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El Telégrafo
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Análisis

Cruces de sentido

Fotomontaje: Carlos Almeida
Fotomontaje: Carlos Almeida
20 de julio de 2015 - 00:00 - José Miguel Cabrera Kozisek. Editor de cartóNPiedra

Cuando Evo Morales le entregó al papa Francisco el crucifijo formado por la hoz y el martillo, la expresión de Bergoglio era enigmática, pero exquisita. Casi se le leía un ‘¿che, qué es esto?’, en la cara. “Eso no se hace”, dijeron que dijo Francisco cuando Evo le mostró el objeto. En realidad, luego de la explicación sobre el regalo, sus palabras fueron: “Eso no sabía”. El símbolo lo creó hace décadas un sacerdote español que murió en 1980 en Bolivia. Doce años antes, Luis Espinal Camps, jesuita como Francisco, había llegado de misión al altiplano, donde vivió el resto de su vida. Vinculado con los movimientos sociales, un día fue atrapado, torturado y asesinado en una Bolivia que —como el resto de América Latina— se disputaban los militares.

Ahora, aquel crucifijo es una especie de puente inteligente. Evo, que en 2009 —cuando Ratzinger mandaba en el Vaticano— dijo que la Iglesia Católica debía desaparecer de Bolivia, comprende la importancia de los símbolos, y aquel que ha presentado es poderoso: vincular el discurso marxista de la reivindicación de los pobres con el discurso cristiano de la reivindicación de los pobres es —por decir lo menos— una jugada espabilada. Francisco es demasiado popular como para no estar de su lado. Pero sobre todo, el Papa gobierna la Iglesia con un espíritu progre —acaso producto de la herencia latinoamericana de la teología de la liberación— que lo llevó a proponer un espacio para acoger de vuelta a las minorías sexuales en la Iglesia, a investigar al banco de la Santa Sede y a promover la política de tolerancia cero con los curas pederastas, un lastre que arrastra el Vaticano desde hace años.

Aunque fue sacerdote hasta el último de sus días, Espinal era de uno de esos curas con alma de antropólogo que engrosaban las filas de la teología de la liberación. Era crítico con la Iglesia boliviana, a la que consideraba muy complaciente con las dictaduras. Alguna vez escribió: “Talvez, tienen razón al hablar del ‘opio del pueblo’ porque hemos desencarnado nuestra fe”. Sostenía además que “por fidelidad a Cristo, la iglesia no puede callar”. En 1979 fundó Aquí, un semanario incómodo como él. Un año antes, había participado en una huelga de hambre de 19 días que provocó la salida de Hugo Banzer del poder (eran al menos mil los que protestaban) para entregárselo a Lidia Gueiler Tejada que gobernó de forma interina y llamó a elecciones; Hernán Siles fue el ganador. Espinal no llegó a ver cómo a Siles le impedían ocupar el cargo. Murió en marzo de 1980. Dice su epitafio: “Asesinado por ayudar al pueblo”.

Que hace cuatro décadas a Espinal se le ocurriera un crucifijo comunista no es ninguna extravagancia. En 1967, el escritor checo Milan Kundera se inventó (en su ópera prima, La broma) un personaje —muy— extraño: un doctor que estaba al mismo tiempo convencido de la fe cristiana y el manifiesto comunista. El Dr. Kostka es un espécimen de los más raros: un hombre de ciencia que cultiva cepas de virus en laboratorios, con una fe inquebrantable y orgulloso de enseñar la palabra de Dios, pero que entiende por qué los camaradas —a los que siempre les dio el apoyo— rechazan el cristianismo.

En su monólogo, Kostka contaba que sus amigos cristianos le reprochaban sus simpatías marxistas y que sus colegas del partido lo criticaban por su fe. Para él, capaz de sentir empatía por el otro, no había un lugar ni entre los comunistas ni entre los cristianos. Pero aquella historia es algo más que el humor negro de Kundera, es una seria indagación introspectiva y autocrítica del personaje. Kostka razonaba: “Las Iglesias no comprendieron que el movimiento obrero es el movimiento de los humillados, de los que anhelan la justicia, de los que suspiran por ella. No tenían interés en preocuparse con ellos y para ellos por el reino de Dios en la tierra. Se aliaron a los explotadores y así le quitaron al movimiento obrero a Dios. ¿Y ahora le van a reprochar que sea ateo? ¡Qué fariseísmo! ¡Sí, el movimiento socialista es ateo, pero yo veo en eso un castigo de Dios para nosotros los cristianos! Un castigo por nuestra insensibilidad hacia los pobres y los que sufren”. El doctor, un hombre pacífico que siempre aceptó su suerte sin reclamar, un pan de Dios —en todo el sentido— era como Espinal, pero sin huelgas de hambre, publicaciones subversivas ni crucifijos de hoz y martillo.

