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El Telégrafo
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Nuestra novela en lo que va del siglo

Nuestra novela en lo que va del siglo
07 de abril de 2013 - 00:00

Junto a la propuesta caníbal de la crítica, nos empuja el deseo por hallar algo de orden en la caótica oferta literaria del Ecuador de los últimos años. Llamo caníbal a la crítica en el sentido de que fagocita y se apropia de los textos que asume para revelar, si es posible, algo del misterio que esconde cada obra literaria. La crítica también es “abandonar posturas estériles, obligarse a encontrar relaciones fructíferas, revisar concepciones equivocadas, superar prejuicios, admitir equivocaciones”.(1) No reflexionaré sobre los alcances de lo nacional, qué considerar o no de este país. Me interesa tomar un cabo de la posta en cuanto a los pronunciamientos sobre la novela publicada por autores ecuatorianos en lo que va del siglo (los últimos 12 años). Un anhelo mayor requeriría un espacio de más extensión que el que estas líneas tienen.

A diferencia de la gaya ciencia, Adorno plantea la ciencia melancólica como la doctrina de lo que peyorativamente llama la “vida recta”. Recomienda estudiar la forma alienada de la existencia, si deseamos conocerla. Hablar “con inmediatez de lo inmediato” equivalente a la labor del novelista que “adorna a sus marionetas con imitaciones de pasiones de otros tiempo”.(2) Pero aquí está la ciudad imaginada por distintas voces; aquí el miedo y la degradación, y también una crítica mordaz e irónica al país que sufrimos, crítica proyectada hacia (y en) conjugaciones del futuro imperfecto. Con alguna excepción, las novelas aquí revisadas pertenecen a sus primeras ediciones. El lector tendrá ante sí apartados que no son excluyentes necesariamente; quiero decir que algunas obras comparten características, y bien podrían pertenecer a dos o más grupos de novelas. Ha transcurrido medio siglo desde el boom latinoamericano; son otras las circunstancias, otras las influencias y preocupaciones. Lejos han quedado los rastreos de la novela total. Aunque estas obras se propongan, en parte, interpretar el mundo o verle algo de sentido, se problematizan con sendas neurosis y ocupaciones para explorar ese mundo desde un ethos moderno y la particular mirada narrativa de sus autores. Aparte de la modernidad, su violenta inclusión en la vida urbana y los desencuentros que provoca, muchas de estas novelas comparten una reflexión profunda sobre lo identitario.

Distintas lecturas de distintos tiempos

Curiosamente, este paneo lo inicia una novela editada en castellano en 2001, si bien había aparecido el año anterior en inglés. El vendedor de sueños, de Ernesto Quiñónez –ecuatoriano radicado en Nueva York desde el año de edad– expone los vericuetos del Barrio (el Harlem hispano, en NY). Novela necesaria, que muestra los procesos sociales que la calle modela en la esquina, con los conflictos propios de Chino y sus fintas con Bodega, un padrino dentro del submundo de la delincuencia. A cada paso, esa riesgosa coexistencia (de etnias, clases, culturas) demuestra los movimientos de lo tétrico, pero permite espacio para la esperanza.

Por otro lado, a través de recursos narrativos que ha demostrado anteriormente, Alicia Yánez Cossío, con Sé que vienen a matarme (2001) y Memorias de la Pivihuarmi Cuxirimay Ocllo (2008), tiende líneas biográficas (la primera, de Gabriel García Moreno; la segunda, de la esposa de Atahualpa, que ve caer su universo) hasta trocarlos en personajes que reviven la atmósfera de sus épocas. El relato de la historia se halla ante la urgencia de resolver cuánto horror es capaz de presentar al lector. Desde la literatura, la memoria –léase, la novela– construye sentido, independientemente de la carga de realidad que posea el texto. Aquí no hay inocencia; más bien, una postura política a la hora de asumir una versión del relato, y no otra.

Raúl Vallejo también reconstruye un fragmento temporal en El alma en los labios (2003). Le incorpora –además de ejercitarse recreando el lenguaje modernista– el ingenioso recurso del desdoblamiento entre el poeta Silva y su pseudónimo, Jean D´Agreve. Dos conciencias (¿o una?) buscando una estética, compartiendo obsesiones, tras la mujer, tentando a la muerte. Al final, un puente con el puerto de finales de los setenta, y con la ficción. En la cantina El rincón de los justos (sí, la de la novela de Velasco Mackenzie), un grupo de escritores se entera de la muerte de Julio Jaramillo, intérprete de El alma en los labios, que de poema ha devenido pasillo popular, y le rinde un homenaje último.

