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El Telégrafo
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La creatura que venció el olvido

La creatura que venció el olvido
28 de octubre de 2013 - 00:00

La joya de Génova es su cementerio. El resto es un puerto desolado en donde surfean legiones de ratas negras y cavilan algunas hermosas embarcaciones del tiempo de las carabelas. Su manojo de callejuelas tejen una asfixiante atmósfera que sugiere Alcatraz o la Isla del Diablo, cuyos únicos habitantes eran los reos condenados a cadena perpetua. Será por eso que cuando se la abandona uno tiene la sensación de estar huyendo, como lo hizo Papillón, el fugitivo francés, cuya historia en forma épica la replicaron en el cine los colosos, Dustin Hoffman y Steve MacQueen. Pero, volviendo al cementerio de Génova, es sin duda alguna el más hermoso y sobrecogedor de Italia, de Europa y quién sabe del mundo, pues, allí, los grandes maestros de la escultura hallaron el alma del mármol y la inspiración para erigir un homenaje material a la devastación que significa el Fin de la Vida. En sus ámbitos, la muerte es dueña y señora y se la siente, glacial, palpitante y más imponente y que cuando anda suelta, arrastrando los tristes tereques de su oficio.

Pues, en ese cementerio ocurrió una historia que terminó convertida en  leyenda. Una vendedora de muñecas de trapo del siglo diecinueve, que logró vencer al olvido. Se llamaba Renata y a los trece años fue atropellada por un carromato que la dejó para siempre coja e impedida de tener descendencia. Un día, visitando la insignificante tumba de su madre, sus rutinarias lágrimas se interrumpieron de súbito a causa de un dolor en el pecho: si ella se fuera de Génova o si se muriera, nadie en el mundo visitaría aquella tumba. Nadie la alegraría con un par de flores ni limpiaría el rectángulo oscuro del nicho y el polvo suprimiría su nombre. Le aterró esa idea, pero no estaba pensando en su madre sino en ella misma. En su propia muerte o, mejor dicho, en el futuro de su futura muerte, que sería más desoladora que la de su madre, quien al menos tuvo esa hija que la recordaba y más que nada cuidaba su tumba. En cambio ella, la Renata de las muñecas de trapo, era totalmente sola.  Aquello significaba que al morirse se borraría no solamente su vida sino incluso su muerte. Esta idea le resultó tan inconcebible y desoladora que desde entonces dedicó su vida a un solo propósito: tener una tumba, pero no en el pabellón B, del cementerio de Génova, en donde estaban los nichos con nombres cada vez más borrosos, tumbas condenadas al olvido y, lo que era peor, a ser vaciadas para recibir muertos frescos. Renata quería tener una tumba en el pabellón A, que era un paraíso de mausoleos. Carrozas tiradas por alazanes casi vivos subiendo literalmente al cielo. Legiones de arcángeles llamando con sus cornetas al juicio final. Esculturas del difunto en su lecho de agonía, rodeado de su entrañable familia y todos en tamaño natural. Incluso la misma muerte, inmensa, volátil, cubierta su terrible faz con un velo de mármol negro. Un paraíso creado por maestros escultores de renombre, que invertían años en convertir el frío mármol en esas joyas provenientes del amor a la vida y el temor a la muerte. Un paraíso destinado a los muertos aristócratas y grandes comerciantes, piratas y filibusteros que habían escrito con sus vidas, sus fortunas y sus fechorías, la historia de Génova.

El sueño de Renata era una tumba de la que se desprendiera un carruaje con cuatro caballos precedidos de una hueste de ángeles en mármol blanco, donde ella estaría dormida como la bella durmiente, viajando al cielo. Un sueño así debía costar mucho, se dijo Renata, así es que sin perder un segundo, se entregó al trabajo y al ahorro. Apenas amanecía se la encontraba ya recorriendo la avenida Garibaldi con su vaivén de canoa y su canasto lleno de muñecas. Cada noche regresaba a su bohardilla con la canasta vacía y una bolsa con restos de comida que le ofrecían en las fondas del puerto. Cada noche, antes de dormir soñando en su tumba, constataba el incremento de sus ahorros.

En la víspera de sus cincuenta años visitó a un maestro que había esculpido los mejores mausoleos del sur de Italia. El maestro le explicó que su sueño era irrealizable, puesto que se necesitaba de años para esculpirlo y su costo le implicaría vender muñecas de trapo unos trescientos años. Hubiese querido morirse en ese instante, pero justamente no podía. Tenía que seguir viva y por supuesto trabajando sin descanso. Poco a poco, fue eliminando de su sueño un ángel, un caballo, o achicando el carruaje, hasta que en su proyecto no quedó sino su nombre en letras góticas doradas y en mármol blanco un ángel tocando la lira sentado sobre su tumba. Volvió donde el maestro, quien le dijo que su encogido sueño costaría tanto como cincuenta años más de trabajo. Renata, entonces, decidió vivir más de cien años, naturalmente trabajando hasta el momento del último suspiro. Que no lo esperó tanto, ya que pocos meses después se la encontró muerta en su cuchitril. Yacía tirada sobre un charco de su misma sangre, en medio del revoltijo causado por el truhán que además de asesinarle robó sus ahorros.

Pero, así son los caprichos de la vida y las concesiones de la muerte cuando se las da de buena: un imponente corcel y dos ángeles en mármol blanco, todos en tamaño natural y rumbo al cielo, se ve para siempre sobre la tumba de Renata, además de su nombre en letras doradas y en tres líneas su heróica historia. Esa excepcional ofrenda fue el trabajo de graduación de los brillantes alumnos del maestro escultor. Y, como si esta maravilla para el sueño de Renata fuese poco, desde hace más de un siglo recibe la visita de gente de todos los confines del mundo, atraídos por su grandiosa tumba y su leyenda.

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