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Ilustración: ese ‘dibujito’ que nos acompaña

Imagen: Benjamin Lacombe. Tomada de la web http://inkultmagazine.com/
Imagen: Benjamin Lacombe. Tomada de la web http://inkultmagazine.com/
16 de febrero de 2015 - 00:00 - Carolina Bastidas, Máster en Literatura infantil y librera especializada en textos ilustrados

Muchas veces tomada como la amiga molesta e innecesaria del texto, competidora de la trama, antagonista de la imaginación, la ilustración en libros sigue siendo asociada en ciertos espacios como una compañía más. Un paratexto que, unas veces, hace guiños sobre la historia y, otras, la desvirtúa totalmente.

Pensada como una invención del mundo contemporáneo, en realidad la ilustración ha acompañado al texto a través de letras capitulares y márgenes grabados desde la Edad Media, cuando monjes copistas, encerrados en abadías, iniciaban el detallado y fino arte de la ilustración, llamada, en ese entonces —y con razón— iluminación. ‘Iluminar’ el texto resultaba una tarea parsimoniosa y reflexiva, no exenta de consecuencias físicas por la posición que adoptaban los monjes —cabeza gacha, espalda encorvada, ojos bien abiertos y cabeza despejada—. Todo un arte que se entendía necesario para acompañar al texto y, muchas veces, más importante debido a su carácter explícito y la rapidez con la que transmitía el mensaje. Así, a la ilustración se la encontraba en sagradas escrituras y transcripciones de obras griegas y romanas, haciendo de su uso algo exclusivo. Más tarde, la ilustración, como compañera inseparable del texto, se expandió al pueblo a partir de libros ‘populares’ o chapbooks, en el siglo XVII, donde se retrataban hechos de la vida política y social.

Sin embargo, las ilustraciones, debido al natural modo explicativo y referencial al que aludían fueron asociados con la enseñanza y, por ende, con un destinatario específico: el niño. Aunque el libro ilustrado para público infantil es, hoy en día, un fuerte género editorial, su origen se remonta a la aparición del Orbis Pictus (siglo XVII), del monje checo Jan Amos Komenski, quien creó una enciclopedia de enseñanza del latín con imágenes estáticas y móviles, rompiendo todos los cánones establecidos hasta entonces sobre la relación texto–imagen como medio para llevar un mensaje determinado a un público específico. El Orbis Pictus o ‘mundo pintado’ estableció las bases para innumerables imitaciones que labrarían el camino de lo que actualmente conocemos como libro ilustrado. Además, la relación que expuso sobre texto e imagen revolucionó la educación de su época, cambiando la forma en la que se educaba a los niños.

Pese a esta innovación y supuesto salto educativo, la obra de Komenski despertó una necesidad social que se mantuvo hasta mediados del siglo XIX: el libro como herramienta pedagógica y moralizante. Así, los textos o cuentos de advertencia cobraron popularidad ya que enseñaban, de una manera rígida, cómo debían comportarse las niñas y niños. Y, para crear un mayor efecto en el receptor, se utilizaba la ilustración como medio atemorizante sobre las consecuencias nefastas que los niños mal portados tendrían que soportar. Para finales del siglo XVIII, ya eran de conocimiento y circulación general, casi obligatorios, para la vida dentro de la sociedad. Tendría que pasar un siglo, hasta finales del XIX, para que los primeros esbozos sobre el concepto de la infancia salieran a la luz y el mundo adulto comprendiera la diferencia e importancia del desarrollo de un niño, traducidos en la creación de obras puramente estéticas como Alicia en el país de las maravillas, La isla del tesoro y, sobre todo, los llamados cuentos de hadas, recopilación de narraciones orales realizadas por Jacob y Willhem Grimm, destinadas a público adulto pero rápidamente adoptadas por los más jóvenes.

