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El Telégrafo
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La Isla del Sol, los caminos y los cambios

La Isla del Sol, los caminos y los cambios
07 de abril de 2013 - 00:00

Yola trajina entre los cacharros y víveres de la cocina. La falda acampanada acentúa la redondez de su figura maciza. Al ritmo de sus movimientos, la interminable trenza negra baila una danza laboriosa sobre su espalda. Indiferente a los destellos violetas que el sol le arranca al lago Titicaca en su encuentro crepuscular, Yola habla. Cuenta su visión del mundo, SU mundo, ese paraíso terrenal llamado Isla del Sol donde nació hace 29 años. Parece mayor, cercana a los 40, pero su vitalidad lo desmiente. “En las ciudades la gente llega a la tercera edad muy cansada; mi papá tiene 70 años y trabaja sin problemas en el campo”, dice, como si leyera el pensamiento.

Por cuestiones limítrofes un tanto inverosímiles, como todas las cuestiones limítrofes, resulta que Yola es boliviana. Pero ella sabe, primero que nada, que es aymara. Y que vive en la comunidad Yumani, en el extremo sur de la isla, para más datos. Las pocas decenas de familias que componen su comunidad -al igual que las asentadas en Challapampa, al norte, y las que viven en Challa, en el centro-este- se dedican en su mayor parte a la agricultura. Y al turismo. En tiempos antiguos, la isla era un centro religioso y ceremonial que recibía peregrinos de los cuatro extremos del Tawantinsuyo. Hoy el perfil de los visitantes ha cambiado, y también las motivaciones que los guían hacia este fascinante rincón sudamericano.

Viaje actual

El viaje actual hacia la Isla del Sol, necesariamente, inicia a orillas del lago navegable más alto del mundo, en la ciudad de Copacabana. La que llevaba siglos poblada, con el nombre de Kopaj Kawana -algo así como “mirador del azul”, o “mirador del lago”-, cuando la “fundaron” los conquistadores. Allí donde el realismo mágico dibuja locales comerciales de puertas abiertas, sin dueño ni empleados a la vista durante horas, donde nadie se roba la mercadería. “Salió, no sé cuándo irá a volver”, es la invariable respuesta de los vendedores vecinos, ante la consulta desorientada del turista. No hay dudas, la morena Virgen de Copacabana, patrona de Bolivia, protege a sus feligreses.

Cuenta una leyenda que la imagen de la virgen, tallada en madera por Francisco “Tito” Yupanqui -descendiente directo del inca Túpac Yupanqui-, jamás debe moverse de la catedral. Algo muy malo sucedería en tal caso. Tal vez una crecida del lago devoraría hasta el recuerdo de Copacabana. Quizás los puestos callejeros de recuerdos religiosos dejarían de alimentar a muchas familias locales. O las enormes montañas de ese cereal inflado llamado pasankalla quedarían sin vender. O los visitantes comenzarían a saquear a su antojo los locales vacíos. Mejor no correr el riesgo.

Algunos pobladores y viajeros me recomiendan embarcarme temprano con rumbo al norte de la isla, para luego recorrer a pie los casi 10 kilómetros entre Challapampa y Yumani. En esta última comunidad, dicen, hay más y mejores posibilidades de hospedaje. La extensión temporal del trayecto, dificultado por los 3.800 metros de altura y el relieve montañoso, se modifica con cada testimonio: entre dos y cuatro horas de caminata. Pero todos coinciden en que el paisaje circundante justifica el esfuerzo, incluso si la distancia fuese mucho mayor.

Los rayos del sol son apenas tenues reflejos, alrededor de las ocho de la mañana del día siguiente, cuando hago pie sobre la cubierta de la lancha Titicaca, una de las muchas que cubren la ruta Copacabana-Challapampa. Hace frío y las nubes, bajas, le imprimen su tono plomizo a las aguas. Aunque eso no impide que muchos de los turistas se ubiquen de inmediato en el puente externo, sobre el techo de la embarcación: la promesa de mejores tomas fotográficas no halla obstáculos en el clima.

