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Análisis

Cine y reproducción ideológica: a propósito del Óscar industrial

Alejandro González Iñárritu, director de Birdman, durante su discurso en los Óscar 2015.
Alejandro González Iñárritu, director de Birdman, durante su discurso en los Óscar 2015.
30 de marzo de 2015 - 00:00 - Iván Rodrigo Mendizábal, Investigador y docente universitario

Las entregas recientes de premios Óscar a un filme norteamericano, Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia (2014), y a su director, un latinoamericano, Alejandro González Iñárritu, ponen de manifiesto, una vez más, que la factura de las imágenes traspasa las fronteras. Para decirlo de otro modo, la imagen cinematográfica es hoy la manifestación de cómo el código industrial norteamericano, que construye los imaginarios sociales globales, se ha convertido en objeto de apropiación por parte de los cineastas, tanto más por los latinoamericanos.

Birdman es, desde ya, una apuesta estética de valor y también la posible metáfora de las implicancias de lo que supone ese código perfeccionado por la industria norteamericana y que se constituye en una especie de lenguaje universal para hacer imágenes y con ellas plantear discursos.

Lo anterior se podría discutir a partir de ciertos criterios: el Óscar como premio de la industria cinematográfica que pasa como si fuera el premio por excelencia al arte cinematográfico; la impostura del código de la imagen industrial asumido como si fuera universal de la expresión de las imágenes; la tensión discursiva que implica el Óscar.

La industria cinematográfica determinada por el modelo norteamericano

Es ya conocida la discusión respecto al modelo industrial americano y la determinación y problematización de otras industrias nacionales. El debate fue expuesto por los filósofos de la escuela de Frankfurt, Theodor Adorno y Max Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración (1944), en la que realizaban el análisis y la crítica de la sociedad de masas y el consumo creado por los medios masivos y la industria cultural prevaleciente.

En su momento, Adorno y Horkheimer examinaban el rol de la radio y del cine. Sus observaciones retaban al funcionalismo sobre el que la industria audiovisual se fundaba, demostrando que el cine americano modela los valores y las conductas de la gente; organiza los imaginarios de la sociedad, manipulando las inquietudes y los deseos; cosifica a los individuos, así, cosificar implica la producción de un efecto ilusorio en el que el espectador cree cumplir su sueño de realidad, pero que en realidad es la producción de su propia alienación. De ahí que ellos expresen: “Cada película es el avance publicitario de la siguiente, que promete reunir una vez más a la misma pareja bajo el mismo cielo exótico: quien llega con retraso no sabe si asiste al avance de la próxima película o ya a la que ha ido a ver”. Es decir, el cine es el medio publicitario del sueño americano y de la ideología capitalista dominante, utilizando el artificio del denominativo ‘arte cinematográfico’.

Amparado en esta certeza, el cine industrial norteamericano no puede considerarse como neutro: desde su inicio forma parte de todo el universo del capital por lo que ofrece mercancías direccionadas a lo sensible, anulando lo que pueda racionalizarse. Es así que en otra parte del libro se puede leer: “El espectador no debe necesitar de ningún pensamiento propio: el producto prescribe toda reacción, no en virtud de su contexto objetivo (que se desmorona en cuanto implica al pensamiento), sino a través de señales. Toda conexión lógica que requiera esfuerzo intelectual es cuidadosamente evitada”. El cine americano, por ello, se dirige hacia el entretenimiento, siendo este el mecanismo más eficaz por el cual la alienación opera.

Las tesis de Adorno y Horkheimer podrían parecer obsoletas en tiempos de la sociedad de la información —con el trasfondo de la globalización—. Pero aquellas permiten pensar la libertad de mercado y el impacto de la industria del cine en la cultura contemporánea.

El hecho que los premios Óscar nazcan y pertenezcan a la industria del cine hace ver que, independientemente de las observaciones antes planteadas, se erigen como un galardón que apuntala ciertos contenidos dentro de parámetros industriales convencionales que además implican la innovación siempre en sentido de sujetar lo sensible.

