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Gilberto Almeida, el hombre tras el portón

Fotos: Angélica Mendoza.
Fotos: Angélica Mendoza.
22 de abril de 2015 - 07:47

Este miércoles, en la Sala Jorge Icaza de la Casa de la Cultura Ecuatoriana (CCE), en Quito, se dará el último adiós y se velará al pintor ecuatoriano Gilberto Almeida Egas, quien falleció la noche del lunes a los 86 años.

Gilberto Almeida, oriundo de San Antonio de Ibarra, "fue el maestro más importante de la época del Grupo VAN (Vanguardia), significa que dentro de las artes plásticas ecuatoriana logró introducir las nuevas teorías de los postulados y los contenidos de modernidad que se dasarrolló del indigenismo en el Ecuador", recalcó la CCE.

El pintor ibarreño llegó a ser el más importante referente del arte en Ecuador y en el contexto latinoamericano.

A continuación un perfil de Gilberto Almeida, escrito por Juan Carlos Cabezas y publicado en el suplemento Cartón Piedra del 28 de abril de 2014:

1. “Usted es shunsho”, me espeta el pintor Gilberto Almeida (1928) a escasos 10 centímetros del rostro, acomodado en el sillón principal de su sala de estar, el sitio preferido de su vivienda, ubicada en la Loma de los Soles, en San Antonio de Ibarra. Almeida dialogaba con normalidad cuando emitió, sin mediar advertencia alguna, su apreciación directa y contundente. Se molestó por la pregunta: “¿Cuáles son sus autores favoritos?”. Tras 2 o 3 segundos de silencio me relató su eterna predilección por la literatura de Gabo, la poesía de su amigo Jorge Enrique Adoum, los cuentos de Adalberto Ortiz y el aporte a la comprensión del mundo indígena de los peruanos Ciro Alegría y José María Arguedas. Aclaró que no le gusta exhibir una gran biblioteca para aparentar intelectualidad y que era preciso que recordara que me encontraba en presencia de un “gran lector y artista”. Punto. Comprendí que debía resignarme; no contaba con oportunidad alguna frente a esa ironía caliente como el guarapo. Recapitulé, brindé una tibia sonrisa frente a los dardos de su humor y ‘logré’ que este anciano intenso y sagaz bajara sus armas, al punto que me convidara a visitarlo nuevamente. Por supuesto, le dije, “no soy tan shunsho” y ambos reímos realmente.

Al final de ese sábado 5 de abril, luego de la jornada de diálogo y las fotos, el artista volvió a su rutina que combina cigarrillos, lectura, silencio, más cigarrillos y más silencio; todo bajo la mirada señorial del óleo dedicado a su padre junto a su autorretrato. Ya en la noche, como estaba previsto, le visitaría un comprador interesado en una de sus obras, poco después su hija Lilian le llevaría a dormir.

Una nueva expresión estética

Gilberto Almeida dejó la vida en la capital ecuatoriana en 1977, justo en uno de los mejores momentos de su carrera. Artista reputado, de amplia trayectoria dentro y fuera del Ecuador, firmaba sus cuadros invadido por la confianza de estar en la élite del arte nacional. Recibió su primer premio en 1952. 25 años después tenía 16 distinciones más, entre ellas los salones Mariano Aguilera de 1964, el salón de Julio en 1965, el salón de artes plásticas de Guayaquil de 1972 y el de la Casa de la Cultura 3 años después. Había exhibido su pintura por la Galería Alhambra, de Chile; la Asociación de Artistas Plásticos, de Buenos Aires; el Museo de la Unión Panamericana, de Washington, y las bienales, de Sao Paulo y Cali.

 A pesar de ese recorrido, un buen día dejó todo y retornó a su tierra. ¿Por qué? Lilian, la más cercana de sus 7 hijos, califica esa decisión como un “repliegue táctico”, una estratagema dirigida a la búsqueda de una nueva expresión artística, como lo explica el propio Gilberto Almeida: “Buscaba liberar a los pintores de mi época de esa visión lastimera del indio andino. Nuestros aborígenes fueron artistas creativos mucho más importantes que los europeos”.

Para la historiadora del arte Inés Flores, primó otro criterio: crear un museo en San Antonio, algo que finalmente quedó trunco.

