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El Telégrafo
Roberto Follari (*)

Yachay, ¿buen vivir o tecnocracia?

16 de mayo de 2014

De un lado están los que confunden Buen Vivir con un retorno bucólico a lo pastoril y preindustrial; del otro, los que suponen que el desarrollo es un imperativo al cual hay que sacrificar cualquier otra consideración. Yachay es una iniciativa que difícilmente caería hacia la primera de esas opciones, pero podría -si no se conduce con cuidado- acercarse a la posibilidad de la segunda.

Nociones producidas desde el seno mismo del empresariado capitalista de los países centrales (por ej., ‘sociedad del conocimiento’) de ningún modo podrían ser simplemente descartadas por ello; pero tampoco pueden ser incorporadas sin reservas en un proyecto político popular e incluyente. La idea de ligar a los conocimientos con efectos tecnológicos e industriales existe hace tiempo en el capitalismo central, y en algunos casos han dado frutos valiosos.

Pero -debe entenderse- considerados valiosos dentro de los parámetros ideológicos dominantes en esos países. Es decir, ha bastado que la ciencia se traduzca en ganancia para que se considere como un éxito. Y es cierto que la economía con inclusión popular requiere también buena capacidad de competencia con ganancia consiguiente en el mercado internacional, y para ello fuerte innovación tecnológica: pero también debe atender a otras cuestiones, relacionadas con la noción de Buen Vivir que orienta el Plan Nacional de Desarrollo 2013-2017 en Ecuador.

Vale la ciencia tecnológicamente aplicada, pero también la básica; valen las ciencias físico-naturales, pero son decisivas también las sociales: sin permanente control social de los efectos de la tecnología y de la industrialización, se carecería de contrapesos a una versión puramente economicista del desarrollo social. Vale el conocimiento que sirve a la tecnología, pero también el que critica algunos efectos sociales problemáticos de la tecnología. Vale el uso del idioma inglés, pero debemos priorizar los idiomas locales, sin dudas el castellano, e incluso el quichua, que remite a los saberes/otros de culturas ancestrales que no debieran ser arrasadas por el progreso, la modernización o el avance industrial.

Nada de volver a imaginarios arcaicos que impiden todo uso del suelo, como los que aparecen en cierto ecologismo extremo -hoy ideológicamente esgrimido desde algunas izquierdas-. Esos fundamentalismos cuasi-milenaristas impiden el desarrollo social, y paralizan a un país dentro del espacio del comercio internacional y la competencia planetaria. Pero tampoco la tentación tecnocrática de reducir el conocimiento a lo aplicable, la ciencia a la tecnología, el Buen Vivir a los índices de crecimiento económico.

Lo tecnocrático no es un acto de mala fe, es el efecto no deseado y relativamente automático de prácticas que pueden hacerse desde la mejor voluntad de fomentar el avance industrial y la potencialidad tecnológica de un país. Por ello, la lectura de Max Weber y de la Escuela de Frankfurt -además de la atención al colorido polifacético de nuestras culturas latinas e indianas- deben servir de contrapeso a cualquier tentación de subordinar el Buen Vivir al avance tecnológico, en vez de, como correspondería saludablemente, hacer esa ecuación a la inversa.

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