Cuando ya se consumió una de las dos horas y media que implica el viaje, abandono el calor de la cabina y me uno al grupo del techo. El día comienza a despejarse y el lago copia el celeste del cielo. Del gris al magenta, pasando por incontables tonos de verdes y turquesas, a lo largo de cada jornada el Titicaca muta de piel y personalidad para asombro de quienes pueden observarlo. Su homónima flotante, donde me encuentro, es una Babel con motor fuera de borda: por aquí, un grupo de argentinos toma mate y bromea sobre el peso que lleva la lancha, y la posibilidad de naufragar sin balsa a la vista; más allá, un japonés solitario mira con ojos vacíos mientras no deja de sostener su enorme mochila; a proa, dos rusos de aspecto taciturno hablan en voz baja. Intento dialogar con ellos, en un inglés forzado por ambas partes, pero no son muy conversadores. Habituado a un recorrido que es su pan de cada día, el piloto mantiene el curso de la nave con su pie mientras intenta sintonizar alguna estación de su gusto en una radio de transistores. Su falta de concentración me recuerda el chiste del naufragio y decido mirar para otro lado.

Poco antes de las once atracamos en el amarradero de Challapampa. Nos recibe una pequeña playa de arena áspera y gruesa, que cruje bajo los zapatos. A cierta distancia, burros, cerdos y ovejas que circulan a su antojo por el lugar, husmean con curiosidad. También se acerca una decena de niños que ofrece sus servicios como guías turísticos, cargadores de equipaje, modelos fotográficos o “agentes hoteleros-gastronómicos”. “Te cobro barato”, prometen. Algunos pasajeros, los que piensan alojarse en esta comunidad, aceptan sus consejos y van tras ellos. El resto, en desordenada procesión, marchamos en busca del sendero que lleva al sur de la isla. Luego de trepar un corto trecho, entre casas rústicas y corrales de troncos y rocas que semejan la Tierra Media de El Señor de los Anillos, aparece por fin el espinazo montañoso de la isla. Y da inicio la travesía.

Épocas pasadas

Al contrario de lo que sucede en el siglo XXI, para los peregrinos de épocas pasadas, precolombinas o coloniales, Copacabana no era el puerto principal hacia la Isla del Sol. Se trataba tan solo de una escala de descanso y aprovisionamiento en su marcha. Unos kilómetros hacia el norte de la ciudad se encuentran el estrecho y la península de Yampupata, el punto continental más cercano al extremo sur de la isla, desde donde aquellos viajeros partían en embarcaciones de paja totora que todavía hoy surcan el lago. Su objetivo no era tomar fotografías sino honrar a sus dioses, Viracocha y Tata Inti, aquel que envió a sus hijos Manco Cápac y Mama Ocllo a fundar el Cusco y la civilización incaica.

Según los cronistas de Indias, el imperio contaba en la región con una serie de bodegas y almacenes, denominados collcas, en los que se ofrecía alimento y áreas de reposo para los caminantes. “Viniendo de Yunguyo, llegavan primero a Copacabana, donde cada uno era regalado, según la calidad de su persona, dándoles lo necesario de comida, y bebida, y si eran pobres les dava algún vestido”, escribe el fraile agustino Alonso Ramos Gavilán en su Historia del Santuario de Nuestra Señora de Copacabana, publicada en Lima en 1621. Entre los anfitriones, el religioso menciona a miembros de 42 pueblos dominados por el Inca y reubicados en la zona circunlacustre: chinchaysuyos, quitus, cañaris y cayambis eran algunos de ellos. Además, claro está, de los locales urus, pukinas, collas -grupos que tenían prohibido participar del culto al sol- y aymaras.

Llegados a la isla-santuario solar, los visitantes iniciaban su devota procesión en el Puncu o puerta, para luego recorrer, en un orden que no ha podido precisarse del todo, la Fuente del Inca, Pillco Kayma, Kasapata, Aucaypata, Chinkana y el sitio de Mama Ocllo, hasta llegar a la Roca Sagrada. En todos ellos hacían ofrendas, ritos de expiación de pecados, sacrificios, danzaban, comían y bebían chicha.