Aunque el amor está en ambas, hay vías opuestas en dos títulos de Sonia Manzano. Que se quede el infinito sin estrellas (2001) y Eses fatales (de 2005; más tarde publicada inexplicablemente como Signos fatales en 2009: los editores pidieron un cambio en el título original, que consideraron grotesco). La primera presenta al mundo rural costeño de los ingenios azucareros y las haciendas como manipulados por algo (¿el destino?) La segunda, en cambio, presenta a Silvia, Selene y Safo (las tres eses), con sus relatos de amor lésbico y un nivel escatológico que puede llevar al extremo a algunas conciencias. Algo similar sucede con Extasia (2006) de Luis Zúñiga: los personajes femeninos de la primera mitad del siglo XX se resisten al arquetipo, pero participan en el juego de la procesión de sus pareceres, y el espejo en que se miran dichas mujeres para completarse, en parte, es la mirada del poeta Alonso. La novela bucea en la psiquis femenina, en el gozo y dolor de su misterio.

El último proyecto de Juan Pablo Castro, Carnívoro (2013), nos sumerge, de la mano del personaje C, en un universo de obsesiones y excesos, que van de la hipersexualidad genital de la pornografía hasta otros senderos de la carne y demás implicaciones de lo oral. Emparentada con el realismo sucio, más por los abismos que toca que por el lenguaje, la novela aborda la omnifagia, esto es, la condición de quien devora todo cuanto sea posible para hacerse un lugar en el mundo.

Entrando en la década

En su madurez, Javier Vásconez ha edificado un sólido proyecto. El retorno de las moscas (2005) ubica al detective George Smiley (creado por George Le Carré) en el Quito de los sesenta, al que retrata con el esplendor de los barrios –hoy tugurizados–, con belleza y sordidez cinematográfica. Novela homenaje que, aunque corporiza el espionaje de la guerra fría en Sudamérica, lo usa más como telón de fondo para las tragedias “menores” del desamor. Desde Jardín Capelo (2007) se interpela a la modernidad desde la reflexión sobre si conceder un espacio para lo europeo en el mundo andino; para ello nos hace recorrer los registros de una antigua casa señorial en los extramuros de Quito. La piel del miedo (2010) da cuenta de la condición del temor: resumiendo mucho el texto, el miedo siempre está allí. Lo simbólico en el transcurso de la vida del protagonista pudo ser incluso motivo de una fractura fisiológica, esto es, la epilepsia. Cruce de historias, oficio probo. La otra muerte del doctor (2012) echa mano de múltiples discursos, que van desde lo detectivesco hasta una crónica de viajes y el hallazgo del amor (faceta otra de Kronz).

Jorge Velasco Mackenzie, en Río de sombras (2003) reelabora el cuento Escenas en el andar de un hombre solo (Desde una oscura vigilia, 1993), en que recrea un puerto innombrado, envuelto por la bruma del referente mínimo. Propuesta en la que la escritura tiene papel fundamental. “¿A quién le contaré todo esto si no me lo van a creer?”, grita un atormentado Basilio; un ciego Morán, en cambio, está imposibilitado para la lectura. Sin embargo, ambos se descubren en el texto, que puede ser la ciudad. Tatuaje de náufragos (2010), casi invisible (rasgo común en las ediciones del Ministerio de Cultura: no está en librerías). Una fauna intelectual puebla el caos porteño y lo sostiene. La novela puede leerse como el pésame por una ciudad que ya no está; fulgor que apela a la juventud y la nostalgia. La ficción venda y libera: en ambas novelas, la ciudad se muestra demacrada, en descomposición. Hallado en la grieta (2011) convierte a las Galápagos en atracadero de una hibakusha (paria sobreviviente de los bombardeos nucleares), que rememora su desgracia, paralela a los tortuosos amores de Ailyn y Valdemar.