Hoy no es desconocido que los parámetros del cine industrial norteamericano sean el estándar de la producción audiovisual. Los EE.UU., si bien no tienen una entidad reguladora de contenidos ni una institución estatal que vele por su desarrollo, han promovido, desde la primera empresa de producción en Hollywood, en 1907, que el negocio sea privado. Gracias al modelo de mercado, este se ha constituido por conglomerados o majors en el que hay un supuesto pluralismo, pero donde se trabaja con un patrón unidimensional de producción. A su vez, este esquema involucra a variedad de empresas subsidiarias cuya finalidad es el posicionamiento de sus productos en los mercados. Esto quiere decir que el cine industrial estadounidense tiene su parte en el control de los mercados, al igual que de los valores sociales. Para ello los conglomerados tienen el consorcio, Motion Picture Association of America (MPAA), el cual vela por los intereses de la industria privada.

Es conocida la frase del expresidente republicano Herbert Hoover, durante la edad dorada del cine norteamericano, período en el que nacieron también los premios Óscar: “En los países en los que penetran las películas norteamericanas, vendemos dos veces más automóviles norteamericanos, fonógrafos norteamericanos y gorras norteamericanas”. Esta frase sigue vigente ya que muestra que detrás de las películas hay todo un movimiento de capitales al igual que de marcas, modas, tecnologías, etc.

Impostura del código productivo

Entonces, ¿en qué consiste ese código que implica la producción estandarizada del cine norteamericano? ¿Hay la posibilidad de romperlo?

En la medida que el cine americano ha penetrado en varios países occidentales con sus matrices narrativas, con sus esquemas de producción o el modo de estructurar contenidos y mensajes, mediante el llamado ‘lenguaje audiovisual’, su código productivo es reproducido en todos los niveles: desde las escuelas que enseñan a hacer cine, hasta los medios que imitan los éxitos y los esquemas que están detrás de ellos. Pero no solo eso, sino también el mecanismo publicitario implícito; es decir, al modo de Adorno y Horkheimer, el acostumbramiento de masas de espectadores para que ellos también sean parte del sistema de reproducción del consumo del capital.

Durante meses previos al Óscar, los medios de comunicación se abocan a una intensiva publicidad sobre los posibles postulados y ganadores. De esta situación tampoco escapa Ecuador. ¿Las empresas locales compran el espacio para hacer publicidad descarada? Se montan tandas en televisión para hablar del Óscar; incluso las tiendas de piratería de video promueven con bombos y platillos la compra de los productos candidatos, bajados todos ellos de Internet. Pero el hecho esencial es que, mediante la televisión y las salas cinematográficas, los espectadores aprenden intuitivamente a mirar, a pensar las realidades que muestra el cine y también a hacer imágenes.

De acuerdo con el MPAA, por ejemplo, el sector del cine norteamericano contribuyó a su economía con 130 billones de dólares en 2013 (es decir, su aporte creció en el 5% respecto al año 2012); asimismo, las exportaciones llegaron hasta 15,8 billones con un superávit de 13,4 billones en dicho año. En otras palabras, en 2013, EE.UU. exportó seis veces más que lo que importó en materia audiovisual. Se sabe del desequilibrio de las industrias cinematográficas de Europa, Asia e incluso de América Latina, frente a la norteamericana. Exportar imágenes y ficciones creadas por la industria cultural implica imponer imaginarios.

Y esto se da bajo la impostura estética cuyo código está —como ya apunté— socializado por los medios y por las dinámicas culturales locales que se adhieren a su lógica publicitaria. Tal estética y su código se pretenden universalistas en razón del público diverso al que están destinados; estos mezclan, de acuerdo a Joël Augros —en El dinero en Hollywood: financiación, producción, distribución y nuevos mercados (2000)—, lo convencional y lo nuevo, lo pertinente y lo entretenido, lo tranquilizador y lo estimulante, además de que tenga los niveles de excelencia industrial y que abra innovaciones que no siempre podrían ser aceptadas. Si el horizonte estético del cine norteamericano presenta ese conjunto de contrastes es porque su pretensión universalista tiene que ver con la desrreferencialización de la cultura local, orientándola, más bien, hacia una supuesta cultura homogénea y también global.

