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El Telégrafo
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La escena en tres escenas (indie, electro y dark)

La escena en tres escenas (indie, electro y dark)
28 de octubre de 2013 - 00:00

El underground quiteño no es (necesariamente) una galería de garajes laberínticos con destino al Grammy Latino. El underground es el camino de links y likes que uno sigue hasta que llega a un concierto donde te encontrarás por lo menos con un par de personas conocidas. No solo hay festivales grandes como el Quitofest (que nació hace rato, en 2003, y se volvió un gigante a veces redundante). También hay una serie de bares y locales nocturnos donde tocan las bandas nuevas –Catekil, La Estación, El Aguijón…–, y quizás es ahí donde se cuece el próximo fenómeno del rock contemporáneo de la capital. (Suena un poco lejana la palabra fenómeno; parece que no la hemos usado desde los rosados e hipertelevisados días de Kiruba). Sin embargo, no hay por el momento grupos nuevos tocando en vivo todas las semanas (pero existen, como en El Pobre Diablo, solistas y grupos no tan nuevos tocando cosas nuevas, o renovadas, con frecuencia). Del doble click se llega al show, al mosh, a comprar el nuevo CD autogestionado y, ¿de ahí?… Buena pregunta.

Hubo –y hay– muy buenas bandas reducidas a una discografía de dos o tres álbumes (Tanque, El Retorno de Exxon Valdez, Can Can, Sudakaya…) ¿Hacen falta más discos o ese es el volumen de producción que nuestro circuito alternativo requiere y soporta?

Si bien el mainstream ecuatoriano no es tan mainstream que digamos –aquí no contamos con una gran industria musical de exportación o un consumo de lo local al nivel de México o Argentina, por ejemplo– el under no solo quisiera ser una alternativa musical, sino también cultural ¿Alternativa a la imbatible goleada sociocultural del fútbol?, ¿Alternativa a Juan Fernando Velasco & friends?(1) Quizás ese sea su planteamiento y su secreta ambición (así sea consciente o no): ser una alternativa a lo que se entiende como entretenimiento y a lo que más se ha escuchado en la radio o más ha sido visto en la televisión. La interacción multimedia y la difusión web parecían la respuesta de la música subterránea ante la hegemonía radiofónica de la baladita pop. La venganza apocalíptica del monitor de laptop contra la pantalla de Tv.

¿YouTube Killed The Radio Star?

Podríamos poner el caso de Delfín Quishpe y responder que sí (pero la respuesta valdría solamente por un momento, enseguida pasaríamos a la “joda” que fue, por ejemplo, su presentación en el programa de Marcelo Tinelli). O podríamos excavar en las cavernas cada vez más digitales del underground y encontrar que buena parte del underground aún quiere ser underground (y que la tecnología le permite seguir siendo underground incluso si una u otra banda ha alcanzado una popularidad relativa). Como argumenta David Byrne –exlíder de la agrupación estadounidense Talking Heads– una y otra vez en su libro How Music Works (Byrne ha colgado por un momento su guitarra indie y se ha convertido últimamente en una Writing Head), la música –cualquier género de música– debe adaptarse a ciertos formatos. Los músicos deben ajustar su capacidad creativa a modalidades culturales, financieras, tecnológicas y hasta arquitectónicas; solo así podemos entender cómo funciona la música o el rock y por qué funciona como funciona.

Incluso habría que preguntarse: ¿qué significa funcionar?

Y aquí cabe enumerar una serie de interrogantes: ¿un grupo es un buen grupo (o un gran grupo) si es que su música le gusta a las chicas?, ¿es suficiente ser cool y/o ruidoso para funcionar en el underground?, ¿es una buena idea hacer de la música nacional un referente irónico?, ¿hay que contar necesariamente con un vocalista carismático y de buena voz? (Siempre que escucho a Bob Dylan, a Serge Gainsbourg o a Leonard Cohen me pregunto qué significa tener una buena voz).

Guitarras en alas de Cuervos

Sebastián Salvador no tiene una buena voz. Dado el caso, no hubiera sido elegido para ser parte de Operación Triunfo (¿existe todavía algún sobreviviente de ese sobre-producido y cursi reality show?). Junto a su hermano Ricardo sepultaron a su anterior agrupación, llamada Fragua, para renacer y bautizarse como Cuervos. El cuarteto se completa con Santiago Robayo en la guitarra y Andrés Álvarez en la batería. Sebastián es el cantante y guitarrista, su hermano toca el bajo y la melódica. Cuervos, con su sonido limpio, sus guitarras angulares y sus letras cargadas de imágenes –a veces angustiosas–, no necesita de una buena voz. Necesita de una voz que susurre en tonos grises o que se desgarre por dentro (aunque con cierto distanciamiento irónico) en líneas como las de la canción El perro y la catedral: “Despierto en una banca y el ruido de hambre arranca una rutina amiga de los días”. Y gracias a Sebastián Salvador, cuentan con ella.

