinato, sexo, persecuciones, envidias y celos, pero, además, con las particularidades de los ochenta: cámaras de televisión por todos lados, ropa y peinados muy reprobables, Reagan, comida chatarra y el último coletazo del sueño de hacer el amor y no la guerra. Por no faltar, no faltan ni los noventa y tres —93— carros rolls royce que llegó a tener el yogui Osho. Wild Wild Country es como Dinastía, pero con meditación.

Lo de verdad fascinante del documental es que a pesar de que sabes que todo apesta a charlatanería, que lo que de verdad ilumina a Osho son los relojes de diamantes que idolatra y que las cosas para los seguidores del profeta no van a salir bien, una parte de ti extraña la estúpida felicidad que solo proviene de entregarte a algo que consideras más grande que tú. Los sannyasins lloran su paraíso perdido y tú ves en ellos a esa jovencita que quería querer —qué suerte es tener un corazón sin puertas— al maestro y que cantaba con los ojos muy cerrados las canciones de amor que lo alababan. Y quisieras, aunque fuera por un minuto de esta ya larguísima oscuridad, volver a sentirte así. (I)

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