Tal estética prioriza ciertos códigos de la imagen, con planos y tipos de corte ‘vacíos’ de índole efectista. Giorgio Agamben en Repetición y detención: sobre el cine de Guy Debord (1998) apunta que la imagen publicitaria —que es la del cine— o la imagen producida en la sociedad del espectáculo tiene una indeterminación operada por su propia hechura: es una imagen sin imagen o una imagen que no muestra nada, que no tiene significado y que es vaciada por el ruido de los efectos especiales; la imagen del cine industrial es una imagen, y como tal, sin apariencia. Esto da pie a que entremos en la fascinación y luego en el desinterés. Dice Agamben: “el hombre es un ser interesado en las imágenes en sí. Los animales se interesan por las imágenes, pero solo en la medida que son engañados. Le podríamos mostrar a un pez la imagen de su pareja, y el pez extraerá su esperma; como también podríamos engañar a un pájaro con la imagen de su semejante con el fin de atraparlo. Pero una vez que el animal cae en cuenta que se trata de una imagen, perdería por completo el interés”.

Esta paradoja se puede aplicar al cine industrial de EE.UU. en la medida que explota el interés por las imágenes para que luego el consumidor pueda extraer su propio dinero para entrar en la cadena de consumo que luego se genera, productos comerciales por delante. Se sabe que el consumo produce alta cantidad de desecho luego del placer momentáneo.

Primera escena de Birdman. Michael Keaton, de espaldas, está inmerso en un monólogo y en el ruido ambiente.

Tensión discursiva

Muchos pueden argüir —contra los planteamientos anteriores— que los premios Óscar de 2015, así como otros de años anteriores, han recaído en filmes con cierto interés en lo social o en lo político; incluso el hecho de que los latinoamericanos se están haciendo de un premio que es, por su naturaleza, norteamericano, una especie de símbolo de la industria cultural de la nación estadounidense.

Pero ¿hay que creer que los cineastas norteamericanos —y los latinoamericanos que terminan llegando a Hollywood— estén haciendo plenamente un cine social, de género, de denuncia, de reivindicación, etc., en el sentido activista? Recordemos que cada época tiene su serie de filmes ‘correctos’ y también ‘políticamente correctos’. Para no ir muy lejos, en la era Reagan fueron populares: First Blood (1982) de Ted Kotcheff, Rambo: First Blood part II (1985) de George P. Cosmatos y Rambo III (1988) de Peter MacDonald, todos de la serie Rambo. La última, John Rambo (2008) de Sylvester Stallone, fue puesta en circulación en el gobierno de George W. Bush. Asimismo se conoce que Reagan en 1985 dijo: “Tras ver Rambo anoche, ya sé lo que haré la próxima vez”, en alusión a que no se volvería a repetir el secuestro de norteamericanos en Beirut. El cine industrial de corte republicano, en todo caso, puso en evidencia una serie de imaginarios ligados a la guerra o a la intervención internacional.

La era de los demócratas parece que tienen más voces sociales que guerristas. Pero ello no quiere decir que las visiones sobre la realidad sean distintas. En la era de Carter una de las preocupaciones era la inmigración hacia EE.UU. Así, Alien, el octavo pasajero (1979) de Ridley Scott, puso en el tapete de la discusión la monstruosidad del otro extrafronteras —en clave de ciencia ficción—. La era de Obama en apariencia auspicia un cine más abierto, político e intercultural. Django Unchained (2012) de Quentin Tarantino o Zero Dark Thirty (2012) de Kathryn Bigelow son dos ejemplos que apuntan a lo interracial pero también de la caza de terroristas. Sin embargo, es preciso considerar Los vengadores (2012) de Joss Whedon y una serie de filmes de superhéroes: con ellos se quiere pensar sobre la emergencia de los otros en el seno de la sociedad norteamericana y cómo deben integrarse a la nación tras reconocer sus potencialidades. Lo contrario es su expulsión como se ilustra metafóricamente en Abraham Licoln, cazador de vampiros (2012) de Timur Bekmambetov; en dicho filme el monstruo es del Sur.

Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia de González Inárritu es una apuesta que, a mi modo de ver, sintetiza visualmente las tensiones discursivas dadas en la industria cinematográfica y la sociedad norteamericana: estas tienen que ver con cómo aquélla va adaptándose, mimetizándose, haciendo frente a las resistencias sociales y políticas que genera la presencia de EE.UU. en el plano internacional —y que seguramente es objeto de atención de cierta opinión pública allá—.

