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Los deseos sexualmente diversos y sus adjetivos en las letras de la región

Los deseos sexualmente diversos y sus adjetivos en las letras de la región
Foto: Steven Peice / Unsplash
26 de mayo de 2018 - 00:00 - Pedro Artieda Santacruz, Psicólogo y escritor

Los escritores de América Latina, desde inicios del siglo XX, han usado una lista innumerable de adjetivos y términos, sobre todo condenatorios, para referirse o nombrar a sus personajes gais, bisexuales, lésbicos y transgénero. Autores como el argentino José González Castillo, el cubano Carlos Montenegro y el chileno José Donoso son paradigmáticos. Con una propuesta de resignificación, ya iniciada por Donoso, Pedro Lemebel marca el fin de siglo con un planteamiento lingüístico y político renovada. Herederos del mismo discurso condenatorio, instaurado desde que el término sodomita se utilizó para señalar la diversidad en la época medieval (las crónicas de la Conquista dan fe con su lenguaje del medioevo), los autores ecuatorianos también exponen la homofobia a través de esta y otras palabras como vicioso, degenerado, maricón, invertido, tortillera... Los cambios culturales en torno a la sexualidad han propuesto metamorfosis lexicales, aunque autores como Donoso o Severo Sarduy, ampliamente, se adelantaron.

Reapropiarse del insulto e irrumpir en la lengua es parte de una propuesta que refresca la narrativa latinoamericana, a través de autores como el ecuatoriano Marcelo Báez o el colombiano Alonso Sánchez Baute.

Sodomita, el primero
El término homosexualität fue inventado en 1869 por el activista y jurista alemán Karl Maria Kertbeny, en una carta pública al ministro de justicia de su país al debatirse si en el código penal prusiano se mantenía como delito el contacto sexual entre personas del mismo sexo. Antes se había usado de forma peyorativa la palabra sodomita. Luego de las épocas griega y romana, cuando no se categorizaban los deseos sexualmente diversos ni se señalaban como negativos, «la conducta sexual privada… se vio sometida a la reglamentación eclesiástica… A la conducta sexual “antinatural” que comprendía lo que hoy llamamos homosexualidad, se le aplicó una nueva palabra inventada. La palabra sodomía», dice Francis Mark Mondimore en Una historia natural de la homosexualidad.

El cristianismo influyó en la legislación civil europea y más tarde en las leyes de América durante la Conquista y en la conformación de las naciones. Las crónicas de viaje, que los narradores de las Indias escribieron sobre el nuevo mundo, dejan ver que el término sodomía se utilizó para condenar las prácticas sexuales «antinaturales» mantenidas por los nativos. El historiador Francisco López de Gómara advertía al Rey de España:

Como no conocen al verdadero Dios y Señor están en grandísimos pecados de idolatría, sacrificios de hombres vivos, comida de carne humana, habla con el diablo, sodomía, muchedumbre de mujeres y otros así.

Referencias de este tipo son frecuentes en estos textos. Es un léxico propio de las instancias de poder. Los términos de esta gramática para nombrar a los colectivos que en términos contemporáneos serían LGBTI (aunque las dinámicas de relación y las prácticas sean distintas) se ampliaron desde 1870, cuando la homosexualidad se volvió una categoría psiquiátrica.

El lenguaje «científico» heredó el legado religioso. El sodomita (que nunca dejó de serlo, pues esta palabra ha sido ampliamente utilizada hasta finales de siglo XX), también fue, entonces, el «invertido sexual», expresión utilizada por la medicina para hablar de las personas sexualmente diversas.

Ya en tiempos de la República, legislaciones como la ecuatoriana incorporaron la palabra sodomía, pero de manera literal: «Art: 364. En los casos de sodomía, los culpados serán condenados a reclusión mayor, de 4 a 8 años, si no intervienen violencias o amenazas; y en caso contrario, la pena de reclusión será de 8 a 12…», se lee en el Código Penal del Ecuador de 1906.