Voz imprescindible, la de Abdón Ubidia. La madriguera (2004) es, de una forma u otra, el registro de la derrota. Su taller atestigua cómo se lame las heridas el cincuentón pintor Bruno con la pasión que recibe de la burguesa Alexandra. Se develan la política, pero sobre todo el mecanismo de creadores, marchantes y galerías de artes plásticas (los debates y cuestionamientos culturales se corporizan aquí). El Bien y el Mal poseen rostro propio (la constelación de Géminis), y actúan manejando a los habitantes de diferentes esferas (el dualismo se nota a lo largo del texto). Y llegamos a Callada como la Muerte (2012), en que manipula un engranaje, diríase un calidoscopio, algo como un haz de luces en el que, en mayor o menor grado, los protagonistas son cruzados por el terror. En 1983, Quito se convierte en esperanza fallida de redención para un torturador de la dictadura argentina. Pero coincide con un médico que ve fracturarse el sistema que pensaba sólido, y una sobreviviente de ese terror. Novela que puede leerse como postulado político contra los opresores, y como una búsqueda de la identidad en un aquí y un ahora.

Tratado de amor clandestino (2008) de Francisco Proaño Arandi, trabaja el nostós, o sea, de la posibilidad del retorno, en este caso se trata del retorno a uno mismo. Lenguaje entre lo formal y lo barroco, fiel a su estilo moroso. Con El sabor de la condena (2009), el autor ahonda en temáticas tan suyas. Llega a convertir a Quito en una ciudad de misterio que cobija a su vez a la casa que sirve de ambiente al relato. La muerte puede, según la novela, aguardar en su seno a quienes se han visto envueltos por un medio completamente hostil. Los personajes, Javier y Male, ven ante sí paisajes y tiempos que se barajan, al tiempo que la ciudad es un ovillo indescifrable con esos nudos que son el amor y el desamor, y ese cabo suelto que es la muerte. El viaje es también simbólico, y las ruinas cumplen su papel de acercarnos a la conciencia de lo residual y lo inconcluso en los seres humanos.

Iván Egüez teje a través de Imago (2008) un entramado donde cuerpo y palabra conviven con la pintura, siempre resueltos por una especie de conciencia de la creatividad estética. Pero capítulo innovador es Malabares en su tinta (2012), novela mayor en que el lector cae en la cuenta de que, además de la nocturnidad, es el lenguaje el protagonista (si se me perdona el lugar común). Aquí, una serie de juegos con la lengua aloja nuevas relaciones de significados entre nuestras sienes, y una banda sonora de voces se agolpa (des)ordenadamente en una sola. Gran trabajo este, que es capaz de barajar líneas de diálogo entre varios personajes, esto es, que se produce la certeza de que si le hemos de creer a alguien, será al conjunto, pues la verdad se comparte, se democratiza ante tantas digresiones que golpean nuestros sentidos. Alegría y arrojo en el ars narrativo de este autor.

Acontecimiento literario es la tetralogía Crónicas del breve reino, de Santiago Páez (2006). No estoy seguro de que Rolando sea una novela histórica, aunque una conjura para asesinar a Alfaro le dé contundencia a la anécdota. En Aquilino se narra desde una posición que cede, en parte, su autoridad narrativa, lo que no significa que pierda su connotación policial. Adolfo es un texto donde el narrador sufre múltiples devaneos y aventuras con Cabanillas, y nos cuenta desde la situación de un personaje secundario. En Uriel están el debe y haber de la devastación futura de la entelequia Ecuador: el territorio, fragmentado y la economía, exhausta. Hay mucho de simbología, los pies de página iluminan, pero cosen al mismo tiempo un relato otro. Lo cierto es que este país se halla retratado en esta relectura nacional (aunque sea, para la ficción, un país imaginario). Por otro lado, nos propone con Olvido (2010) acompañar a una mujer que repentinamente pierde la memoria. ¿Es la memoria activa o pasiva? ¿Puede uno utilizar los recovecos de la cotidianidad para recuperar en algo los recuerdos? La voz sigue a Selma en el deshilvanar de su tiempo en pos de aprehender su identidad. Las fotografías, los paisajes urbanos, las circunstancias laborales y hogareñas son desenrolladas con ese propósito. Pero en gran medida el peso de tal desgracia lo sostiene el lenguaje.

Eliécer Cárdenas es infatigable. Ha publicado Las innumerables tribus de los muertos (2004), El viaje del padre Trinidad (2005), El árbol de los quemados (2007) y El Pinar de Segismundo (2008). Me he acercado a esta última, novela histórica ambientada en los cincuenta. La intelectualidad quiteña (Gonzalo Zaldumbide, Jorge Icaza, Benjamín Carrión, etc.), los hilos del poder (Velasco Ibarra es retratado de manera compleja) requirieron de mucha información previa. Pero lo que nos interesa es el resultado: un texto en que prevalece la ficción, y que se da el lujo del humor.