En Birdman hay tres cuestiones que están en juego: la representación teatral de una obra de Raymond Carver de corte intimista y catastrofista sobre la pareja —en el fondo sobre los valores que sostienen la vida cotidiana de los americanos—; el conflicto de una actor de cine, quien hace teatro, tras haber interpretado a un superhéroe; y luego, la puesta en escena de la realidad mediante el plano secuencia, el cual esta vez tiene la dimensión totalizante en el caso expresivo.

Quizá en la tensión entre la representación ficticia de una situación anodina relacionada con la vida social de las personas y el revivir al superhéroe en la vida cotidiana es el conflicto que alimenta a la producción cinematográfica americana. Tiene que ver con eso que Slavoj Zizek decía —para el caso habría que volver a revisar a El sublime objeto de la ideología (1989)— acerca del Gran Otro, es decir, ese orden simbólico, esa ficción simbólica necesaria y organizadora de la vida convencional, frente a Lo Otro, es decir, lo reprimido y que es retomado por las ficciones otras.

El cine de la era Obama produce superhéroes, es decir, imágenes de identidad y autoidentificación frente a los conflictos sociales y políticos amenazantes. Este cine, sin embargo, no muestra necesariamente la tolerancia hacia el otro diferente, sino también su contención —¿no son acaso las recurrentes imágenes sobre Irak o sobre Afganistán, etc., las que pugnan para ser vistas, como es el caso de American Sniper (2014) de Clint Esatwood?—.

Birdman parece mostrar, de modo contrastante, que en el cine lo identitario es emergente frente a lo local, a lo americano, que es decadente y que exige su protagonismo. Es una lucha entre dos regímenes de vida. Uno, el del Gran Otro, el de la tradicional nación americana contra el de Lo Otro, el de ese mundo de migrantes que ya vive en el interior de EE.UU., el cual igualmente se ha apropiado de la identidad americana.

Entonces, si la posible discusión en el seno de la sociedad es poner coto a eso que es emergente y que se ha apropiado de la identidad —es el momento del ‘suicidio’ del protagonista frente a los espectadores—, el director parece plantear que más bien esta es la oportunidad del vuelo hacia la fantasía, para abrazar el pensamiento diverso —el momento del hospital y el ‘vuelo’ libertario— que viene de afuera.

En este sentido, González Iñárritu, cuando recibía el premio Óscar afirmaba: “Quiero dedicarle este premio a mis compatriotas en México —ruego para que podamos encontrar y tener el gobierno que nos merecemos—, [y] a la generación de inmigrantes que están viviendo en este país, para que puedan ser tratados con el mismo respeto y dignidad que la gente que llegó antes”. Tal declaración habla de la necesidad de un buen gobierno pero también aborda el tema de la migración. ¿Apoyo a la reforma migratoria promovida por el gobierno norteamericano o crítica al sistema de gobierno mexicano que lleva a que muchos ciudadanos se vayan al país del norte?

Así, lo que muestra el Óscar es cómo la industria cinematográfica aprovecha las ideas —inmigración—, y la técnica innovadora —plano secuencia—, además que reaprende esto del tiempo simultáneo global — videojuegos e Internet— como mirada propia de la sociedad de la información. Pero sobre todo, muestra cómo hacer que un latinoamericano, desde el plano de la empresa privada, aleccione a algún gobierno a implementar más bien políticas antiemigratorias. Acá vemos nuevamente en ejercicio la cosificación y sus paradojas.

Finalmente, respecto a la publicidad, la noche del Óscar 2015 fue de calzoncillos. González Iñárritu aludió a ellos; en su filme se mostraron calzoncillos; el presentador de los premios en un momento apareció en calzoncillos. Se comenta que detrás había, si no una, ciertas marcas en juego. Antes, en el 2014 fue el turno de los selfies y con ello la marca de un móvil lanzado al mercado. Vale la pena no olvidar el product placement en la totalidad de las producciones cinematográficas. Sin embargo, eso de los calzoncillos también da mucho qué pensar.

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