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El algoritmo de la belleza. Sobre La gran belleza, de Paolo Sorrentino

El algoritmo de la belleza. Sobre La gran belleza, de Paolo Sorrentino
28 de abril de 2014 - 00:00 - Marcela Ribadeneira

Un hombre que lo sabe todo, que lo ha vivido todo, que lo tiene todo: dinero, fama, gusto impecable, contactos que le hacen reverencia en las más altas esferas de la nobleza, de la Iglesia, del arte. Jep Gambardella (Toni Servillo) es el epicentro del exceso burgués y un ícono de la literatura italiana contemporánea, estatus que adquirió gracias a la única novela que escribió en su ya lejana juventud. El telón de La gran belleza se abre con una fiesta frenética, donde la mundanalidad se encarna en el bombeo constante de alcohol y droga, en bellas mujeres con vestidos elegantes y joyas efervescentes, en bailes lascivos de aire orgiástico. El volumen de la música —el himno del verano romano en que se desarrolla el filme— draga el sentido de las conversaciones entre los presentes. Y con ese recurso, el director, Paolo Sorrentino, encuentra una manera eficaz de reflejar la vacuidad de esos intercambios, que serán una constante en el filme, interrumpida, sin embargo, por haces de lucidez y brillante cinismo.

El escenario de esta fiesta que la mayoría de críticos ya calificó de fellinesca es una terraza que brinda una de las panorámicas más exquisitas y trilladas de Roma: la del Coliseo en todo su esplendor. O, mejor dicho —y como reflejo del mismo Jep—, en todo el esplendor de sus ruinas. El motivo de la celebración es el cumpleaños número 65 del ahora periodista. Y los especímenes que bailan y cacarean extáticos son sus invitados: las criaturas que Jep selecciona como amigos, conocidos y extras. Sí, ‘extras’, porque todo es un disfraz que cubre la fatiga de la vida con lujo, excentricidad y diversión. Además de ser protagonista de la obra que él mismo ha montado, Jep es su crítico más mordaz: con la misma punción de frontalidad y desencanto con que juzga al resto, se juzga a sí mismo. Sabe que todo es un truco.

Con La gran belleza, Sorrentino llegó por quinta vez al festival de Cannes y ganó el Oscar a la mejor película extranjera. ¿Cómo no lo iba a obtener? Fue catalogada como la nueva La dolce vita, aunque tal afirmación sea absurda porque la Roma de hoy no es la misma de 1960, cuando los excesos y el arte eran equiparables, cuando este último no contenía cinismo. La Roma de Sorrentino no es la de los romanos, no es la que se vive día a día, es la del turista, es con la cual se sueña. Nuevamente, un truco: la cámara se desliza con la sinuosidad de una serpiente, como si fuera los ojos de una bestia que se debate entre embestir los horrores y excesos de los cuales es testigo o adorar la extrema belleza y peso artístico de la ciudad. La fotografía, aunque pictórica y cromáticamente pesada, se mantiene elegante y sobria.

A lo largo del filme, Jep asiste a performances excéntricos que satirizan al arte contemporáneo: el personaje de Talia Concept es un guiño a todos esos Marina Abramovic wannabes. A la nobleza venida a menos: en un punto de la historia, Jep contacta a una pareja de condes que cobra por asistir a un acto al que quiera añadírsele estatus. A la corrupción: el apellido Moneta del vecino que intriga a Jep por sus exquisitos y lujosos trajes es un guiño a Matteo Messina Denaro, un líder de la Cosa Nostra que estuvo entre los 10 fugitivos más buscados, según Forbes. A la burguesía emplazada en la Iglesia: Sorrentino nos presenta a un importante cardenal del Vaticano que para ser el centro de atención de las fiestas que atiende cuenta las delicias culinarias que es capaz de preparar. A la fe: la ‘Santa’, una Madre Teresa a la que le atribuyen poderes místicos, que ha dedicado su vida a los pobres y elige romper su silencio absoluto solamente con Jep. Sí, el repertorio de personajes bordea la caricatura y el cliché. Irónicamente, el único que no cae en ninguna de esas categorías es el de una desnudista (Sabrina Ferelli) que, a pesar de tener ya sus años, se niega a dejar el escenario y parece haberse resignado pacífica a la vida y su crueldad. Esta paradoja seduce al Jep de carne y hueso, al Jep sin disfraz, al que no busca el exceso carnal. “Ha estado bello no hacerte el amor”, le dice durante la primera noche que pasan juntos.

Pero la sátira no eclipsa a la belleza del filme. Crea un contrapunto vertiginoso: tanta vida que pulula en las ruinas de una civilización extinta, tanta arquitectura y arte apabullantes entre la banalidad, el mal gusto y la apatía burguesa. Tanta leyenda en un escritor que solo ha producido una novela. El nombre de esa única obra, El aparato humano, hace alusión a la condición del hombre de mero artefacto cuyo propósito no está claro. O, si es que está claro, no puede alcanzarlo. Como Jep, que inmerso en esa ciudad llena de arte, no es capaz de encontrar la belleza ulterior. Aquella que le permita volver a escribir y cerrar el telón. Que le permita terminar el truco.

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