“Mientras el recuerdo del tiempo del Inka es benéfico, glorioso e inclusive esperanzador, el recuerdo del tiempo del patrón es funesto y devastador”, me dice Lucy Jemio Gonzales. Profesora de Literatura y directora del Taller de Cultura Popular de la Universidad Mayor de San Andrés, en La Paz, Lucy nació a orillas del Titicaca, en un pueblo llamado Santiago de Huata. Desde 1987, junto con un grupo de docentes y alumnos, ha recopilado miles de relatos orales en distintos puntos de Bolivia, empezando por la Isla del Sol. El fruto de esas investigaciones es una colección de 10 libros, titulada Mitos y cuentos de la tradición oral boliviana. “La Isla del Sol es un importante centro de producción cultural de los pueblos andinos desde tiempos inmemoriales”, enfatiza Lucy.

La historia oral de los isleños sostiene que los incas no fueron hijos del sol, como narra la mitología imperial reproducida desde entonces. Pertenecieron, igual que ellos, al Chamak Timpu, el Tiempo Oscuro o Tiempo Presolar. “Dice que el Inka vivía aquí en el Tiempo Oscuro. Los Inkas salían aquí, viniendo del lado de Perú, en el Tiempo Oscuro. Dice que venían por debajo de la tierra”, le contó doña Santusa Posari, una anciana del lugar, a Lucy Jemio. Al crudo amanecer de la Conquista, siguió el penoso ocaso del incario. Y quedaron truncos todos sus sueños de grandeza y desarrollo: “Esas ruinas hubieran sido lindas casas, pero dice que salió el sol y por eso todo se quedó así nomás”, lamenta doña Santusa, mirando los esqueletos rocosos que dejó la cultura incaica.

Junto con aquella civilización, concluyeron también los tiempos de paz y prosperidad en que los metales preciosos se usaban con fines litúrgicos o decorativos, en lugar de económicos. “Después fue saqueado el oro de los templos del sol / y puesto a circular en lingotes / con las iniciales de Pizarro / La moneda trajo los impuestos / y con la Colonia aparecieron los primeros mendigos”, sostiene el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal en los versos de Economía de Tahuantinsuyu.

Un sendero, muchos senderos

Hoy, a los habitantes de la Isla del Sol no se les permite pedir limosnas. Su orgullo y dignidad se los prohíben. Y cumplen el mandato que rige a sus comunidades desde que el Inca dominaba la región: “Ama sua, ama llulla, ama quella”, es decir, “no seas ladrón, no seas mentiroso, no seas flojo”. Hasta los más pequeños quieren trabajar, ser útiles a sus familias y a sí mismos. El arribo de viajeros es una de las herramientas para lograrlo. Llevo menos de cinco minutos en las arenas de Challapampa, cuando varios niños y niñas se acercan a tratar de fotografiarse conmigo por un precio módico. Metros y segundos después, me impiden retratar a un burro que pace indiferente, si no abono una cuota similar. En distintos puntos del camino hacia el sur, otros grupos “bloquean” el paso para cobrar peaje: pero quieren caramelos, no dinero.

Casi junto al nacimiento del sendero de piedra que conduce a Yumani, hay un baño público. En la entrada, una mujer regordeta vende retazos de papel higiénico, jabón y otros elementos necesarios o útiles para la caminata. Convencido de que una lugareña podrá orientarme con certeza, le pregunto cuánto tiempo demoraré en llegar a destino. “Cuarenta minutos”, dice entre dientes, como masticando las dos palabras. Una hora y media después, en el único comercio que encuentro durante todo el recorrido, vuelvo a consultar. “Cuarenta minutos”, es la nueva-vieja respuesta. No sé si yo camino demasiado lento, o los minutos isleños valen el doble que los continentales.

