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Amy Winehouse, la cantante afónica que nos profetizó Kafka

Amy Winehouse, la cantante afónica que nos profetizó Kafka
Foto: AFP
23 de julio de 2016 - 10:45 - Jéssica Zambrano Alvarado

En el cementerio de un pueblo boliviano el poeta Julio Barriga se reúne a beber y a hablar con sus amigos sobre Amy Winehouse (Londres, 1983-2011). Luego se dirige a su pequeña habitación desordenada y de vidrios rotos, pero antes pasa por un jardín para cortar una rosa roja. Al llegar acude al rincón, donde entre velas, flores marchitas y un póster a media tinta está su altar para Amy. Parado frente a esa imagen parecería confesarse mientras hace sonar sus canciones en un pequeño parlante.

Barriga es un poeta borracho, desgreñado, que se está quedando calvo y solo con el paso de los años. Se refugia en la voz de una mujer que murió antes que él, siendo mucho más joven y, tal vez, menos tóxica. Cuando escuchó a Amy Winehouse sintió que lo atravesó una lanza. Cuando por casualidad encontró un periódico en el piso que anunciaba su muerte, hace ya cinco años, se encerró tres días a beber por ella.

Barriga cree en Amy Winehouse como una Circe, como esa diosa que es, al mismo tiempo, hechicera en la mitología griega. Es fanático de ellas porque “tienen la capacidad de satisfacernos a miles y millones subliminalmente y sin otro contacto que con la proyección de sus bellos seres”.

Así lo dice en su libro Texto de amor para Amy Winehouse (además todas mis cantantes). “Amy piernas de palillo, ectoplasmática. Ojos siderales de Lilith en una Babilonia informática, sus tatuajes lombrosianos, su frondosa cabellera. Y parece que toda esa inmensidad (cantar seductoramente) le costaría menos que tirarse un pedo, es un pajarito, es un tigre instantáneamente y a voluntad cantando con perfecta ecuanimidad de las estatuas —dice en el mismo texto, viralizado por los fans de la cantante después de su muerte—. Realmente a Amy todo le vale un reverendo carajo [...] Ella es la cantante afónica, la cantante del pueblo de los ratones de que nos habla Kafka”.

Cuando Amy Winehouse inició su carrera como solista estuvo en el Festival Glastonbury, un evento musical que coincide con el solsticio de verano. Había grabado Frank, su primer disco. Su cabello, entonces, no era una bomba y el delineador alrededor de sus párpados no era tan notorio como lo sería luego. Ese día llovía. La gente que fue a verla cantaba en medio del agua y bajo paraguas. Cuando Amy salió prometió que con música haría salir el sol. Y así fue.

A los 20, los productores y músicos que acompañaron y trabajaron con su voz decían que tenía el tono de una cantante de jazz de 60 años y no se imaginaban cómo sería en dos décadas más. Ahora sí la imaginan.

Aprendió a cantar con clásicos, oyendo y repitiendo las voces de sus ídolos: Frank Sinatra, Peggy Lee, Nina Simone o Ella Fitzgerald. En 2003, luego de pasar por pubs y agrupaciones musicales, lanzó su primer disco, que estuvo entre los primeros lugares de los más sonados en el Reino Unido. A diferencia de otras voces contemporáneas que también utilizan el ‘soul’, como la estadounidense Norah Jones, Amy acaparó la prensa desde el primer momento.

Con Frank empezó su lucha mediática. No quería que la confundieran con una diva, ni ser como Dido o las Spice Girls. Su imagen no era un truco de la producción, repetía cada vez que se lo preguntaban. Era un efecto sintomático de su propia evolución, de cómo se sentía con lo que hacía, con lo que vivía. “La música era como una persona a la que ella necesitaba, por la que daría la vida”, dice en el documental Amy, de Asif Kapadia, el pianista Sam Beste. En ese primer momento de su carrera, Amy Winehouse reconocía su estado depresivo y se sentía afortunada por tener la música como una válvula de escape.

Cuando conoció a Blake, su exesposo, los productores le pedían un nuevo disco, nuevas canciones, que su voz vuelva a las radios con más fuerza. Pero solo tras su primera ruptura amorosa con él pudo tomar distancia y dedicarse a componer las canciones del disco más representativo de su carrera: Back to black.

Con él ganó cinco premios en los Grammy de 2008, e igualó el récord impuesto por Lauryn Hill, Alicia Keys, Beyoncé Knowles, Norah Jones y Alison Krauss. Con él, también, empezó a mostrar su inseguridad. En un documental producido por la cadena de televisión MTV, Amy dice no estar conforme con su aspecto: “Soy cantante, no modelo. Cuanto más insegura, más bebo; cuanto más insegura estoy, más grande es el moño”.

Su segundo disco, influenciado por el rock de bandas femeninas de garaje, la fuerza del jazz y la tristeza del blues, inició su relación fallida con los medios, paralela a sus adicciones, la bulimia —que padecía desde la adolescencia— y un peinado cada vez más grande y sonoro.

El polémico documental de Kapadia, rechazado por la familia de Amy, recrea la imagen de una cantante que se deja llevar por las decisiones de quienes ama: Blake, su padre taxista, o el rechazo de sus amigas cuando el consumo de drogas y alcohol, junto a los efectos de la bulimia, cala fuertemente en su salud. La garantía de que sus presentaciones tuvieran la fuerza que había proyectado en sus inicios, cuando lograba que saliera el sol, ahora era parte del azar.

En su último concierto, uno de los más vistos en YouTube, Amy se había desesperado, no había dejado de beber y, sin embargo, fue embarcada en un avión directo a Serbia. Cuando subió al escenario no cargaba inseguridades. El moño no era tan grande, pero tampoco podía cantar. Las canciones de Back to black ya no tenían sentido para ella. “Era una cantante verdadera de jazz y a una cantante de jazz no le gusta estar frente a 50 mil personas. Debería ser vista como Ella Fitzgerald y Billie Holiday. Si hubiera podido decirle algo le hubiera dicho ‘ve con calma. Eres importante, la vida te enseña a vivir si vives lo suficiente”, dice uno de sus ídolos, el cantante estadounidense Tonny Bennet, en el documental de Kapadia.

Amy, como Julio Barriga, asumió la necesidad de la fiesta en el transcurso del tiempo, “como la mayoría de la humanidad. Sin ello no sería soportable conciliar mundo y muerte”. Amy, para Barriga, quizás, su único viudo, “gime gruñe, suspira, solloza, jadea, se enfurruña, calla... y todo es canto. A la final me parece que canta como si no estuviera cantando. O como dice Hölderlin de Orfeo: Ella ya no está, en su lugar creció un árbol de canto [...] Que haya siempre una mujer cantando en el horizonte mientras nos dirigimos a la muerte. Que esa mujer sea Amy”. (I)

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