Contar con una buena voz no siempre es lo mismo que cantar con una buena voz.

El álbum de Cuervos lleva el título de Cuervos (¿redundancia o fascinación con el concepto de las aves de rapiña que también obsesionaron en su día a Van Gogh y a Edgar Allan Poe?). Al abrir su página www.cuervos.com.ec se puede oír el graznido de –¿adivinan?– cuervos al aire libre mientras se escuchan sampleos de las 10 canciones que contiene el disco (en el fondo de pantalla es posible ver a los integrantes del conjunto en un maizal como si fueran… ¡cuervos!). El grupo presentó este primer trabajo de estudio (cuyo diseño gráfico ilustra la insistente cuervedad del grupo) en el bar-discoteca Psycho Circus. Se trata del mismo sitio donde se podía saltar a ritmo de Los Fabulosos Cadillacs y bandas afines cuando se llamaba La Bunga a comienzos de los años 2000; al igual que los ex Fragua (que se anclaba en un sonido folk rock) el local ha renacido y se ha rebautizado, esta vez con un concepto de un circo entre underground y trashy.

El sonido de Cuervos se escucha fresco. Hay en su estilo ecos de ciertos temas de Queens of the Stone Age, pero ellos insisten en una amplitud de referentes que van de Cab Calloway (cantante de jazz de big band de los años treinta) pasando por The Smiths y The Coral (sí, Cuervos es muy The Coral) hasta llegar a Yann Tiersen (el autor de la banda sonora de la película francesa Amélie). Hay en este grupo una clarísima voluntad de sonar renovados y diferentes (a la final se trata de una exbanda queriendo ser una nueva banda). Los integrantes van de los 32 a los 39 años y están conectados a la actualidad pero (gracias a cierta madurez posdistorsión-por-la-distorsión) no a la actualidad-por-la-actualidad. Sus canciones no llegan a ser muy rápidas (si por rápido entendemos una sacadera de madre metalera o el veloz un-dos-un-dos punkero) pero sí movidas. Nunca se entregan del todo al virtuosismo instrumentalista o a los cambios de tiempo del rock progresivo. Este equipo sonoro prefiere el juego de riffs y acordes a los largos solos de guitarra, aunque a veces desarrollan pa(i)sajes no cantados que cargan de una amplitud atmosférica a algunos de sus temas.

Son las 11:00 P.M. y Psycho Circus no se ha llenado. Es la noche de la presentación del primer álbum de Cuervos pero hay suficientes personas como para llenar la fosa que se abre frente a la tarima. Personas relajadas y listas a moverse tanto como a escuchar, espectadores curiosos –incluidos unos estudiantes de fotografía– y muchos amigos de la banda como, por ejemplo, el productor del disco (e integrante de Can Can) Daniel Pasquel. Ya ha abierto el show Miss Goulash (esa banda de guitarras adictas a Pixies que canta “¡ge ge ge geisha!”) y ya los cuatro cuervos suben al escenario. Su música habla por ellos, su actitud en escena es un tanto reservada, el show extrovertido no es para Cuervos, ellos se mantienen tras sus instrumentos, en sus instrumentos, como en un sobrevuelo. El centro es la música y en el núcleo de ese centro una textura que juega a la monotonía pero que, bien escuchada, termina por envolverte en sus variaciones. Guitarras sigilosas que sobrevuelan las estructuras libres de Sonic Youth pero sin hundirle el pico.

Ricardo Salvador, quien también se dedica al diseño gráfico, describe el estilo sonoro de Cuervos: “No es una banda tan abrasiva como para evitar que un niño la escuche, pero no tan inocente como para creer que sería buena idea hacerlo”. Me parece una definición muy atinada; una de sus canciones se llama Danza Macabra y en Hijo de la Libertad, la letra se cierra con una frase categórica: “Eres un hijo de perra”. 