Alrededor de las rocas que pavimentan el camino, el suelo denuncia su origen volcánico. Es una superficie rugosa, similar a la piedra pómez pero aún más abrasiva. Quizás por esta característica, y por su relieve de costas muy menudas, en la isla no existen vehículos de ninguna clase. Todo se hace a pie, o a lomo de burro. Una gran noticia: quienes huimos del hostil imperio de los rugidos mecánicos y la invasora dictadura de los bocinazos, podemos solazarnos en los hospitalarios susurros de la naturaleza. Gorjeos, balidos, rebuznos, chapoteos... y luego el silencio, esa especie en vías de extinción en las grandes ciudades.

De a ratos, cuando asoma, el sol reverbera inclemente en los minerales del piso y se parte en millones de destellos tornasolados en las aguas del lago. No hay una sombra en la cresta pedregosa de la isla. Solo se ven hierbas y arbustos menudos, bajos, resecos. Insuficientes para guarecerse de lluvias, fríos o calores. Es un territorio dominado por tonos ocres, pardos y amarillos que hacen más fatigosa la marcha. Resoplando, me da alcance un español que conocí en la lancha por la mañana. Con el resplandor de lleno en el rostro enrojecido, comenta irónico: “Por esto deben llamarla Isla del Sol”. El verde y su frescura campean más cerca de las orillas, en las laderas donde los árboles forman corros junto a los sembrados.

En un recodo me espera una de las construcciones sagradas mejor conservadas, llamada Chinkana. Su nombre significa “laberinto”, y el interior de lo que queda de ella demuestra lo acertado del bautismo. Las habitaciones se enlazan unas con otras en una compleja trama, que ahora se simplifica gracias a la ausencia de techos y la posibilidad de espiar las salidas. Se supone que alguna vez esta fue la residencia de las mamaconas, siervas del sol. Pero en este momento, alberga a unos cuantos de mis compañeros de navegación. En un rincón semioculto, con expresión ausente, distingo a los dos rusos poco comunicativos. Sintiéndose a salvo de miradas o presencias incómodas, un momento después los veo tomarse de la mano e intercambiar un tierno y fugaz beso en los labios.

A corta distancia, en la Roca Sagrada, varias muchachas argentinas descansan y se asolean como si estuvieran en una playa caribeña. Un grupo de chicos y chicas vestidos a la usanza Hare Krishna realiza posturas de yoga sobre el que fuese altar de sacrificios. Más abajo, entre las hierbas altas, pequeñas columnas de humo de aroma inconfundible, señalan a quienes meditan o se relajan marihuana de por medio. Lejos del culto exclusivo al sol, la isla hoy tiene espacio para las más diversas espiritualidades, sensualidades y escepticismos. Todos los visitantes parecen encontrar lo que buscan aquí; no importa cuán diferente sea de lo que buscaban quienes pasaron antes o llegarán después. En el sendero único norte-sur, caben innumerables senderos que van y vuelven de todos los puntos cardinales.

Cambio de época

Esos infinitos caminos volvieron a confluir en medio del Titicaca el 21 de diciembre de 2012. Para esa fecha, las profecías mayas anunciaban un nuevo ciclo en la historia. Como tantas veces, hubo agoreros que anunciaron un fin del mundo que jamás sucedería. Pero casi todos los pueblos originarios de América Latina hicieron suyo el presagio original, a partir de sus propios saberes ancestrales. Desde la filosofía andina, ese día fue señalado como el inicio de una nueva era superadora de la anterior: el Pachakutik.

“Llegan nuevos tiempos para recuperar la identidad, formas de convivencia en comunidad e impulsar la convivencia en complementariedad” anticipó por esos días, desde Bolivia, el presidente Evo Morales. Y su gobierno decidió que la celebración de ese hecho en parte cósmico, religioso y cultural fuese en Kona, la bahía más grande de la Isla del Sol. La fecha coincidía, además, con el solsticio de verano, otro buen motivo para honrar al astro rey como no sucedía desde décadas atrás.

