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Estereozen: el cuerpo-país de mi desollamiento-padre-shockverbal

Estereozen: el cuerpo-país de mi desollamiento-padre-shockverbal
07 de abril de 2013 - 00:00

En un soberbio tour de force, Juan José Rodríguez integra en este poemario antiquísimos recursos de las enseñanzas y prácticas Zen, alusiones a grandes creadores sobre todo de música clásica, experimental, y jazz (pero también a poetas y poemas) y corrosivos, dramáticos ambientes de un cibermundo que, rodeándonos, acechándonos, está a punto de conformarnos.

El Zen se integra aquí en virtud de correspondencias, explícitas o implícitas, entre el decurso poemático y algunas vertientes como el honkyoku o música de los monjes errantes, los koanes, el arte kyudo de los arqueros, los haikus, y aspectos doctrinales como el karma, el samsara, el nirvana, y así.

Al comienzo del poemario (Canción del último androide que me sueña), los koanes vienen unidos a los nombres de ciertos creadores y a un tipo de paisaje musical (koandvorak, koanbrückner, koan berlioz...). Que ello sea así presenta de rondón una paradoja: ¿estamos ante un trovar clus, un cantar en clave, que se debe descifrar o es un canto que es asimismo un koan, con todo lo que ello implica? Pues el caso es que los maestros orientales proponían al koan como un problema verbal que necesariamente los discípulos encontrarían de imposible solución literal o lógica y que, al no poder resolverlo pese a sus más denodados esfuerzos, los llevaría fuera de palabras y conceptos, suspendiendo sus condicionamientos y hábitos mentales, ocasión en la cual un oportuno bastonazo propinado por el maestro podía llevarlos aun más lejos, hasta el Satori, o el Despertar.

Huelga decir que no pudiera ser tal la propuesta de estos poemas. Diría que, a cambio, ellos pueden llevar al lector (como tantas veces me han llevado a mí) a una extrema perplejidad que, sumada a un irreprimible afán por penetrar los elementos crípticos o insólitos del canto, desencadenan la presencia compulsiva y perturbadora de un orbe. ¡Y qué orbe! A un tiempo supermental e hiperreal, terriblemente humano y ajeno, no menos remoto que actual y futuro, un orbe donde habitan, padecen, deliran, cantan, se desfiguran, desintegran y rehacen hombres y androides, niños y árboles electrónicos, hiperflores y nanopájaros, mariposas videntes y “animales del miedo que comen cráneos de cervatillo en el ojo de su niño atornillado sobre una estera de ácido”, y donde coexisten “600 millones de yoes extraídos disueltos en el paisaje de silicio de autopistas de luz, entreveradas carreteras” con “Barrios giratorios.

Lámparas sobre el cielo (...) Ángulos y muros blancos, una habitación con 300 niños apilados & colgando desde ganchos frente a una puerta mediada por el sol de la última tarde de octubre” y donde es extrañamente verosímil “el parloteo de dos objetos inmóviles sobre el aire tóxico”.

Es tal la fuerza con que se impone este mundo, que pudiera equiparar su canto al bastonazo Zen, solo que propinado no para llevar al Satori, sino despertarnos en “este planeta agónico de carne azul, helada”.

Mientras en el Zen el mundo sería interminablemente hermoso visto fuera de los ojos del apego y el deseo, acá “el agua atraviesa la noche de mi mundo invertido” y “por la filosofía budista sube un río de condenados-muñecos de trapo perdedores que abren sus brazos y tocan el cielo de las ciudades donde todos los rotos y todos los objetos rotos y los seres rotos son necesarios”. El Satori sería pues un despertar (o mejor un pánico ensoñar) en el que se ha operado una inversión radical: nos ha llevado a “un mundo invertido”, al que progresivamente se lo va desacralizando a base de los mismísimos koanes y el Zen.

Se trataría así de una inversión, una serie de ellas que, mutatis mutandis, se tornan poco a poco reversión e inversión transgénero: transversiones que se repiten más adelante recayendo sobre personajes y avatares del canto. Pero por ahora, estas operaciones confluyen en un pasaje de transición titulado Esquisólidos.

En este capítulo medianero, se esbozan tres países (país línea, país punto, país volumen), lo que me ha llevado a pensar en Flatland, (A roman of many dimensions) de E. A. Abbott, solo que, muy lejos del divertimento de Abbott con seres de una, dos o más dimensiones, en Esquisólidos la estereometría, los seres y las cosas (aquellos niños y personas punto, el presidente puntitito, las casas guiones, los árboles y la muerte punto) y sus avatares aparecen profundamente dramatizados o ironizados, pero siempre perfundidos por un Tánatos sobrecogedor y ubicuo.

Tánatos, desacralización y ahora esquicias o fragmentos del ánima (la femenina ánima, “portavoz del inconsciente” según C. G. Jung): en el país línea los “hombres punto hablan por sus dos bocas, por sus dos anos: llaman al dios de las tres dimensiones: ¿será un cubo neón, satén, amarillo?” mientras “en el país punto el místico gira sobre sí pero no gira, el movimiento sería una pregunta”. Eso sí, el juego de inversiones y transgresiones tiene ahora mayor alcance: el ánima, que en un capítulo anterior fuera sometida a un streptease, se vuelve aquí ánima-tranny y su invocación es extrema: “¡Oh Buda transevolutivo, tranny de los coacervatos y de la polievolución, y del poli-zen-tro- del nirvana a-com-pa-sa-do, ten piedad de mi larga misteria!” mientras la transversión, el sarcasmo y la blasfemia llegan a sus puntos más altos: “No, no seas blasfemo juanjito, cristo es de verdad, VIENE, VIENE. Los adventistas como la travesti gorda de tu papi quedaron embarazados de Cristo. Un coche para ese cristo que venga, pero mejor que venga cristo, pero mejor que venga Buda, el loto –ya es un tranny-. Nuestro bodhisattva”.

