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El Telégrafo
Karla Morales

Los zapatos muertos

18 de enero de 2015 - 00:00

Desde chica he conocido un Guayaquil distinto del que los medios de comunicación tradicionales nos ponen en pantalla o papel. La ‘perla’ tiene esa capacidad de hacerte sentir que juegas de local y de visitante a la vez, y es que siempre te la conoces toda al mismo tiempo que te pierdes aún en muchos rincones. No hablo de ir a visitar sitios turísticos o monumentos, me refiero a esa magia que envuelve a Guayaquil y que la llena de lugares, imágenes e historias a diario. Una de las cosas más peculiares que tiene ‘la capital’ del calor es esa costumbre, casi quijotesca, de llevar con orgullo sus cables con zapatos.

Muchos cuentos se han creado alrededor de esta práctica. No me opongo a la regeneración, pero sí me duele cómo esa desesperada necesidad de convertir a la ‘perla’ en ciudad cosmopolita y con identidad, es precisamente lo que hizo que no viéramos lo evidente: dar identidad no es destruir precisamente lo que nos define.

Dudo mucho que nuestras generaciones anteriores conozcan el ‘shoefiti’ y se hayan inspirado en este a la hora de lanzar sus viejos zapatos al aire y dejarlos colgando. Sin embargo, es un movimiento que no puedo pasar por alto. ‘Shoefiti’ es el resultado de unir las palabras ‘shoe’ (zapato en inglés) con la terminación de ‘graffiti’, denominación que se origina en Londres, donde también hay zapatos colgados, pero su presencia está vinculada a una manifestación artística urbana similar a los graffitis. En Londres y EE.UU. también se los atribuye a la ‘señalética criminal’. Es así como se marca referencias a un lugar habitual de venta de droga o donde resulta fácil cometer un robo.

No creo que en Guayaquil nuestros zapatos guarden esas historias. Me quedo con la explicación que me dio don Joaquín. Él es heladero, maestro en el uso y manipulación de la campana para llamar a su clientela y antojarla de helado (como si el sol guayaco no fuera suficiente razón), usa sus infaltables zapatos de lona porque “hacen del asfalto algo llevadero”, no mide más de 1,55 y tiene ese tono de piel propio del puerto: un color tostado que da origen al cafecito que llevamos casi todos, especialmente de diciembre a abril.

El supo explicarme justo lo que mi memoria quería oficialmente registrar. Colgar los zapatos es una costumbre pelotera y de barrio. Las calles también son canchas y los carros sirven para delimitarlas. Se cierran las esquinas, se arman los equipos y se anuncia el paso de algún carro abrazando la pelota y deteniendo el juego. El equipo que pierde no solo sufre goles sino que también se queda sin zapatos.

Joaquín me confesó y atribuyó el origen de esa religiosa práctica a los heladeros. Me dijo “niña, no hay mejor pelotero de calle que nosotros. Si no, fíjese en los barrios donde andamos, nunca falta una pelota y un helado”. Y tiene razón.

Conozco de muchos casos donde el primer acto financiero corresponde a los negocios entre niños y heladeros. O, ¿acaso no han visto cómo un sobrino invita los helados porque el heladero “le debe”?  Para no cambiar de tema y seguir con los zapatos, Joaquín me explicó que perderlos no solo era el trofeo del ganador sino que generaba ese placer de ver al rival caminar descalzo en la misma ‘cancha’.

Me dijo “niña, verlo ir a su caleta en puntillas es bacansísimo”. Me arrancó risas y a la vez me hizo encabronar, ¿en qué momento nuestro fútbol perdió estas alegrías?, ¿cuándo nos quitaron esa pasión sin precio?, ¿quién les dijo a los dirigentes y autoridades que nuestra identidad está en monumentos? Los zapatos muertos están muriendo. Los cables ya no usan zapatos. Y nosotros, nuestros hijos y los que vendrán, nos estamos quedando sin memoria.

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