El ocultamiento de ciertas prácticas culturales, me dice Lucy Jemio, comenzó durante el Nayra Timpu -el Tiempo Antiguo, o Tiempo de los Abuelos-, cuando la obligada sumisión a las reglas del naciente Estado republicano, supuso la aculturación violenta de los isleños. Y de los habitantes originarios en general. Reducidos a la servidumbre y la discriminación, mantuvieron viva su cultura de manera casi clandestina, solapada, como si fuese motivo de vergüenza. “Esto lo estaban ocultando, no querían que se haga. Gracias al presidente Morales y a nosotros se está respetando”, opinó ante los medios el amauta aymara Francisco Balboa, uno de los responsables de conducir el festejo de diciembre pasado.

Fue el propio mandatario boliviano quien encendió la llama sagrada para el festejo, a bordo de una barcaza de paja totora llamada Tunupa, que recorrió distintas poblaciones antes de amarrar en la Bahía Kona para la ceremonia oficial. Los ritos fueron conducidos, por primera vez, por líderes espirituales quechuas y aymaras en conjunto. A su alrededor, miles de personas de los más diversos orígenes, credos e inquietudes contemplaban todo en armónica convivencia. David Choquehuanca, el canciller boliviano, aventuró que en aquel momento sí se acabaría el mundo. Al menos, ese que todos conocían hasta entonces. Y se ilusionó con un cambio de época más espiritual que cronológico: “Este 21 de diciembre es el fin del miedo, fin de la división, del egoísmo, de la envidia, y es el comienzo de la construcción de la armonía, de la esperanza, de la confianza”, sostuvo.

Más cambios

“Las cosas cambiaron mucho desde que llegó la electricidad, en 2001”. La que habla es otra vez Yola, desde la cocina del pequeño hospedaje familiar que lleva adelante con su esposo Norberto, en la comunidad Yumani. Con el arribo de la energía eléctrica se simplificaron algunas cuestiones y se complicaron otras, como las relaciones sociales. “Los niños ya no quieren escuchar a los mayores ni usar la vestimenta tradicional; prefieren lo que se ve en la televisión”, me dice, sin levantar el tono de voz, pero con la contrariedad a flor de piel.

Yola teme que, con el tiempo, ese camino conduzca también al abandono de otras prácticas, como las relacionadas con los ciclos naturales de siembra, cosecha y reposo del suelo. Los pobladores dividieron la isla en ocho regiones y los cultivos se organizan y rotan entre ellos, en periodos de ocho años. Es su forma de cuidar la tierra que los alimenta y los cobija. Fuera de la isla, opina Yola, eso no se cumple y provoca cambios en el clima. “¿Ves aquellas montañas? Antes las cumbres tenían nieve”, ejemplifica. En derredor del Titicaca, hacia donde ella señala, las crestas de los Andes son escarpadas y grises, o parduscas. Solo unas escuálidas manchas blancas, aquí y allá, denotan la presencia de agua. Junto con la desaparición de la nieve, llegaron calores o lluvias en cantidades y fechas inusuales. Y empezaron a perderse algunas cosechas.

Durante sus 25 años de trabajo recopilatorio de la literatura oral boliviana, Lucy Jemio se encontró muchas veces con fenómenos similares a los que retrata Yola. Nuevas generaciones que menosprecian las costumbres, relatos y leyendas ancestrales; y ancianos que se encierran en el silencio para evitar las burlas o el rechazo. “La educación castellanizante ha conducido a la subestimación y negación del valor de la lengua y de las prácticas culturales propias, provocando una ruptura generacional entre viejos y jóvenes”, afirma Lucy, aunque indica que la Constitución de 2009 busca revertir ese proceso, incluyendo lineamientos para analizar las manifestaciones culturales desde la diversidad y la interculturalidad. Pero, por ahora, los isleños conocen más la televisión que la nueva Carta Magna.