Entre la anticipación y lo fantástico

La literatura de anticipación es un campo un tanto inexplorado, aunque voces como las de Manuel Gallegos, Carlos Béjar Portilla y Santiago Páez hayan incursionado con solvencia en el subgénero. Adolfo Macías juega, además, con elementos fantásticos en sus títulos, que conllevan a universos desesperanzados: Laberinto junto al mar (2001), en el que el poeta marginal y la ciudad mantienen una tirante relación; y en La vida oculta (2009), en que un cantante y una actriz comparten la derrota, adictos a una droga fenomenal ofrecida por el Estado. En El dios que ríe (2008), se adentra en la novela de misterio, al reconstruir la vida de una actriz que aparece asesinada (a través de las voces de sus amantes, el director que la formó y un médico. En cambio, en El grito del hada (2010), convierte a su Odelina en el arcano y sórdido eje de la bohemia urbana. Macías realiza constantes críticas a la sociedad en que vive el sujeto moderno, utilizando técnicas variadas, como por ejemplo cuando incorpora el ensayo y la nota periodística a la narración, para ofrecer frescura a sus textos, a la vez que involucra a los lectores en la anécdota. Hay algo que lo emparenta, además, con Páez, y es la exploración, por parte de personajes marginales, de territorios lindes en lo ético.

En Leonardo Valencia se cumple la impronta de un nomadismo permanente. En El libro flotante de Caytran Dölphin (2006) y Kazbek (2008) se mueve alrededor del libro que se pretende destruir (¿constatar?) Así, se disuelven los nexos de pertenencia e identidad. Una reflexión sobre la lengua, el lenguaje, y sus usos en la configuración del libro. Comparte algo de la carga apocalíptica de Velasco Mackenzie, pero parece que la violencia simbólica es mayor aquí hasta exponer la enajenación del sujeto moderno hasta sus límites.

Se tejen los discursos

La de Carlos Arcos es narrativa de altos quilates. Vientos de agosto (2003) confirma su carrera literaria. Se centra en Riobamba y se proyecta al país entero, y en las transformaciones que ha tenido en el siglo XX. Para mí son las ideas, y su amplísimo espectro, las que tienen el papel central en un mundo que se fractura entre los extremos políticos.

Gabriela Alemán se divierte al narrar un versátil congreso literario en Nueva Orleáns en Body time (2003), en que sus personajes se zambullen en la neurótica nocturnidad y en el desenfreno. Poso Wells (2007, 2008), logra una sucesión de discursos, escenarios, que nos abordan con desapariciones en una zona marginal de Guayaquil, pero se adoban con los intentos de un poeta de escribir un libro de citas. Y más adelante, los escarceos corruptos del poder político, económico y religioso, manejados desde la capital, para terminar en el bosque que es depredado por las transnacionales.

Hans Behr Martínez presenta Maratón en 2009 (reed. 2010). La estructura está dada por los 42 kilómetros de la carrera, más un epílogo –que representa los 195 metros finales-, y precisamente narra la experiencia de una corredora, Sami, quien después de evocar el pasado y transmitir su presente, se dirige a la maratón como a un receptor de su historia. De rescatar es el manejo del ritmo, que de suave pasa a agitado y a exaltarse, incluso.

Marcelo Báez Meza publicó Catador de arenas en 2010. Aquí, el relato trenza el discurso de la ciencia a través de fintas con el ensayo; ilustra acerca de fenómenos como la psamnofilia (obsesión por las arenas) y el insomnio fatal familiar, que daña a familias enteras, no solo a individuos. Ágil fluido del relato, juega con las culturas confrontadas, la paradoja del viajero inmóvil (Gesualdo Aretino, uno de sus protagonistas), con el amor y ese terrible hiato que es la muerte.

Con su novela, Ernesto Torres Terán regresa a la región amazónica y a las islas Galápagos. Su contundente Mínima gloria (2012) maneja el coloquialismo, la aventura por la geografía del país, el lenguaje de la radiestesia. Tres amigos y sus correríos por la geografía patria y de la memoria dan cuenta de la recuperación de joyas robadas (acto fallido), pero en realidad el botín es poder decirse que hay que avanzar, que se puede dejarlo todo por aquello en lo que se cree.

