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Novela

El bestiario de Salvador Izquierdo

El bestiario de Salvador Izquierdo
10 de octubre de 2016 - 00:00 - Karina Marín. Periodista

Lo que me gustaría esbozar, aquello que me gustaría decir sobre la novela de Salvador Izquierdo, es que se trata de un montaje. No me refiero al concepto de montaje como un artificio elaborado con la intención de parecer real, aunque algo de eso hay, sin duda. Me refiero con mayor precisión al montaje como la combinación de las diversas partes de un todo, término, por cierto, muy utilizado en las artes visuales, uno de los mundos que la novela se atreve a tratar. En este texto fragmentario, lo que leemos son detalles, recuerdos, anécdotas, imágenes que constituyen las partes de esta novela que, sin embargo, no pretende abarcarlos por completo con el fin de fijar alguna historia o alguna verdad. La novela, eso sí, acoge estos fragmentos en su interior para provocar los caminos frágiles y a la vez complejos que la memoria asume cuando juega el juego de poner en relación, de fluir, de recordar.

Te Faruru no es, entonces, el acoplamiento de las partes para poner a funcionar un todo, sino la acumulación viva, dinámica, a veces caprichosa, a veces vertiginosa, de la memoria. Como la mano del jugador que echa sobre el piso de manera indistinta las piezas de macateta o jackses, para luego ir tomándolas de nuevo mientras hace botar una pequeña pelota, el narrador va disponiendo su juego mientras el lector se vuelca a acumular las piezas. Este libro es una invitación a jugar, a juntar las piezas de un rompecabezas cuya combinación a veces sorprende por su posible improbabilidad, y otras tantas conmueve, sobre todo por su delicado sentido del humor. No se trata de la lectura de un prontuario, aunque los datos recogidos están siempre a disposición de quien los pueda necesitar. No se trata de una memoria monumental dispuesta a no erosionarse, sino del recuerdo vivo que todo el tiempo está revelando su fugacidad. No sé si a esto deba llamársele «novela experimental». El mote clasificador, a decir verdad, se me antoja lugar común. Le escuché al mismo autor de la novela preguntar: ¿acaso hay alguna novela que no lo sea? Secundo.

Te Faruru es, entonces, un álbum, y por qué no decirlo, un álbum de familia. Pero no se trata de la familia de un personaje —aunque también haya algo de eso— sino de los fantasmas personales, artísticos, históricos y literarios del narrador. Incluso, podríamos calificar a este álbum de una especie de bestiario, con el respeto de los monstruos que aparecen citados entre sus páginas, entes no siempre tan simpáticos ni alucinantes como nuestra nostalgia adolescente podría querer añorar: Neruda, Torres García, Miller, Borges, Onetti, Rama, Traba, Rodríguez Monegal... Entonces, este es un libro de colección de imágenes y anécdotas, de recortes y documentos que se disponen de tal manera que el hilo de la historia se pierde, hasta que el lector, en el esfuerzo por abarcarlo todo, se habitúa finalmente a esta manera de ir de aquí para allá, de interrumpir, de repetir, de coquetear con el texto, de dejarse asombrar. Como en una conversación entre amigos en la que además no quedan de lado ni el sarcasmo ni la duda, y por cierto, tampoco el asombro ni la tristeza, es un texto que a pesar de su lectura rápida, va y viene, no se agota.

Tal vez por eso me he dado la libertad de leer Te Faruru en posiciones distintas a las del lector común —me refiero, sí, a posiciones corporales, a situaciones que no respetan la de la figura sentada, en total aislamiento y quietud, en las cuales el lector se alza como el único e inmejorable interlocutor de un texto (estoy pensando en las imágenes de los «últimos lectores» esbozados por Ricardo Piglia: Ana Karenina en el tren, el Che Guevara en la rama de un árbol, etc.)—. Todo lo contrario: he leído Te Faruru en los momentos menos esperados, en la pausa entre el almuerzo y el trabajo, entre mi apuro y mis momentos de serenidad, en el taxi, de pie, mientras mecía mi café, acostada, tratando de conciliar el sueño. Te Faruru es una novela que se deja interrumpir porque ella misma interrumpe, que se deja escrutar con la complicidad del amigo porque además tiene la generosidad de repetir, de reiterar, de recordar.