Vinculadas a imaginarios de pecado, enfermedad e ilegalidad, los relatos latinoamericanos cuyo leitmotiv es la diversidad sexual o que tienen personajes homosexuales, lesbianas, bisexuales o transgénero, utilizan una serie de adjetivos condenatorios para hablar del deseo diverso y sus protagonistas. Las palabras que dominan la escena literaria de las primeras ficciones latinoamericanas con temática homosexual son sodomita, invertido sexual, vicioso, depravado, pederasta.

Primeras historias de sodomitas
En 1914 se estrenó en Buenos Aires la obra teatral Los invertidos, del dramaturgo y periodista argentino José González Castillo. El protagonista es un aristócrata casado que tiene una relación homosexual con su amigo de infancia, Flórez, quien pertenece a su otro mundo (el de los invertidos). El título de la obra anticipa el tema que constituirá el drama central, y en el desenlace, la muerte de los protagonistas se percibe irremediable.

La muerte y la violencia son ejes principales de las ficciones LGBTI en América Latina en el siglo XX. De hecho la violencia funda la narrativa de la diversidad sexual. En la escena final, cuando Flórez increpa a Pérez haber envilecido su vida, este responde: «Yo no he sido más que un instrumento de tu depravación».

Otro texto significativo y casi olvidado es Hombres sin mujer (1938), de Carlos Montenegro, español criado en Cuba. Antes de narrar con crudeza la vida al interior de una prisión, el autor también alerta al lector sobre el «mal existente», pero ya no en el título sino en el prólogo. Aquí, la voz homofóbica del autor es la voz homofóbica del narrador (Montenegro estuvo preso por años). A continuación, el calificativo fundante: «Pascasio, aún sin control, se movió indeciso, pero el terror de verse envuelto en un enredo de sodomitas lo decidió a aceptar aquella situación». A este adjetivo, citado innumerables veces, se suma otra serie de términos siempre negativos, vinculados al mal, a la enfermedad, a lo criminal. «La pluma» del autor se suelta, entonces, para señalar a estos hombres fuera de ley: «Ahora sabía que estaba allí, entre “leas” y “bugas” como les decían a los pederastas». Y en ese diálogo con lo psiquiátrico y lo religioso se enfatiza en la inversión, la degeneración y lo contranatural: «Se detuvo al precisar que empleaba el género femenino para designar al invertido» o «¡Había tanta degeneración en aquel lugar!... ya que nada había en él que lo impulsase a buscar satisfacción en lo contranatural». Esta historia rebasa en su homofobia a otras obras del siglo con personajes similares.

Loca y hombría
Otra obra, quizás, junto al Beso de la mujer araña (1976) de Manuel Puig, la más aclamada en América Latina con temática LGBTI, es El lugar sin límites (1966) de José Donoso, en la que se encuentran también términos despreciativos, aunque en menor escala. La palabra sodomía muda a otras construcciones lingüísticas. Ahora toman fuerza otras expresiones como maricón y loca.

La condición transfemenina de la protagonista, la Manuela, provoca que el autor, a través de las voces de sus personajes, utilice una u otra palabra ante su ambigüedad sexual. Cuando la Manuela llega por primera vez al pueblo (la Estación El Olivo) donde se desarrolla la historia, es señalada como el «maricón del piano». En otros momentos, las voces homofóbicas de los personajes varones (los machos prototipo de la región), también la condenan con este término. La voz narradora, que se presenta también homofóbica, aunque con menos fuerza que otros omniscientes homofóbicos del continente, va por la misma vía: «La Manuela terminó de arreglar el pelo de la Japonesita en la forma de una colmena. Mujer. Era Mujer. Ella se iba a quedar con Pancho (un camionero atraído por la protagonista). Él era hombre y viejo. Un maricón pobre y viejo», dice con cierta nostalgia cuando enfatiza las diferencias entre la Manuela y su hija.