Dialogía, polifonía

Cuando Borges decía que la verdad histórica es algo que no se puede saber, se enlazaba, sin saberlo, con la dialogía de Bajtín: una especie de entramado de voces que configuran un relato, pasando siempre a través del lenguaje. Tres novelas salidas a la luz el mismo año (2005) me recuerdan la coincidencia.

Narrador significativo en el país es Iván Egüez. En Letra para salsa con final cortante borda con elementos de la realidad (la emasculación, por parte de Lorena Bobbit, a su marido) los recuerdos del migrante Evo. Uno tras otro, los testimonios reconstruyen la historia, al tiempo que el telón de fondo lo forma el amor como un símbolo de rudimentaria, quizá tosca, pureza. Conmueve por los hechos, divierte por el ritmo, duele por el lenguaje impecable.

El palacio del diablo, Modesto Ponce, hace de la voz de los personajes el lugar desde donde se impulsan el pasado y el presente para fusionarse. Los espacios y tiempos confluyen en Quito, escenario del poder). Cohabitan el gobernante y el banquero corrupto hasta el mendigo que, gracias a la técnica, muta su silencio en el peso de la conciencia del hombre de finanzas, pasando por una serie de que incluye a ciudadanos empecinados en hacer periodismo crítico. El enredo reservado y la conspiración evocan la realidad y la contrastan (¿?) con la ficción, hasta provocar perspicacias y conjeturas en el lector.

Lucrecia Maldonado, en Salvo el calvario, construye un andamiaje en el que los personajes pueden desearse, y también ignorarse. El irreverente poeta Miguel, aquejado por la leucemia, tiene fuerzas para mostrar los dolores del amor a Susana. El complejo Fernando (tímido médico, cinéfilo, melómano) sufre su amor por el amigo, mientras Susana forja esperanzas en llegar a él (Fernando). El amor es evanescente, hay resignación en la actitud con que llegan a comprender que el siguiente paso puede ser la desmemoria.

El invitado (2007), de Carlos Arcos trenza un cinematográfico puzzle con el convulso Perú de los ochenta como escenario. Allí están, en delicada tensión, la tortura, la guerrilla, el derrumbe económico y cómo la vida de una familia de tradición, los Sobogal, es dislocada por la violencia.

Algo similar sucede con Juan Pablo Castro, en La noche japonesa (2004, 2009), nos transporta al mundo de un periodista cuyo oficio le permite algo de dinero cuando renuncia. Un recorrido doble -íntimo y exterior- desde sí y hacia el caos que lo circunda. Sabe el autor evadir la tentación de la profusión, y mide sus palabras (en cuanto a economía de lenguaje, no en cuanto a la intensidad, que sufre un quiebre, pues luego de la desaparición física del protagonista, se explaya en disquisiciones que retrotraen escenas de su niñez y juventud).

 

Los hilos del humor negro

Michal Glowinski afirma que “es imposible subestimar el papel de la parodia”, aunque también cree que no es suficiente, y “que es cuestión de reconstruir la confianza en el lenguaje”. (3) No deseo reducir al raso gatillo de la risa la característica básica de estas novelas pero, de manera obvia, predomina el humor entre otros elementos; además, sus percutores internos hacen pesar más el fiel de esa renovada confianza, porque la parodia refuta. La alcoba de los patojos (2001), de Pablo Yépez aparece tarde (el fallo en que fue premiada data de 1993). Lo esperpéntico, la parodia, las luchas del Primer Partido Poético para la Liberación de la Imagen son subversión propia de las vanguardias.

Quién me ayuda a matar a mi mujer (2006), de Carlos Carrión, es un singular relato formado por dos historias de amor, a saltos entre dos ciudades (Loja y Madrid). El humor mordaz es capaz de herir, liquidarnos con su ironía. Los escenarios impiden lectores pasivos: “Cuando salía del dormitorio, abrí un ojo y la vi desde atrás, desnuda y terrible. Las nalgas le habían crecido como una maldición de Dios y eran toda la mujer. No quedaba nada de la que me sedujo en Madrid. O era otra, un monstruo de balde”. (197) Estructuralmente, la novela simula una pieza de jazz (obertura, interludio y clausura). El eros triangular vivido por el músico Ulpiano, María Rosa (la esposa) y Johana surge en yuxtaposición de espacios y tiempos, y se resuelve en los grados de insania que padecen/gozan ellos tres.

