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Mis antihéroes: El Centauro y la Penélope en Albura

Mis antihéroes: El Centauro y la Penélope en Albura
14 de abril de 2013 - 00:00

En una tediosa tarde de la adolescencia, caminaba por las calles en busca del sentido de la vida, cuando encontré una pareja de personajes extraviados de mundo. Una pareja de desarraigados auténticos, como Gregorio Samsa, el Quijote, Raskolnikoff. Más que nada como el protagonista de Un artista del hambre, de Kafka, cuento del que Borges dijera que es como un mito, ya que parece haber existido desde siempre. Claro que estos personajes no estaban hechos de palabras sino de carne y sobre todo de hueso, aunque la realidad les quedaba pésimo y más bien parecían provenir de una ficción. Él era un centauro, mitad hombre mitad bicicleta, que daba vueltas y vueltas y vueltas alrededor del parque central. En una pizarra atada a un poste, estaba marcado su propio y añejo récord, de 47 días, siete horas y 25 minutos, al que intentaba batir desde hacía 22 días. Haga sol o llueva, sea de día o de noche, su obligación y ganapán era pedalear y pedalear, forrado de anuncios comerciales hasta en la bicicleta. Incluso su piel parecía publicitar la malaria. Los escasos transeúntes pasaban sin tomarlo en cuenta, como si hubiesen terminado hastiados de verlo, al igual que ocurría con el artista del hambre. Su solo derecho eran cuatro pausas de 15 minutos en el día, lapso en el que, aparte de engullir un par de bocados, dormía como en estado de coma.

 

Su mujer, en el umbral de una raída carpa, parecía un fantasma menudo y cabizbajo. Una Penélope sin ventana y sin techo que tejía y tejía y tejía algo así como un pulóver de varias mangas. De vez en cuando, al pasar frente a ella, el hombre le susurraba algo y en la vuelta siguiente la mujer, moviéndose como en un sueño, le acercaba una naranja desgajada, un jarro de café, un medicamento. Entonces se veía en ella con toda claridad su absoluta desolación.

 

Eso era todo en definitiva. No había una historia desmadejada, pero la atmósfera y los personajes despedían cierta vibración extraña que me suscitó una mezcla de aprensión y regocijo. A esas horas la literatura era un bosque neblinoso, pero algo parecido a un cuervo emergiendo de un huevo se movió en mi interior. No me atrajo tanto la realidad evidente sino aquello que esta ocultaba. Noches enteras transcurrí navegando, dormido o despierto, en la otra realidad misteriosa, críptica, de esa inusitada versión de Ulises y Penélope. Imaginaba al centauro pugnando por batir su propio e imbatible récord, aunque ya no hubiese pueblo donde lo contratasen. Soñaba que el extraño tejido de la mujer crecía monstruosamente entre sus dedos, como si también ella estuviera batiendo un secreto récord. Imaginaba y soñaba que, sin despedirse, la mujer se iba para siempre, mientras el hombre continuaba pedaleando, como dentro del bocal un pez solitario. Pero, sobre todo, me fue invadiendo la hipótesis loca de que entre pedaleo y tejido había una simetría secreta que podía empezar —o terminar— no en el pie del centauro sino en los dedos de ella, pues, podía ser la Infatigable Hilandera de la Muerte.

 

Lo cierto es que mi obsesión, conforme crecía, se fue depurando hasta reducirse a una sola expectativa, superior a la del récord batido: el instante en que el Centauro y su Penélope cesarían sus roles, suprema escena que no podía perderme. El esquelético hombre caminando sobre sus propios pies, en medio de su menuda mujer y la vetusta bicicleta ya desnuda de publicidades. Todo mi tiempo libre, por esa razón, lo pasaba clavado en una banca del parque central. Cada día, al ir o volver del colegio, constataba dos cosas: la relación cada vez más estrecha entre el récord y el informe diario en la pizarra, y el deterioro rotundo del Centauro. Una mañana que casi no salió el sol lo encontré con la calavera boquiabierta clavada en el tórax, los ojos desvaídos y sus pies yertos en los pedales, aunque la bicicleta seguía avanzando por sí sola. Aún le faltaban nueve días para igualar su récord, pero era evidente el fin. Naturalmente, no fui al colegio y sin pestañear ni comer ni beber, me pasé en espera de que el hombre se bajara de su bicicleta o que esta, zigzagueante, como un caballo moribundo terminara derrumbándose con todo y jinete. A las diez de la noche, volví a casa muerto de hambre y, en cierto modo, desilusionado porque el hombre, hasta con cierto ahínco, había vuelto a pedalear.

 

Un manojo de personas, cada cual por su lado, presenciamos el día, la hora y el instante en que convertido en esquelético zombi el hombre batió su récord. No hubo aplausos ni recibió una guirnalda de flores, ni su mujer levantó la cabeza de su tejido perpetuo. Más bien, como si no tuviera otro remedio o persiguiera un nuevo récord imbatible, continuó pedaleando cada vez más muerto que vivo.

 

Una madrugada me despertó el pálpito de que el fin era inminente en ese preciso instante. Me vestí a medias, escapé de casa con sigilo de ladrón y corrí por media calle, oyendo el desaforado galope de mi pecho. Bajo la luz moribunda de los faroles y dentro de un silencio y una soledad atroces, el parque ya no era parque sino un abismo que empezaba en mi corazón.

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