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Letras

Lorca: que todos sepan que no he muerto

Estatua de Lorca (obra de Julio López Hernández), ubicada en la Plaza de Santa Ana de Madrid.
Estatua de Lorca (obra de Julio López Hernández), ubicada en la Plaza de Santa Ana de Madrid.
22 de agosto de 2016 - 00:00 - César Chávez Aguilar. Escritor y bibliotecario

Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme, vuela, reposa: ¡También se
muere el mar!

 

Es difícil encontrar en la poesía española una elegía tan profunda y sentida como Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, poema que Federico García Lorca le dedicara a su amigo, tendríamos que remontarnos unos siglos atrás a las Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique. Pero vamos a 1934, Lorca estaba trabajando con La Barraca —ese mítico teatro universitario ambulante que iba por los pueblos de España presentando lo mejor de la dramaturgia clásica española— cuando le llega la noticia de la muerte de Ignacio, cogido por un toro en la plaza de Manzanares el 11 de agosto. Federico siente profundamente la muerte de su amigo, y escribe, a poco de regresar a Madrid, a principios de septiembre, este hermoso poema.

Pero Llanto... no trata solo de la desaparición de un personaje fascinante: torero, escritor, mecenas, dirigente deportivo y académico, sino que además es una reflexión del poeta sobre la muerte en general, y sobre su propia muerte. La reiteración de la primera sección del poema, «A las cinco de la tarde», se refiere a la hora en que fue cogido Sánchez, pero al mismo tiempo se transforma poéticamente en una imagen de la Muerte. Ella siempre presente, siempre recordándonos que está allí, después de cada hecho cotidiano: «Un niño trajo la blanca sábana», viene el recordatorio de la hora fatal; luego de cada hecho natural: «El viento se llevó los algodones», la hora irrevocable se atraviesa; enseguida de la tragedia: «Las heridas quemaban como soles», se enseñorea el fin. El absoluto: «¡Eran las cinco en todos los relojes!».

Pero la muerte no era un tema nuevo en la poesía de Lorca, era algo que lo acompañaba desde sus primeros versos allá en Granada. Ya en un poema de 1918, ‘Canción otoñal’, el poeta dice:

¿Y si la muerte es la muerte,
qué será de los poetas
y de las cosas dormidas
que ya nadie las recuerda?

Ese tema será como un compañero, una sombra que lo escolta como la reiteración de  las «cinco de la tarde» en el poema. En Romancero gitano, y en Poema del cante jondo, los puñales, la sangre, y la muerte están presentes en muchos de los poemas. En ‘Martirio de Santa Olalla’, del Romancero..., se llega a unos extremos de crueldad que despojan a los cuerpos de la paz antes de su muerte. En cambio en ‘Memento del cante jondo’, el poeta mira su muerte como un hecho de libertad: «Cuando yo muera/ enterradme si queréis/ en una veleta». Así, la Muerte en estos dos poemarios está cercana a todos, anda en los caminos, bebe en las tabernas, monta a caballo, viaja en el viento.

En Poeta en Nueva York, la muerte ronda, a veces solapada, a veces patente. En la sección ‘Introducción a la muerte’, su invasión es total:

Todos los días se matan en Nueva York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos,
y dos millones de gallos,
que dejan los cielos hecho añicos.

Pero asoma también en la poesía de Lorca el tema de la muerte como premonición, como un presagio. Claro, esto lo vemos hoy como lectores distanciados por casi un siglo de cuando fueron escritos, pero la poesía alcanza a veces ese carácter profético, por algo es el primer arte verbal, el lenguaje de magos y profetas. El mismo poema con el que abrimos, ‘Llanto’, es un poema en que Lorca se ve atado a la muerte y, en ‘Elegía a doña Juana la Loca’, el poeta asume el papel de la triste reina española, esperando la muerte en Granada en «un retablo de nieve que mitigue tus ansias». Pero es en el personaje lírico de Antoñito el Camborio en el que ese carácter de presentimiento se hace más evidente. Recordamos la captura del poeta en Granada y su muerte en Víznar, poco antes de llegar a Fuente Grande —llamada, por cierto, por los árabes Ainadamar o Fuente de las Lágrimas—. Así, en ‘Prendimiento de Antoñito el Camborio en el camino de Sevilla’, Lorca se ve:

Y a la mitad del camino,
Bajo las ramas de un olmo
Guardia civil caminera
Lo llevó codo a codo.
Y, en el poema “Muerte de Antoñito el Camborio”, se vuelve a mirar:
¡Ay Federico García,
llama a la Guadia Civil!
Ya mi talle se ha quebrado
como caña de maíz

Y retornamos al Llanto..., que es el poema en el que todos los símbolos de la Muerte, de la muerte para García Lorca, por supuesto, se aglutinan: El tiempo («a las cinco de la tarde»), la sangre («dile a la luna que no venga, que no quiero ver su sangre»), el cuerpo dolorido («Contemplad su figura: la muerte le ha cubierto de pálidos azufres/ y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro»). Pero hay también símbolos que van a hacer que la muerte sea trascendente, que su victoria sea discutible: la piedra vista como sepultura pero también como base de donde nacen las cosas (“La piedra es una espalda para llevar al tiempo/ con árboles de lágrimas y cintas y planetas”. Y, un último símbolo, o así lo veo: el canto (“Pero yo te canto./ Yo canto para luego tu perfil y tu gracia./ La madurez insigne de tu conocimiento./ Tu apetencia de muerte y el gusto de su boca”), el canto que es vida, que te recuerda que tras el paso de la muerte, esencial para el hombre, viene la sonoridad de la vida, la única posibilidad de que la muerte no se enseñoree, que justifique el paso de Ignacio, de Federico, de todos nosotros por esta tierra dolorida.

Y, al final, decir como él lo dijo:

Quiero dormir un rato,
un rato, un minuto, un siglo;
pero que todos sepan que no he muerto…

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