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El Telégrafo
Alfredo Vera

Mundo indígena

06 de enero de 2015

El tema del mundo indígena lo conozco bastante bien a partir de dos etapas en que cumplí funciones de servidor público: la primera cuando, en mi calidad de Ministro de Educación (1988-1991), el presidente Rodrigo Borja me dispuso atender el pedido de comunidades indígenas para llegar a institucionalizar la educación primaria en el idioma ancestral de ellos, en una tarea muy compleja, amplia y fecunda que revolucionó esos sectores campesinos y demandó gran dedicación, paralela a la campaña de alfabetización ‘Monseñor Leonidas Proaño’. Ambos proyectos se ganaron la tenaz y absurda oposición del MPD, como siempre ocurrió en los temas encarados para tratar de mejorar el sistema educativo.

La segunda, cuando, como asambleísta (Sangolquí, 1998) de la Izquierda Democrática, nos agrupamos con Pachakutik y socialistas en un minoritario segmento integrado para luchar contra la aplanadora de mayoría socialcristiana, democratacristiana y el apoyo solapado del MPD.

En ambas circunstancias llegué a comprender que el poncho no hace al indígena sino su conciencia, su inteligencia, su lengua, su ancestro cultural, su autoestima y la lealtad a esos y otros valores y que sale verdadera aquella antigua sentencia de que el hábito no hace al monje.

Es decir que, como todo ser humano, las gentes que pertenecen a esas comunidades tienen sus pasiones, sus adhesiones, sus virtudes, sus amores, sus ambiciones, sus odios, sus rencores: igualito que los afrodescendientes, que los mestizos, que los blancos.

Son como todos los seres humanos. Y cuando se agrupan y crean sus organizaciones, ellas son como todas las otras organizaciones del mundo, con los tintes ideológicos, políticos, económicos, divisiones internas y desbordes propios de las pasiones humanas. Los ponchos, como todo objeto físico, no protegen ni cambian la naturaleza ni la conducta de los individuos.

No por ser indígenas están en otra jerarquía de las escalas sociales, ni aquí ni en otros lares, y tienen que manejarse sin favores ni limitaciones, igual que todos los otros ciudadanos de nuestra patria, con las mismas leyes y obligados a las mismas regulaciones.

Sus derechos constitucionales no pueden ser conculcados ni favorecidos por nadie; y si en el pasado fueron víctimas de discriminaciones, esas conductas no pueden repetirse ni engendrar derecho alguno para demandar privilegios, cuando el ideal supremo de la justicia es que en una sociedad democrática no haya ni lo uno ni lo otro.

No se puede negar sin calumniar que este Gobierno haya distribuido sus obras físicas y sus políticas sociales con un firme sentido de integración y equidad, sin marginación ni privilegios. Pero, en cambio, sí se puede señalar que, afectados por la odiosidad política, algunos dirigentes que hoy reclaman por su condición de indígenas nunca dijeron nada ni asumieron actitud alguna, por ejemplo, por la salida de la base militar de Manta, por la declaratoria de persona ingrata a la embajadora de Estados Unidos, por la adhesión a la Alba, por la política de solidaridad con Cuba, por las agresiones de Chevron, por el ataque de Angostura, etc.; es decir, por aquellos temas que tienen un clarísimo tinte ideológico que define si se está con la izquierda o con la derecha.

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