Cuando Huilo Ruales dio a luz Qué risa, todos lloraban (2009), confirmó una alta carga sarcástica que nos demuele aún. Se propuso reescribir un cuento del mismo título, que a su vez tiene sus raíces en Fetiche, fantoche, de quince años antes. El coloquialismo citadino de la capital, los libérrimos vadeos de la escritura, hacen que el espasmo sea la lógica reacción. La adolescencia sufrida por el protagonista nos coloca frente a un texto cinematográfico cargado de imágenes dolorosas: “Lo malo es que yo […] ya no estoy en el campo de batalla del amor. Mi sexo duerme como obrero después del trabajo. Mi combate es otro y con la muerte pelo a pelo…” (125)

Ámbitos de lo policial y lo negro

De haber sido considerado un género menor, paulatinamente va engrosando la nómina de novelas policiacas en el Ecuador, con cada vez mayor presencia en nuestro mundo editorial, especialmente en las últimas décadas. Casi siempre tomando licencias, libertades en relación a lo netamente policial. Manejando la metaficción, la hiperconsciencia creativa, El caso de los muertos de risa (2001), de Leonardo Wild orquesta una parodia del género, y conscientemente asume como inicio de sus capítulos sendos epígrafes sobre la novela policial. Un texto causa las muertes que son investigadas por el periodista Bruno Cáceres y por Leonardo Wild (escritor con el nombre del autor). El texto causante de las muertes fue escrito por un poeta bajo los efectos de la ayahuasca, por lo que Natura parece preservarse de futiros atentados.

Los elefantes no existen (2001), de Ernesto Torres Terán, transcurre en la región amazónica. Resulta novedoso que física y simbólicamente sea una región, en gran parte, virgen. Novela negra que se desarrolla en la jungla amazónica poblada por los huaoranis; entre las redes del narcotráfico y las misiones religiosas. Un gran ejercicio que envuelve el periodismo de investigación y la voluptuosidad de la selva.

Mientras Miguel Donoso Pareja ha escrito una novela policial, La muerte de Tyron Power en el Monumental del Barcelona (2001), Rocío Madriñán ha creado una saga: Sara y el dragón (2003), El cadáver prometido (2006) y La conexión argentina (2009). En el primer caso el detective es Clit Mariot, aficionado también a la cocina; en el segundo, Sánchez Montalvo, primero servidor de la policía y luego investigador privado. Mientras Mairot es amigo, entre otros detectives literarios, de Pepe Carvalho; Sánchez es gran lector de literatura del género, y algo de sus lecturas se aplica en sus investigaciones. Donoso restringe al ámbito nacional, criollo dirán algunos, sus disquisiciones. Madriñán insiste en armar redes que liguen, a través de las investigaciones, al país con otros puntos de América y el mundo.

Rafael Lugo, con Veinte (2008) dibuja un lóbrego ambiente: el diseño de la memoria. Al morir violentamente en un accidente, Claudio deja un paréntesis vacío, que quizá se cierra con la carta que le escribe al cabo del tiempo su amigo Iñaki. El texto sigue crudamente y de cerca los abusos y miserias de toda una hornada envuelta por la desilusión existencial. En 7 (2011), el asesino Íñigo, narrador protagonista, lleva una carga de abuso del alcohol y adicción al sexo, a la vez que una despectiva relación con las mujeres cercana a la misantropía. Critica su mundo, con líneas entre lo cotidiano y lo lírico. En él se conjugan acciones que hacen que sea digno de repudio, y al mismo tiempo conmiseración.

Voces frescas

Marco Martínez Zúñiga es autor de El enemigo necesario (2007), valiente novela breve en que la música urbana (en el trash y otros géneros) se pasea hasta lograr una épica de la ciudad de hoy. Una voluntad (personaje) que se une y disgrega con otras en desquiciado rompecabezas. Culoflaco (2011), parece copiar a la primera, en declive visible, entre citas malditas y el registro lóbrego de la noche guayaca. Hablas demasiado (2009), de Juan Fernando Andrade, se enfoca en lo juvenil; es en gran medida, tributario de la música y el cine, elementos imprescindibles para entenderla. Desmoronamiento de ánimos, preocupaciones de una hornada nueva. Ondisplay 2.0 (2009), de María Fernanda Pasaguay, nos interroga sobre el homoerotismo y los alcances de la modernidad, exponiendo las diferencias entre los actores, pero así mismo los horizontes virtuales (redes sociales en internet) en que cohabitan y cómo llegan aquellos a ser tentados por el poder. Por otro lado, mucho hay de parodia en los recovecos de las aventuras de un publicista guayaquileño en Buenos Aires –La maniobra de Heimlich (2010), de Miguel Chávez–.