Almeida ha dejado la sala de estar para recorrer su galería, ubicada en los bajos de la vivienda. Lo llevo del brazo para descender algunas gradas y agradece el ‘innecesario’ gesto, pues según dice, aún es capaz, con la fuerza de uno de sus puños, de mandar a cualquiera ‘al infierno’. Y eso me incluye.

“Aquí es mejor venir de noche, cuando la luz de la luna pega mejor”, me advierte, al tiempo que atraviesa una puerta que conduce a un espacio amplio en el que habitan algunas de sus obras.

Lo primero fue la explicación sobre cómo incorporó en su trabajo la huella de materiales inusuales como cordeles, clavos y arena. Me muestra un gigantesco paisaje de las faldas del Imbabura parcelado en mil colores, con una textura similar a la de la tierra fresca. Parece tan real que transmite el roce áspero de las mazorcas de maíz. Se detiene ahora frente a la silueta de 2 hombres que se saludan y me explica sobre las enemistades entre artistas, “siempre me parecieron terribles tantas peleas, en especial entre seres sensibles” y agrega que por eso, ese cuadro, se llama: ‘Dos poetas se dan la mano’.

Lo suyo es el gran formato, lo expansivo, la posibilidad de que el color se extienda al infinito, fundamentalmente el azul en todas sus gamas. “El cielo de San Antonio es especial, deben ser muy escasos los días en los que no está como ahora, en todo su esplendor. Parecería que el azul sale de los lagos y se conecta con el firmamento”.

También ha hecho escultura, en el centro mismo de su galería personal existe un ejemplo; la base de una canoa invertida se ha convertido en un bar. Frente a la estructura, 6 sillas dispuestas para los invitados. “No le doy un trago porque aquí solo me dejan tomar agua”, comenta con sorna.

 Le pregunto sobre los famosos ‘portones’ que lo distinguieron durante un importante período, pero se muestra reticente a hablar sobre esa época. Cuando pasamos, sin embargo, frente al único cuadro con ese motivo que hay en su residencia, me dice que se llama: ‘Lo están esperando señor’. “La diferencia está en que no se trata solo de la puerta, aquí está reflejada la interacción humana”, explica Noto que en su voz ya habita la sombra del agotamiento. Tengo muchas preguntas pendientes,  busco al artista, pero ha abandonado la sala, acompañado por sus 4 perros. Doy una vuelta más en solitario y absorbo gustoso la metralla escandalosa de los colores y las siluetas que se toman el aire y los sentidos.

El maestro ha vuelto a su sillón, Lilian nos espera con un tinto y —mientras él se concentra en un álbum de fotos en el que están los testimonios de sus exposiciones junto a otros artistas como León Ricaurte, Diógenes Paredes y Humberto Moré— fijo la vista en un cuadro ubicado justo atrás de su cabeza: se trata del manifiesto del grupo Van.

Debajo de las siluetas de 7 artistas están 2 hojas escritas a máquina en las que se resume esa visión particular del mundo que los hizo muy reconocidos en los sesenta. Copio el párrafo de cierre: “Sentar en definitiva una ideología plástica sería creer en una obra final y nuestra determinación es buscar, ir siempre ir, sin perder de vista que estamos en un sitio concreto del mundo, conscientes de su evolución”.

2.

¿Cuál es la verdadera trascendencia de Almeida y del grupo Van?, pregunto a Inés Flores, una de las personas que más conoce la obra del maestro. Su admiración data de cuando ella estudiaba en la antigua Escuela de Bellas Artes de Guayaquil. Recuerda el magnetismo y el desenfado de Almeida expresado durante una recordada exposición en un hotel del Puerto. “Me deslumbraba, como en 2 o 3 trazos rompía todos los esquemas, para luego explicar en forma simple el proceso; creo que en 2 semanas volví unas 5 veces para hablar con él”.

