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No es tiempo para tonterías: ya para siempre nos van a faltar tres

No es tiempo para tonterías: ya para siempre nos van a faltar tres
Foto: Jhon Guevara / EL TELÉGRAFO
21 de abril de 2018 - 00:00 - María Fernanda Ampuero. Escritora

O’Brien: «Winston, ¿cómo afirma un hombre su poder sobre otro?».

Winston pensó un poco y respondió: «Haciéndole sufrir».

George Orwell, 1984

 He estado intentando escribir algo lúcido sobre el discurso del miedo y la facilidad que tiene el terrorismo para colarse en las pesadillas de toda la sociedad, pero no puedo. Doy vueltas y vueltas como en un horrible insomnio. Leo ensayos sobre la guerra global contra el terror, sobre la cultura del miedo, sobre cómo una sociedad atemorizada constantemente es más dócil, manipulable y consumista. Todo me parece vano, inútil, ridículo. Recuerdo aquello de César Vallejo: «Alguien va en un entierro sollozando / ¿Cómo luego ingresar a la Academia? / Alguien limpia un fusil en su cocina / ¿Con qué valor hablar del más allá? / Alguien pasa contando con sus dedos / ¿Cómo hablar del  no-yó sin dar un grito?».

A veces lo único que se puede hacer es dar un grito.

Doy un grito: nos faltan tres. 

Y ya para siempre nos van a faltar tres.

Los han asesinado y todos, como espectadores de un siniestro reality, hemos mirado mientras pasaba. Nos prendieron fuego mientras veíamos la llama en la pantalla del teléfono. 

Las vidas de nuestros compañeros Paúl, Javier y Efraín fueron convertidas en ostentación de poder, en algo fácilmente eliminable, en material de desecho si las cosas no resultaban. Eso es de verdad el miedo: sentir que no vales nada, que te pueden cortar el cuello en un instante, disparar la bala del sinsentido contra tu pecho, que todo lo que eres y todo lo que sabes y todo lo que amas no importe.

Maldito sea todo, los imagino tan asustados en esos últimos momentos, convertidos otra vez en niños, que es lo que el espanto hace con las personas. Los imagino imaginando —¿cómo va a acabar esto? ¿Cuándo va a acabar esto? ¿Quién va a acabar esto?—. Y en sus cabezas un horror intraducible: el miedo, pues, al dolor que siempre es peor que el dolor y el miedo a la muerte que siempre es peor a la muerte. Los imagino recibiendo la bala, pensando en ellos y en ellas, sus amores.

Así que, ¿qué importa ahora lo que yo pueda decir sobre el terrorismo? ¿Qué importa ahora lo que nadie pueda decir sobre nada? Abrazados a nuestras rodillas llamamos a gritos a nuestras madres. Da pavor comprobar que las vidas de los nuestros, de los suyos y de los míos, dependen del ánimo de unos hijos de puta que viven para crear terror. La pesadilla es real y tiene coordenadas: se puede sobrevolar con Google Maps. Se ubica al norte del Ecuador, muy —demasiado— cerca de donde usted está, yo qué sé, tomando examen a sus alumnos, cogiendo la metrovía, pensando qué almorzar. Ya no es México, Siria, Afganistán. Ya no es lejos, ahora es en casa. La sombra negra y asquerosa del terrorismo —de la droga que pastorea el terrorismo— ha crecido en nuestro paisito de paz como un hongo y así como un hongo nos está matando.

No, no es tiempo para tonterías.

Paúl, Javier y Efraín han sido asesinados, cortadas las vidas valiosas y buenas por el cuchillo de los miserables, y hoy, sin ninguna duda, el mundo es un lugar peor. La vela que encendieron sus mamás en la ventana para ayudarlos a volver a casa no sirvió de nada. 

Y ustedes y yo, hagamos lo que hagamos, seamos quienes seamos, tampoco estaremos a salvo. Otra vez Orwell, en 1984: «Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando un rostro humano... incesantemente».  

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