Cuando la protagonista de Donoso se asume como loca, este término, que en principio es peyorativo, se resignifica: «Tanto hablar contra las pobres locas y nada que les hacemos...». La condena en cambio apunta: «Pancho se acercó para tratar de besarla y abrazarla riéndose a carcajadas de esta loca patuleca, de este maricón arrugado como una pasa…».

Hay otro término, no homofóbico, que también es resignificado. A finales del siglo XX, otro chileno, Pedro Lemebel, plantea repensar el tema de lo masculino, fuera de esa noción cultural binaria —enfatizada por Judith Butler— que marca lo masculino y lo femenino como dos polos opuestos. En Manifiesto (Hablo por mi diferencia), Lemebel anota:

No sabe que la hombría / Nunca la aprendí en los cuarteles / Mi hombría me la enseñó la noche/ Detrás de un poste… Mi hombría la aprendí participando / En la dura de esos años / Y se rieron de mi voz amariconada… Mi hombría fue la mordaza / No fue ir al estadio / Y agarrarme a combos por el Colo Colo / El fútbol es otra homosexualidad tapada / Como el box, la política y el vino / Mi hombría fue morderme las burlas / Comer rabia para no matar a todo el mundo / Mi hombría es aceptarme diferente.

La propuesta lingüística de Lemebel es, ante todo, política. Un cambio de imaginario y de concepciones con respecto a la sexualidad en general.

El vicio en Ecuador
En medio de este panorama de supuestas anomalías, ilegalidad y pecado, los autores ecuatorianos se hacen eco de la homofobia oficial. También proponen una suerte de diálogo e intercambio lingüístico.

El detective preocupado por investigar por qué se mató al protagonista de la historia Un hombre muerto a puntapiés (Pablo Palacio, 1927), Octavio Ramírez, se obsesiona por saber qué clase de vicio tenía el difunto tras leer el Diario de la Tarde: «Lo único que pudo saberse por un dato accidental, es que el difunto era vicioso». Desde ahí, se enraíza este término como un destino lapidario en la ficción local. La novela paradigmática, ¿Por qué Jesús no vuelve?, escrita entre 1929 y 1959 por Benjamín Carrión, construye, por su parte, una escalera de adjetivos, también condenatorios: «elegante depravado», dice la voz narradora sobre su principal personaje homosexual, Enrique Santa Cruz. Se suman tahúr afeminado, maricón, sodomita. Carrión, como Castillo, apuesta por el discurso psiquiátrico: Inversión sexual, expresión convertida en un eje transversal en su texto. Y generando una tensión inesperada, escribe la palabra intersexualidad, que no se vincula en realidad con el tema. El término alude a quienes presentan características biológicas de ambos sexos, algo que la medicina ha insistido en patologizar. En su glosario, el Proyecto Transgénero dice que se trata de los «cuerpos del medio», lo cual demuestra que «no existen dos “sexos biológicos” sino un espectro sexual».

La literatura escenifica cómo el querer nombrar y categorizar las diferencias ha constituido un gran problema. Sobre todo porque el lenguaje, a partir de las clasificaciones sexuales, se ha utilizado para excluir. Por ello, en su gran momento de reivindicación (1969, Stonewall, New York), los movimientos homosexuales estadounidenses asumieron otra palabra para simbolizar su condición: Gay. El término homosexual se había satanizado, a pesar de que su creador lo impulsara positivamente hace cien años.

Volvamos a la ficción. En el corto relato Al subir el aguaje (1930) de Joaquín Gallegos Lara, sus dos personajes montuvios, Cuchucho y Zoila, condenan con su léxico el deseo lésbico: «¡Voj eres tortillera!», acusa el campesino a la protagonista. Y la voz narradora, también desde una postura homofóbica, dice: «la marimacho hizo saltar al estero el rabón de Cuchucho». En su cuento Cara E’Santo (1953), Rafael Díaz Ycaza, asocia, por su parte, homosexualidad con «corrupción a muchos jóvenes». En otro corto relato, Hombre fiera (1992), animaliza, en cambio, a su protagonista transgénero cuyo fin, al igual que en Cara E’Santo, es el suicidio: «Que a nadie sorprenda, que ese hombre que aullaba por las noches… que lloraba a veces por esa horrible equivocación de sentirse hembra siendo macho, de sentirse burra siendo burro, se haya suicidado».