Almeida regresó al país luego de una larga estadía en Argentina y Brasil. En esta última nación, recuerda Inés, ganó un concurso con un cuadro realizado con papel higiénico, algo que no es excepcional, pues como se recoge en el libro 20 pintores de Imbabura, de Rodrigo Villacís Molina (2006), 2 de los más grandes poetas del Ecuador, Jorge Enrique Adoum y Jorge Dávila Andrade desafiaron a Almeida a realizar un trabajo sin materiales; el artista tomó arroz, lo calentó en una sartén y con eso ‘pintó’ sobre una sábana. El resultado debió ser muy bueno, pues luego hasta se lo compraron.

Gilberto Almeida dejó la vida en la capital ecuatoriana en 1977, justo en uno de los mejores momentos de su carrera. Recibió su primer premio en 1952.

En la sala de Inés Flores un cuadro de la serie Pata-Pata, de Enrique Tábara, preside el diálogo que desarrollamos. Se trata de una ‘declaración de principios’, pues para esta dama guayaquileña este pintor paisano suyo comanda la estética de sus emociones.

Ella es una teórica que, en algún momento, estuvo inclinada a desarrollar su creatividad frente al lienzo, sin embargo debió guardar muy rápido los pinceles tras contemplar de cerca el virtuosismo de sus ídolos. “Pintaban con tal velocidad y certeza que resolví quedarme en la teoría, no porque yo haya sido mala, sino porque ellos eran demasiado buenos”, dice, mientras ejecuta en los aires un lance veloz y preciso que luego oculta en un baúl secreto de su espíritu. Al trabajar como curadora de arte para una conocida casa bancaria del país, ha adquirido una importante cantidad de obras maestras, entre ellas las mejores de Gilberto Almeida, como el primer portón de la larga serie que lo popularizó en el Ecuador.

La excesiva comercialización de esa temática y de otros cuadros en formatos más ‘económicos’, arrastró críticas al imbabureño. En una entrevista que concedió al propio Rodrigo Villacís Molina, en 1980, pidió a los críticos que se fueran al carajo, pues daba la casualidad de que el pintor debía comer, y que la familia del pintor, como cualquier otra, tenía muchas necesidades. Almeida califica actualmente a toda esa producción como el “plan bistec”.

Sin embargo, y como expresa Inés Flores, Almeida será recordado por haber integrado uno de los grupos más influyentes en la plástica nacional como es el Grupo Van, bautizado así por el promotor cultural y galerista Wilson Hallo, quien construyó el nombre a partir del concepto de vanguardia y por la capacidad, de resumir en 3 letras, la voluntad dinámica de sus integrantes.

Unidos en cuadro apretado, como decía  Martí: Gilberto Almeida, Oswaldo Moreno, Guillermo Muriel, León Ricaurte, Enrique Tábara, Aníbal Villacís, Luis Molinari y Hugo Cifuentes plantearon al país una revolución estética destinada a dinamitar los cimientos de las instituciones de la época, en especial de la Casa de la Cultura. Su gran hito es la famosa antibienal de 1968.

Según un documento de la Magíster María Magdalena Bravo, de la Universidad Andina Simón Bolívar (2013), “los Van constituyeron uno de los frentes de lucha organizados frente al formalismo cultural”. A más de ellos estaban los Tzánzicos, que promovían la vanguardia desde la literatura; Agustín Cueva hacía lo mismo desde la sociología, y obreros y estudiantes, desde el teatro. Todos pregonaban un ideario dirigido a enfrentar mitos y tabúes que estancaban la pintura y, por supuesto, subordinaban su ideología personal ante las propuestas colectivas.

El grupo como tal se mantuvo unos 3 años, luego se debilitó a partir de la salida de varios de sus integrantes fuera del país. Sin embargo su influencia en la plástica fue decisiva y sirvió de modelo para grupos como Los Mosqueteros, conformado en los setenta, por Washington Iza, Ramiro Jácome, Nelson Román y José Unda.

Otra huella dactilar de Almeida, como se explicó, fue su ligazón al terruño, que lo llevó de regreso a San Antonio de Ibarra, no solo para fortalecer esa peculiar tradición de la provincia, sino motivado también por la idea de desarrollar un museo. Llegó a inaugurarlo con obras suyas, pero todo quedó ahí. Su interés era estimular el  trabajo artístico que se desarrolla en la parroquia. El pintor ha confesado su desencanto por el tipo de artesanías que actualmente se ofrecen. Basta visitar la plaza central de San Antonio y los locales ubicados a lo largo de la calle principal, para darle razón.