Estereo Humanzee: una odisea del ciberespacio

Estereo Humanzee es otra banda que se ha enchufado –en más de un sentido– a la metamorfosis. Su mutación musical va de un estilo más roquero y popero en su disco anterior, Oliver, a un sonido más electrónico en su más reciente trabajo, titulado Entropía. La palabreja es una referencia a un principio de la termodinámica –o sea de la física– que nos dice lo que confirmamos cada vez que vamos a un rave: todo tiende al desorden y mientras más tiempo pase habrá más y más desorden.

Esta agrupación ha encontrado lo que parece una solución al rockcentrismo nuestro de cada día: a Estereo Humanzee le han crecido chips para que nunca sobren guitarras. La banda cuenta con toda una iconografía emparentada con la ciencia ficción, su música y sus videos colgados en YouTube parten de una especie de fetichismo high tech. Varias de sus canciones son una invitación al trip: “El viaje va a empezar y el mono espacial te invita a embarcar”, dicen en el tema Mono Espacial. Son tres: Diego Recalde (Dr. Chikito), Andrés Lópex (El Chacal) y Enrique Vela (Erick el Rojo). Cuando se presentan en vivo se arman de computadores, consolas electrónicas, sintetizadores, guitarra eléctrica y trompeta. A veces, el trío (que, en ocasiones, incluye a más músicos en sus presentaciones) usa trajes flojos y brillosos que simulan los de un astronauta o los de un equipo contra la radiación. Electroficción de laptop.

Son cerca de las 8:00 P.M. en la estación del Trolebús en la Villaflora, sur de Quito. Estereo Humanzee se afina y se conecta pues están a punto de musicalizar una obra de danza (junto a Corpodanza) y teatro (junto a Colectivo Zeta) como parte del proyecto Arte en el Trole. Eso que llaman la “apropiación del espacio público” para referirse a tocar música o hacer performances al aire libre le viene bien a esta banda. No ocupan mucho espacio (es suficiente una mesa mediana donde se instalan con sus aparatos El Chacal y Erick el Rojo; y un trípode con micrófono para Dr. Chikito) pero su música crea una atmósfera que es capaz de cargar el lugar con toda una variedad de vibraciones. Ellos las llaman “sonidos electroacústicos que generan un ambiente electro-house / clash”.

Cuando suenan parece que hubiera más músicos. ¿No es ese uno de los elogios que se les hace a las buenas bandas?

En Estereo Humanzee hay una esquizofrenia estilística (un Dr. Jekyll y un Mr. Hyde): el rock y la electrónica. ¿Cuál es el humano y cuál la bestia? Del lado del rock citan a Joy Division, a Franz Ferdinand, a Interpol. Y en la otra esquina agrupan entre sus influencias a Daft Punk (primerito), LCD Soundsystem y The Presets así como a los mexicanos Kinky (quizá ese es el sonido al que más se parecen). Al sumarle sus ambientaciones a una obra que junta la danza y el teatro alrededor de la figura griega de Prometeo, esta agrupación da en el clavo tanto sonoro (pues son buenos para musicalizar y ponerse en segundo plano, de hecho han realizado música para cortometrajes del INCINE) como mitológico. Robar el fuego de los dioses (aunque ya hayan muerto o sean menos populares que The Beatles), de eso se trata el rock y sus electro-ramas.

Bajos que recuerdan los días disco, bits que riman con el beat, la guitarra como un acompañante de viaje y no como héroe épico al que hay que sentarse a observar y esperar (a veces no se valora la habilidad de Jimmy Hendrix, por ejemplo, para ponerle punto aparte a los solos de guitarra eléctrica). Eso es lo que oye la gente que, a esta hora, se embarca o sale de los trolebuses en la estación del sur. Algunos se quedan y rodean a Estereo Humanzee, pues ya ha acabado la presentación teatral y el conjunto empieza a tocar, mezclar y cantar. Quizá sin buscarlo, el escenario sirve como metáfora de la filosofía musical del trío. Desplazamiento, conexión, evasión digital. 

‘Hubble’ es la canción que ellos destacan de su álbum Entropía. El telescopio que nos transmite “las maravillas del universo” –al decir de Enrique Vela– permite a Estereo Humanzee hacer de temas científicos un pretexto para bailar. Ecuaciones para la pista, no para el pizarrón. Esta no es una fantasía en la que Stephen Hawking hace de DJ y todo se vuelve una broma. Esto es un videojuego ciberespacial con pista de baile. Electroshocks de rock.