La técnica como fuente de inspiración

Desde que se concibiera al libro infantil como tal, la ilustración fue desarrollándose, evolucionando, cambiando y enriqueciéndose de técnicas tan diversas como los personajes a los que acompañaban. En un inicio el grabado en madera fue la técnica principal de la ilustración, con exponentes como Thomas Bewick y su representante insigne: Doré. Más tarde, con el negocio editorial establecido y en auge, Inglaterra toma la posta realizando publicaciones de pequeño formato, ediciones cuidadas y finamente trabajadas, esta vez, con la acuarela como técnica predominante y con Beatrix Potter, la autora del icónico personaje infantil Peter Rabbit, a la cabeza.

Luego, el mundo editorial dedicado a la infancia experimentaría con aguafuerte, pluma y tinta, lápiz coloreado y, los más populares en la actualidad, acuarela y acrílico. A partir del siglo XX, resulta imposible —o una tarea inacabable— nombrar a todos los artistas que contribuyeron al avance en la ilustración. Su trabajo fue variado y enriquecido por las corrientes de cada época. Hoy, la técnica mixta es la que más se usa y, precisamente, la que más atrae al público infantil: imágenes realizadas por ordenador se mezclan con personajes a lápiz; escenarios representados en collage de fotografías se funden con elementos hechos en acuarela. Esta experimentación ha sido el paso decisivo para que este campo artístico adquiera tanta importancia en los últimos años. Eso, y el despegue de un fenómeno editorial mundial.

Libro ilustrado, ¿solo para niños?

Desde hace más de dos décadas, Europa experimentó un sacudón en su dinámica editorial cuando el libro ilustrado y el libro álbum empezaron a poblar las vitrinas de las librerías. Grandes formatos, publicaciones cuidadas en cada detalle e ilustraciones magníficas las convertían en verdaderas obras de arte, en su mayoría, dedicadas a público infantil. Sin embargo, otra sección de este tipo de libros, aquella más seria y en ocasiones sombría que ocupaba una esquina ambigua en la vitrina, estaba destinada a público adulto. Los pequeños macabros (1963), de Edward Gorey, por ejemplo, mostraba en su portada a un grupo de niños impávidos, agrupados como si estuvieran prestos a ser retratados en una foto escolar, escoltados de una sonriente calavera —la muerte—, que los cubría amorosa con un paraguas. En la contraportada, lo que vemos es un grupo de lápidas, en lugar de los niños, con la sombra de la muerte implícita. En sus páginas, Gorey propone un alfabeto escalofriante en el que repasa, de la A a la Z, las posibles muertes de niños y niñas en situaciones comunes (caerse de las escaleras) y extraordinarias (morir en medio del bosque con un hacha atravesada). Vigente hasta nuestros días, esta obra ha sido reeditada en varias ocasiones.

Aquí, cabría la pregunta: ¿son los libros ilustrados un campo solo para niños? La respuesta es un rotundo no. Si bien la imagen que acompaña al texto ha sido asociada con la infancia y así se evidencia históricamente, la verdad es que la ilustración ha logrado zafarse de los límites que el didactismo le impuso en sus inicios, mostrándose no solo como un complemento del texto sino como una historia paralela e, incluso, como una segunda, tercera, cuarta historia, de múltiples significaciones.

Es el caso del arte de Roberto Innocenti, prolífico autor cuyas ilustraciones, influenciadas por la pintura, la fotografía y el cine, juegan con el punto de vista, mostrando picados, contrapicados y panorámicas que hacen de la ilustración una historia autónoma y compleja. Sus versiones de los cuentos clásicos sitúan a la trama en distintas épocas y resaltan el escenario como un personaje principal. En su obra encontramos una caperucita roja urbana enfrentada al horror descarnado de la ciudad; un Pinocho desobediente y altanero con problemas para aceptar la autoridad; y una Cenicienta que vive en los años veinte con todo su frenesí, sus costumbres y su jazz.