3.

“Muchas veces llevé a Don Gilberto a lo que iba a ser su museo”, me dice un taxista de San Antonio que ahora conduce por la Loma de los Soles rumbo a la Panamericana. Recuerda al artista como a una alargada figura que se movía hacia su gran sueño fumando, siempre fumando.

“Alguna vez le pregunté qué era esa construcción y me habló de un espacio de arte diferente por la calidad de la luz que caía en ese punto”.  Lo escuchaba distraído, por lo que al constatar mi silencio, el taxista concluyó por su cuenta: “Usted sabe cómo son los artistas”.

En el vientre de un bus intercantonal, me distancio de San Antonio con rumbo a Ibarra, pero mi mente sigue con Gilberto Almeida. Después de unos minutos me pregunto si realmente y, a pesar de la difusión de su obra, alguien conoce realmente al hombre detrás de los portones. Tengo, así mismo, la sensación de no haber entrado en contacto con lo mejor de la obra del artista. Días después transmito esa preocupación a Inés Flores, quien hurga en sus cajones y da con un catálogo de 2006, editado en homenaje a Ibarra por los 400 años de su fundación. Sin decir una palabra abre el folleto en la página 12, en la que un gallo en tonalidades rosa y gris domina todas las dimensiones. Aunque solo se trata de una lámina, se percibe la textura y las delicadas impresiones que ha dejado un pulso magistral. La obra es un destino para las manos, se toma el centro mismo de las pupilas y altera la respiración. Se llama ‘Gallo Madrugador’ y data de 1993, mide 2 x 2 metros.

El gallo canta, seguro que sí, canta hacia un horizonte alto como un muro de piedra, y es tan fuerte su tono, que le abre un boquete a la primera luz matinal. Quizá al ver mi emoción, Inés Flores me regala el catálogo y así, mientras Quito me propone sus aceras rotas, me concentro en el recuerdo de Gilberto Almeida, ese ‘gallo’ obstinado y brillante, que a sus 86 años, canta sus 4 verdades a la vida.

Etapas de Gilberto Almeida

Años 48 al 55. Etapa I. Paisajismo.

Años 55 al 60. Etapa II. El inicio Era de los Portones, en el que pinta exteriores de conventos. Luego se inspira en viviendas de zonas rurales que el artista visita antes de emprender la tarea creativa.

Años 60 al 67. Informalismo, en el que integra materiales para hacer collage, texturas acordeladas con piola, piedra volcánica y algodón.

Años 67 en adelante. Se integra al Grupo Van y rompe con la ortodoxia del arte acabado y tradicional.

Premios

1957: Tercer Premio Salón Mariano Aguilera. Quito

1958: Mención especial de dibujo Salón Mariano Aguilera. Quito.

1958: Segundo Premio Salón de Octubre.  Guayaquil.

1959: Primer Premio Salón de Octubre. Guayaquil.

1960: Segundo Premio Salón de Octubre.  Guayaquil.

1960: Primer Premio Salón Murales y Esculturas. Quito.

1961: Primer Premio Salón de Octubre. Guayaquil.

1962: Segundo Premio Salón de Julio. Guayaquil.

1963: Primer Premio Quintos Juegos Bolivariano. Guayaquil.

1964: Primer Premio Salón Mariano Aguilera.  Quito.

1965: Primer Premio Salón de Julio. Guayaquil.

1972: Segundo Premio Salón de la Independencia Latinoamericana. Quito.

1975: Primer Premio Salón de Artes Plásticas. Guayaquil.

1976: Primer Premio Salón Nacional CCE. Quito.

1977: Segundo Premio Primer Concurso de Artes Plásticas del Banco Central del Ecuador. Quito.

1977: Primer Premio Salón Nacional CCE.   Cuenca.

1978: Primer Premio Salón Luis A. Martínez.  Ambato.

Condecoraciones

2002. Orden Nacional al Mérito en el Grado de Oficial.

2003. Congreso Nacional, San Antonio de Ibarra al Mérito Artístico, Consejo Provincial de Imbabura, Casa de la Cultura Núcleo del Carchi.

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