Cuatro contra el ‘dark’ de cajón

Daniel Armas (su apodo y nick virtual es Porris Head) parece el protagonista de una película de Tim Burton. Es delgado y de cabello largo, tiene los ojos delineados, toca la guitarra reconcentrado pero con furia (quizá enfocado en producirse furia). En el escenario, su look emparenta al zombie con el guitar hero. Porris es el fundador de Drama junto a la baterista Andrea Silva. En Drama no hay melodrama, hay drama justamente. Drama cantado en inglés. El grupo de metal alternativo lo conforma, además, Alejandro Sánchez en el bajo y Fátima Almeida en las voces. Y si digo “las voces” es porque Fátima –vestida de negro y rojo, con botas y medias nylon rasgadas– puede ir de lo que parece un secreto al oído (aunque siempre amplificado) hasta el desquicio de una sierra eléctrica.

Son las 10:30 P.M. en Casa Pukará y hay pocas personas, una veintena de espectadores se ha quedado para ver a la banda colombiana Steelforce. En realidad se trata del concierto conjunto de varias bandas, entre ellas y entre otras: McClane, Malahue y Narcosis. Dice mucho, sin embargo, que sea Drama quien cierre este maratón de hardrock. Cuando las dos chicas y los dos chicos de Drama suben al escenario, la audiencia aumenta. Dos más dos es más que cuatro. Suenan unos golpes de baqueta, la banda empieza a tocar y (en el pequeño local repleto de grafitis que se ubica muy cerca del edificio de la Asamblea Nacional) empiezan a moverse las cabezas. Nadie sabe qué hacen a esta hora los políticos, aquí hay alaridos inconformes con (casi) cualquier sistema. Al menos mientras dura el show.

En medio de este cataclismo dark, la baterista lleva el ancla de piedra de esta banda de metal. Andrea me recuerda a la encargada de los tambores de The White Stripes, Meg White. No es el estilo de la música ni el hecho de que sea mujer, tampoco el look (pues es despreocupado en Andrea y coreografiado en Meg). Su manera de tocar es un tanto mecánica, pero la insistencia de sus remates es precisa y propulsa a la banda al crear un cimiento rítmico muy sólido. Menos es más (a veces, incluso, menos es todo). El resto se encarga de la locura, Andrea subraya frases, señala desvíos y derrumbes. Mantiene a raya a los perros con rabia.

Uno de los arcos dramáticos del metal va del ocultismo al gore. En ese trayecto se cruzó en algún momento el art rock. Bandas como Tool, por ejemplo, se colaron en el tablero de ouija del heavy metal. Drama cuenta a Tool entre sus referentes (eso se nota: “tratamos de no seguir un patrón, cada canción es una nueva aventura”, dice Andrea). También incluye en la lista a Day of the New, Rage Against the Machine y Alice in Chains. Además, a Marilyn Manson y a Depeche Mode. El conjunto no solo es fuerza, también es notable su sutileza. La guitarra y el bajo no son un ruido machacante que no para. Hay matices y solos ubicados en espacios en los que la vocalista calla y se retira con su lírica directa y que denuncia la falsedad –en canciones como Fake y Drama Queen– para luego volver con violencia. Más violencia que antes.

Los integrantes de Drama van de los 26 a los 29 años. Sin importar su imagen de músicos hard, no se trata de un conjunto de fundamentalistas del metal. Ellos no dividen el mundo y la música en: metal y basura. Saben escuchar y saben crear (y para lo uno hay que saber hacer lo otro). Su método es sencillo: improvisar hasta que algo suene bien, detenerse y desarrollarlo. Darle vueltas a la idea hasta que salga de la caverna oscura y se vuelva una canción oscura. Esta es la metodología (Radiohead la llama así, tan académicos ellos) que aplica Drama ahora que se encuentra trabajando en su primer disco. Hay en su show en vivo una plasticidad y un sentido de lo teatral que a otras bandas pesadas no les va muy bien. El metal a veces es dramático en exceso, convulsamente trágico, dark sin modalidades (y, a veces, ese exceso puede ser su encanto).

Drama es definitivamente dark, pero no tan dark como para no calzar en un artículo junto a bandas indie o electro. (Del punk ya se ha hablado demasiado. Parece que eso es asunto del más reciente cine ecuatoriano).

 

NOTAS

1. Y sin embargo, la a veces endogámica escena musical de Quito permite que, por ejemplo, el vocalista de Tercer Mundo (Felipe Jácome) haya sido el ingeniero de sonido de un álbum de El Retorno de Exxon Valdez (grupo irreverente de punk), dos bandas separadas por estilos muy distintos y, sobre todo, una moral divergente. O al menos eso se puede leer en la contratapa del disco de 1999 Los Greatest Hits.

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