Así, encontramos un sinfín de autores e ilustradores que se dedican al libro ilustrado para público adulto pero que, como sucedió con los cuentos clásicos, han sido acogidos por niños y jóvenes. Sucede con los representantes más importantes de la actualidad: Benjamin Lacombe (Francia) quien se destaca por la delicadeza de sus trazos y lo lacónico de sus personajes, así como por revitalizar las ilustraciones de historias tradicionales que van desde Blancanieves hasta los cuentos completos de Edgar Allan Poe. Rébecca Dautremer (Francia) le dio una vuelta de 180 grados a la forma en la que se concibe a las princesas, llenas de humor y metáforas visuales. Suzy Lee (Corea del sur), autor de La trilogía del límite; Shaun Tan (Australia), autor de La cosa perdida, obra por cuya adaptación cinematográfica ganó un premio Oscar; Jimmy Liao (China), creador de un universo plástico llenos de color y evocaciones a maestros de la pintura universal; Isol (Argentina), ganadora del premio Astrid Lindgren por su obra completa, entre otros.

El boom editorial en Ecuador

En el año 2000, el país vivió un despegue de autores de literatura infantil. María Fernanda Heredia, Edna Iturralde, Leonor Bravo y Ana Carlota González, por mencionar algunas, fueron las exponentes de una narrativa diferente dedicada a niños y jóvenes. Cada una partió con un estilo fresco, que dejaba de lado los esquemas forzados que erróneamente incluían a lo cursi y superficial como característica base para ser del gusto de los más chicos.

Esta proliferación de buenas historias y buenos autores fue llamado, en su momento, “el boom de la literatura infantil ecuatoriana”. Sin embargo, creo que se confunde con un auge del negocio editorial para ese campo, que se ha mantenido pese a los años, aunque con menor interés y circulación por parte de público y editoriales, respectivamente. ¿Por qué sucede esto? Porque el público lector está cambiando, los niños y jóvenes, plagados y estimulados por lo visual, exigen otro tratamiento al libro, su trama y la forma en la que esta se presenta. Entonces, es aquí donde el libro ilustrado se revitaliza y sale a flote, siendo el respaldo idóneo para acercar la literatura, el arte y su apreciación estética a los más diversos públicos, incluyendo el infantil.

A inicios de este siglo, las autoras y autores ecuatorianos fueron una plataforma para la naciente comunidad de ilustradores nacionales cuyo trabajo se limitaba a la publicidad o imágenes que acompañaban el texto de libros escolares. Sin embargo, la exploración hecha por muchos a través de la literatura dio frutos excepcionales que, hasta hoy, los saboreamos con entusiasmo.

La primera revista para niños y niñas, ¡elé!, sorprendió al medio con una propuesta innovadora, en la que la calidad editorial y la ilustración tenían peso preponderante en la forma en la que se comunicaba información a los más chicos. Desde este medio se conoció el trabajo de dos ilustradores pioneros: Pablo Pincay e Israel Pardo. Marcada esa vara de calidad, más artistas surgieron y se consolidaron, dentro y fuera del país: Roger Ycaza, Marco Chamorro, Santiago González, Sofía Zapata, Camila Fernández de Córdova, Bogar y Gabriel Chancay, los hermanos Karolys, y muchos otros han alcanzado renombre por su trabajo.

La preferencia

El público infantil actual se acerca a una librería y busca una sola cosa: sorpresa. Que un libro lo sorprenda desde el inicio, que lo atrape, que sea su amigo, su compañero, su confidente. En mis años de librera he visto cómo los niños más hiperactivos dejan a un lado los libros más coloridos, desechan portadas que son un bombardeo de imágenes, color y distracción, porque buscan la sorpresa, aquello que salga de su cotidianidad y los lleve a otras realidades.

La ilustración se concibe como un elemento indispensable para la literatura infantil, en cualquiera de sus presentaciones y con sus múltiples objetivos que, cuando se mira con cuidado, se traduce en uno solo: evocar, de un solo vistazo, la sorpresa de lo impredecible.

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