Por eso, a Te Faruru le he confiado también mis vicios y mis culpas de lectora, como lo hace el narrador. Juré no toparle ni un pelo, pero no pude: en la segunda lectura tomé en mis manos el lápiz y empecé a subrayar, a capricho, indistintamente, algunos fragmentos, palabras, ideas. Puse un «ja» cuando me reí con ganas —como con esa idea de no cometer adulterio con el dinero que te envía tu mujer— y un «uy» junto a las ideas dolorosas —porque con la imagen de la abuela es imposible no conmoverse—. Rayé un «¡wow!» junto a las historias que más llamaron mi atención, un asterisco de complicidad junto a los sarcasmos más finos, y un especial subrayado en las anécdotas más llamativas. ¿Cómo no hacerlo si el narrador también, de vez en cuando, incluye por ahí un «Oh» aislado y cómplice o una carita triste —sí, la del emoticón de todos los días— que tiene la virtud de decir más que mil palabras?

Ahora: Te Faruru es la novela de los mil lugares entrecruzados: París, Vancouver, Lima y otros. Pero es, ante todo, la novela de Montevideo. Es entonces una novela de casualidades, como un libro de viajes que tiene muy claro un punto de llegada en común, un puerto de encuentros. Montevideo es una ciudad configurada para ser extrañada aunque poco se sepa de ella. Montevideo, la pequeña ciudad uruguaya que por momentos pareciera ser una isla en la que todos los que llegan hacen el amor, es ese espacio en el que de una u otra manera todos los monstruos del bestiario convergen, al menos como posibilidad.

Pero a la vez va más allá de Montevideo. Es también la novela que por momentos reflexiona sobre el acto de la escritura y sobre el acto de la memoria, para lo que recurre a otros autores, a otros artistas, con el fin de hablar de la novela, de los motivos por los que uno escribe, según George Orwell; del sentimiento de respeto por otros escritores, según Segald; de los pasajes reveladores en los cuales el escritor dice mucho de sí mismo al hablar sobre alguien más, según decía Orwell de las primeras novelas de Henry Miller. De las palabras complicadas con las que uno se encuentra cuando busca y escribe; de la irremediable conexión de cada idea con otras ideas preexistentes, con tantas otras imágenes, con el mundo entero que es el mundo de cada uno.

Te Faruru es también la novela del calor. Y a mí esto me recuerda a la idea desarrollada por un famoso historiador del arte sobre la necesidad de acercarnos a las imágenes que arden, que yacen entre las cenizas recordándonos que algo aún es capaz de arder. Salvador Izquierdo acerca sin duda el rostro al calor de esos recuerdos y remueve un baúl del que extrae, indistintamente, todas esas imágenes en cenizas que aún pueden arder. En esa acción de remover se revela también la intensidad —y me gustaría decir, por qué no— lo poético de un recurso tan llamativo como las notas de pie de página. En ese relato, parecería que transcurre una historia paralela que, sin embargo, no lo es porque, como el resto del texto, también narra circunstancias fragmentarias que tampoco transcurren, que solamente se hacen presentes. Se puede decir incluso que si Te Faruru «transcurre», lo hace en el espacio y en la pausa entre los pequeños fragmentos y aquellos pies de página en los que el narrador se vuelve aún más cómplice, aunque por momentos también sea esquivo. Es entre los pies de página y los fragmentos caprichosos en donde la novela se hace presente, como se hacen presentes los amantes, de manera delicada, sutil; como se hacen presentes sus pliegues, sus arrugas y su fuego. Como se hace presente y arde la lectura que sucede en cualquier lugar, en el momento menos oportuno, en el lugar menos esperado.

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