En el cuento Los señores vencen (1968), Pedro Jorge Vera amplía la gama lexical. La voz más condenatoria es la del padre del protagonista, Rafael, quien opta por el suicidio. Dice el padre: «Maricón nauseabundo, ficha de burdel». Y la homofobia interna del suicida escribe: «Enfermo, sin remedio, debo partir… mi drama nauseabundo… si sentiste asco de mi perversión». El narrador omnisciente resalta: «Y de pronto la carta maldita le revelaba que el hijo… era un monstruito repugnante».

Angelote amor mío, de Javier Vásconez (1982), muestra, de la misma manera, su léxico a través de otro difunto, Jacinto: Sodomita empedernido, vicioso, maricón, recordándonos a Montenegro y Donoso. E incluye el término ángel, del cual también se sirvió Carrión: «Enrique Santa Cruz fue la transubstanciación diabólica. Ángel alucinado y fatal…». Carrión, Vásconez y luego Yvonne Zúñiga (1998) en Exhumación dialogan con el discurso bíblico. «Ese ángel o demonio», dice el protagonista de Zúñiga, un sacerdote atrapado por un adolescente. «Demonio de ángel, has convertido tu vida en una reliquia de vicios» (Vásconez). Otra marca para el deseo lésbico viene de Jorge Dávila. En Nuncamor (1984) señala: «Y ves un… un rostro inocente, y tras esa apariencia de niña buena, la perversión». Autores como Lucrecia Maldonado también presentan este tipo de adjetivaciones: «Es marica, hija…», anota en su cuento Ni sombra de lo que eras, cuando uno de sus personajes critica a Roxana, protagonista trans.

La gramática en metamorfosis
Los léxicos van cambiando. Sobre todo a partir del siglo XXI. Cambios de fondo y forma. El amor diverso empieza a naturalizarse. Hay términos negativos que también se resignifican, como hiciera Donoso cuando el cuerpo-deseo condenado asume la palabra: «Sé que esto te va a sonar bien maricón (dice Fernando a Miguel en Salvo el Calvario de Maldonado, 2005), pero necesito decírtelo: te quiero mucho, Fernando, y te extraño bastantísimo». La palabra maricón es vinculada con un acto de amor. Toma un nuevo sentido.

Hay más qué decir sobre esta narrativa, llamada también queer por resistirse al poder. Entre los cambios lexicales se hallan las alteraciones gramaticales, la presencia de neologismos y las irrupciones lingüísticas, necesarios para aquello que excede a la regla. Marcelo Báez inventa la palabra Elella (2013) para titular una corta historia que tiene como protagonista una mujer que se encuentra entre lo femenino y lo masculino. Una década antes, Raúl Vallejo ya se resistió a la gramática con Cristina, envuelto por la noche, en una aparente falta de concordancia. Y aunque no puede plantearse todavía que se trata de una tradición en esta narrativa, el escritor colombiano Alonso Sánchez Baute irrumpe muchísimo a inicios del siglo XXI con Al diablo la maldita primavera. «Hembrito», dice jocosamente, pero con mucho fondo, pues, como Lemebel, su propuesta lingüística también es política.

Autores como Montenegro y Donoso ya rompieron las reglas gramaticales hace más de medio siglo: «Asintió la Morita distraído», escribe el primero. Y aunque con más conflicto Donoso le sigue: «Y él entonces se perdía de vista a sí misma, mismo». Ahora las metamorfosis son más visibles. 

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