Estoy en el sur de la Isla del Sol hace apenas un rato. Llegué, luego de cuatro horas de caminata, cuando faltaba poco para el atardecer. Me siento agotado y sudoroso, pero con los ojos llenos de colores y texturas imborrables. Dos niños de la comunidad me ayudan a encontrar alojamiento, propina mediante. Se la ganaron en buena ley: sus consejos y argumentos deben estar prohibidos en todos los manuales de mercadeo o relaciones públicas, pero me divierten durante un buen rato. “Acá no te conviene, la dueña es muy brava”, es uno de los más usados.

Además de la voluntad de los turistas, Yola me cuenta que los pequeños suelen pedir una comisión del 20% a los propietarios de los hoteles por llevarles clientes. En caso contrario, los guían hacia otros lugares. Ahora entiendo el porqué había tantas “dueñas bravas” en el camino. “Esos chicos pueden ganar hasta cien bolivianos por día, cuando hay mucha gente”, agrega Yola. La cantidad equivale a unos 14 dólares, cifra nada despreciable si se considera el modesto flujo de dinero en la isla y la edad de los emprendedores.

Lo que nadie, infante o adulto, le advierte al caminante, es que la presencia de electricidad en un sitio no siempre significa alumbrado público. Cuando menos en Yumani. Tras observar la puesta de sol desde un mirador cercano, me demoro más de la cuenta y la noche baja su cortina de penumbras sobre mi cabeza. Las únicas luces brillan dentro de las viviendas, pero no alcanzan para distinguir los senderos a su alrededor. A tientas, trato de encontrar el rumbo hacia el hostal cuando la cerca de madera de un chiquero me cierra el paso. Su inquilino gruñe y, de la casa lindera, salen varios niños para averiguar qué sucede. Les pido indicaciones para llegar a destino. “No sé por dónde ir, está muy oscuro”, argumento. “Sí, es que es de noche”, me responde uno de ellos con toda naturalidad. Menuda lección: a esas horas, lo lógico es la oscuridad. Solo los citadinos, con nuestras percepciones distorsionadas a fuerza de vatios y voltios, creemos que las calles se iluminan automáticamente después del crepúsculo.

De nuevo en el albergue de Yola, el relato de mis peripecias nocturnas es mi excusa para escuchar sus propias impresiones sobre los turistas. Algunos, se queja, se niegan a pagar un plus por bañarse varias veces al día: el agua de Yumani -que no tiene servicio domiciliario, como sí ocurre en Challa y Challapampa- se sube a lomo de burro, o a brazo de hombre, desde las vertientes naturales que surgen al pie de la Escalera del Inca. Cuatrocientas gradas de ida y otras tantas de regreso, con decenas de litros entorpeciendo la marcha. La higiene del cuerpo no siempre purifica el corazón ni hace florecer la empatía.

A los locales también les molesta la cantidad de desperdicios que muchos visitantes dejan a su paso. Pude comprobar sus malas artes en mi recorrida por la isla. Hace varios años, me dice Yola, un mochilero japonés trató de corregir eso. “Estuvo tres días acá. Salía cada mañana con una palita y un basurero, a juntar la basura que encontraba por los caminos. Llenó tres bolsas enormes y después se fue”, evoca Yola. En ese tiempo no conversó con los locales más que por señas, porque no hablaba castellano. Nadie supo, ni sabe todavía, por qué usó sus vacaciones para una cruzada personal por la limpieza de la Isla del Sol.

Luego de una noche apacible, con la salida del sol me preparo para partir nuevamente hacia Copacabana. Mientras desciendo los centenares de peldaños que componen la Escalera del Inca, rumbo al embarcadero, me cruzo con hombres y mujeres que guían recuas de burros que transportan agua o víveres. Ya en la lancha de regreso, al tiempo que la isla se va empequeñeciendo, no dejo de pensar en los caminos y saberes que se cruzan y bifurcan sobre ella. Las costumbres y narraciones ancestrales. La invasión televisiva. Los manejos políticos. Los turistas con su curiosidad, sus búsquedas, cierta tacañería y algo de descuido. Y no estoy seguro si encontré realmente a la Isla del Sol o solo vi lo que quise ver. Como tantos otros.

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