En 2008 aparece La memoria corre a mil, de Martha Chávez. La memoria otra vez, pero abordando la tortura de la hipermnesia, o sea, la condición de poseer miles de recuerdos acoplándose a la par. Lo esquizo a lo Funes el memorioso, obviamente, recorre las páginas y, desde la estructura, se intercala una serie de casos, con sus respectivas historias clínicas. Sucesión de imágenes, ciudades, experiencias, casi un infierno. Carolina Andrade brinda Frágiles (2009), una metáfora basada en el vidrio y que da cuenta de nuestra contingencia, de lo perecedero del equilibrio en la existencia humana, constituida por una sustancia quebradiza. El manejo del lenguaje y la adopción de egos virtuales a través de los diálogos son su fuerte. En lo esquizo, las neurosis se trenzan, y es lo que queda en una abuela que habla sola.

Hilvanando una épica emergente de la voz narrativa, Esteban Mayorga ofrece con Vita Frunis (2010) una de las sorpresas mayores en el relato de largo aliento en estos pagos. Se trata de una novela contundente, que erosiona constantemente el discurso de la urbanidad pacata y que, precisamente al hacerlo, se acopla a los decires de la marginalidad callejera de una ciudad andina, aunque tales decires provengan de un adolescente norteamericano inmerso en un mundo de pipas de crack, lisuras y malos hábitos. Pero la novela hace el milagro, y yo creo que tal cosa es posible. Por su lado, Fernando Naranjo Espinoza llega a la novela con Guasmo Sur (2013). Un notable ejercicio que tiene un pie en lo policial, y otro en la exploración de las hablas populares, específicamente de la jerga porteña. Es un relato amalgamado por las versiones de sus protagonistas, con un natural desparpajo.

Óscar Vela, en Desnuda oscuridad (2011), retrata un espectro de sombras, que se mueven en el submundo urbano quiteño. Cuatro relatos donde el criminal Ariel, el mendigo Sócrates, el titiritero albino Moarry y la terrible Imelda mueven sus piezas cada uno desde y hasta su infierno. Cuidado expresivo, ritmos frenéticos. Pedro Máximo y el círculo de tiza (2012), de Marcela Noriega maneja lo onírico como segmentos que se intercalan en el relato y que pespuntan la anécdota doble del autoritario padre y Piedad, la hija que lo evoca y resiste. Historia sucia de Guayaquil (2012), de Francisco Santana, es tributaria del Pedro Juan Gutiérrez de Trilogía sucia de La Habana. Ligada al realismo sucio, funciona tanto como sucesión de relatos como una sola historia. Despliega el mundo maldito del lumpen del puerto, y asume el sexo como tabla de salvación. Hacía falta una novela así.

Conclusión que no lo es

¿Envejece nuestra novela?, ¿se rejuvenece gracias a las temáticas y/o la técnica? Tomo, como José Balza, un término de Richard Rorty, “el giro”, para leer los alcances de la narrativa del siglo XXI: la idea es dialogar con estos textos de manera abierta, siempre política en el sentido de adoptar la novedad, no olvidar lo antiguo o, más bien, recuperarlo. Porque las preocupaciones de las novelas van por la continua exploración de la psiquis humana y el mundo. No solo desde el lenguaje se perfila un abanico desplegado; también desde lo temporal es difícil determinar los límites para este acercamiento: las propuestas se superponen, las voces tienen un pie en el siglo pasado y otro en éste. Se configura una poética de lo inestable y lo excéntrico, o sea, aquello que abandona, de manera consciente, el eje que hace engranar la cultura en un determinado y propio espacio. Si la civilización pretende homogeneizar violentamente las miradas convirtiéndolas en neutrales (manejables por una hegemonía universal), las que mantienen saludable a esta literatura apuntan en sentido contrario.

Notas:

  1. Wilfrido H. Corral, El error del acierto, Quito, Paradiso Editores, 2006, p. 8.

  2. Theodor Adorno, Minima moralia, Madrid, Taurus, 2001, p. 9.

  3. Criterios, N° 35, Centro teórico-cultural Criterios, La Habana, 2007, p. 307.

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