Foto: AFP

La lectura de los signos

Evo es un hombre que sabe de símbolos. Entiende la importancia de proyectar la imagen correcta. Lo aprendió, talvez por casualidad en su primera gira internacional, cuando —antes de posesionarse como presidente— se fue a cuatro continentes a participar en protocolos con una chompa a rayas horizontales, muy sencilla, como de paseo por la hacienda, que podía ser de todo, menos ceremonial. Su vestimenta enseguida fue interpretada como un mensaje político, como una cachetada a los poderosos. Como si él, el representante de los explotados no estuviera dispuesto a asumir los ritos de Occidente. En 2009, la periodista española Mercedes Ibarbarriaga publicó en Gatopardo una crónica sobre aquella chompa, titulada Detrás del Evo fashion, ahí cuenta que el Presidente de Bolivia solo había tomado de su clóset el primer abrigo que tuvo a la mano —pues no encontraba su favorito— porque se había acordado a última hora de que en Europa hacía frío. Pero de pronto, se armó toda una discusión sobre el mensaje que había querido dar al presentarse así ante José Luis Rodríguez Zapatero. Ibarbarriaga citó a un modisto español, Lorenzo Caprile, que afirmaba que no podía ser casualidad. Sostenía que era una decisión “estudiadísima”. “A mí, como empresario, me asustaría más un Evo con jersey que un indígena disfrazado a lo occidental”, decía Caprile. No era una ofensa, era un desafío.

A Evo le llovieron las críticas entonces, tal como le han llovido desde que entregó aquel crucifijo. Su ejecución performática no le gusta a sus adversarios políticos, entre los que, por cierto, se encuentran varios obispos de su país. Algunos califican de “profético” aquel cambio de cruz, otros hablan de provocación y otros se preguntan qué habría pasado si el obsequio hubiese sido, por ejemplo, para Juan Pablo II. Pero, ¿por qué razón no podría Evo releer al cristianismo —tal como lo hicieron Kundera, Espinal y hasta cierto punto el propio Bergoglio— y vincular a ‘la doctrina’ con ‘el manifiesto’? No es solo una cuestión de imagen, hay mucho de interpretaciones.

El presidente boliviano, que está enfrentado a los obispos de su país, también recibió la visita de un Papa especialmente interesado en la región. Un crucifijo ‘fusión’ —por llamarlo de alguna manera— también podría leerse como un intento de reconciliación.

Charles Peirce, el padre de la semiótica moderna, decía que todo pensamiento es un signo, y la lectura de cada signo depende de un proceso de decodificación llamado “semiosis”, asociada al efecto del interpretante dinámico, el aquí y el ahora; es decir, el contexto. Pero ‘en buen cristiano’, Peirce habría dicho: “Entiendan lo que quieran”.

Durante algo más de un mes, en los preparativos para la llegada de Francisco a Ecuador, el arzobispo de Guayaquil, Antonio Arregui,  se dedicó a advertir reiteradamente que la visita no debía ser politizada. Por ello, se opuso a que la misa del Papa fuera en el parque Samanes, obra de la Revolución Ciudadana. Es gracioso, cuando Bergoglio llegó al aeropuerto de Quito, dio un discurso en el que mencionaba la consonancia del pensamiento del presidente Rafael Correa con el suyo. El papa ‘politizaba’ su visita.

Otra cosa es que Francisco, en un ambiente de pugnas por el sentido de sus palabras, sabe cómo hacer para no otorgar muy fácilmente nada a nadie. Este Papa que ha dicho  que “debe exigirse la redistribución de la riqueza”, es un popular jefe de Estado que habla con una sutileza —digamos— divertida, y muy amplia. De Ecuador dijo que es un pueblo que se ha levantado con dignidad. Y la disputa entre los polos ideológicos que marchan en este país por ganar el sentido de la frase parece que nunca será resuelta.

No era descabellado comparar al marxismo cuando Kundera se lo propuso en su primera novela, publicada en la Checoslovaquia de 1967, donde había, y sigue habiendo, más ateos que cristianos. Y no es descabellado comparar a la izquierda con la cristiandad en América Latina, una región donde los sacerdotes a los que recordamos estaban alineados a esa tendencia izquierdosa que es la teología de la liberación; donde Ernesto Cardenal fue pieza clave en el triunfo de la Revolución Sandinista y luego ocupó un lugar en el gabinete de Daniel Ortega a finales de los setenta (con regaño incluido de Juan Pablo II); donde evocamos nombres como los de Leonidas Proaño en Ecuador, Óscar Romero en El Salvador y Luis Espinal en Bolivia como gente que estuvo del lado de los oprimidos.

El concepto de ‘justicia social’, que tanto se usa hoy entre los partidarios de los gobiernos progresistas de América Latina no es nuevo. Se lo inventó durante el siglo XIX el sacerdote italiano Luigi Taparelli.Eran los tiempos de la Revolución Industrial, es decir, en ciudades que empezaban a sobrepoblarse, había una lucha por igualar la relación entre el trabajo y el capital. Por esa misma época, Karl Marx y Engels escribían el Manifiesto Comunista. El origen de las preocupaciones era el mismo, pero la Doctrina Social de la Iglesia y el Marxismo crecieron —aunque parecidos— por caminos aislados.

En Ecuador, Francisco dijo que “somos muy prejuiciosos, enseguida etiquetamos a una persona para, en el fondo, esquivar el diálogo”. Es la tragedia que Kundera le dibujó a Kostka. El autor —un ateo orgulloso— solo fue capaz de aquello cuando sintió empatía con los cristianos que eran reprimidos por el comunismo. Y poco a poco, Kundera también fue cayendo en desgracia.Es la tragedia del que intenta entender las cosas en su contexto, del que abandona aquella lógica de la instrumentalización del discurso. Como dice el Papa, es todo cuestión de hermenéutica. (I)

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