Semejante causticidad recae también sobre juanjosérodríguezsantamaría, juanjo, esquizojuanjico, la shunsha de la juanja, así como sobre sus pares, (los nuevos illuminati de nuestra poesía, los temerarios, poderosos poetas jóvenes) que son travestidos, mofados, estéticamente redimidos (“son bellísimos”): la mussona, la cesárea, la ernesta, “judíos deliciosos. Nuestros bodhisattvas”. De las ánimas a los cuerpos, de estos a aquellas: trannies, i.e. sujetos de las más transgresoras ambivalencias de código.

De hecho, también el yo poemático ejerce sobre sí una desgarradora violencia: pide ser desfigurado, desintegrado, “quiero agredirme otra vez con palabras”. Acaso para alcanzar el Vacío, el Sunyata, a fin de ser, merced a una hetóclita serie de atribuciones, un haz del Todo: “soy la orilla que no ves sobre esta fotografía, este límite trazado sobre una fábrica, espuma de aceites industriales, botellas plásticas” (...) “soy lo que mi cuerpo me impide ser: una isla de metacrilato flotante sobre el aire & un pulmón de abeja” (...) “soy la flexión de mis piernas: el ánima del viento que sueña la partición de un hueso” (...) “soy un nombre que también es el anagrama de todos mis muertos” (...) “soy LA FRACTALITA divisible, redivisible, polidivisible: un cormorán sobre una alfombra de ácido lisérgico” (...) “soy alguien que escucha la trepanación de su cabeza mientras un ciervo atraviesa la niebla.”

Estereozen se me hace así un canto que se construye destruyéndose, que construye su orbe (virtual, mental, tan paradójicamente real) desmembrándolo, demoliéndolo, sangrándolo, travestizándolo, sarcástica, implacablemente. Y si el poemario es fiel al desarrollo musical de su principio: “-Principio: solo es útil la electrónica para volar al interior de mi país cerebral”, con todo y su frío desfogue, también es (como se nos advierte en ocasiones) un conjunto de versiones virtuales.

En una de las acepciones que da Wikipedia, virtual es: a computer-simulated environment that can simulate physical presence in reality. Forzoso entonces reconocer que este poemario es, en otro nivel, el canto de una realidad virtual que se construye a sí misma, o que resulta de un ciberefecto, que es al propio tiempo un constructo: es lo que dice la mente en tanto que mente, lo que canta la mente como tal, la mente que se sabe mente y que va creando un orbe, donde ella mora y existe como la mónada para sí misma. Y siendo su realidad “un estanque de códigos”, lo único que tiende un puente con esta otra realidad (convencional, moralínica, sitiada de esteticina), es la intención que manifiesta un puñado de versos: “La calavera que no escogiste ser, la esperanza de NO volver a reproducir con tu lengua las palabras de la tribu, estar en la contraria pero no serla, infringiéndote el daño que otros te hicieron, para adelantarte, para hacerte posible el calor de tu aliento sobre la extraña Tierra.” Hacérsele a uno posible “el calor del aliento”, mediante el daño recibido: si el Satori lleva al cese del sufrimiento, en este poemario lleva a un ensoñar apocalíptico, que trae consigo un insuperable padecer.

De hecho, al leer de seguido más de dos poemas de Estereozen, me siento perdido, me aparece una tumoración de cristales de hielo en el cerebro, tiemblo, me invaden emanaciones de un metaloide radioactivo. Entonces suspendo mi lectura: será mañana cuando retome este potentísimo poemario.

“Vivir de miedo del hombre—dice el gran Ceronetti—. Desaparecidos los animales feroces, despejados los terrores del cielo, agradables distracciones en comparación, no queda más que el hombre como fuente única del miedo. Tan fuerte, en las metrópolis, como para transformarlas en rocas desmesuradas del miedo del hombre por el hombre, en organizaciones de miedo. (...) El estado que mejor protege de la delincuencia individual es el Estado del Terror, que practica la psicotomía y la noutomía a todos los ciudadanos protegidos.”

Psicotomía y noutomía: en la hidrometrópolis, en aquel cibermundo donde canta el último androide que “sueña el vuelo del colibrí eléctrico sobre un bosque de árboles de titanio recién ensamblados por el dios que nos sueña con la mitad de su cabeza”, el mismísimo buda “es papá comprando un hijo en el supermercado de la muerte.” Y si el nirvana es en el Zen el apagamiento de la flama del ego, en Estereozen el Satori finalmente “es una costra en los dientes de la oscuridad”.

Vivimos ya con la mitad del cerebro en el cibermundo, y con la otra mitad “despejada de los terrores del cielo”: bienvenidos a su extraordinario, soberbio canto.

 

Biografía

Juan José Rodríguez nació en Ambato, en 1979. Estudió Literatura y Periodismo en Quito. Hizo cursos de Traducción en Madrid. Ha publicado Los Rastros (Quito, 2006); Viaje a la mansedumbre (Barcelona, 2009); Barrido de campo (Arequipa, 2010); Cromosoma (Quito-Santiago de Chile 2011) y Estereozen (Quito, 2013). Ha sido incluido en antologías como Poesía de Ecuador (Madrid, 2009); Poesía Latinoamericana (México, 2007). Además, ha publicado varios ensayos sobre poesía ecuatoriana e hispanoamericana.

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