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El período de gestión de Marco Antonio Rodríguez en la Casa de la Cultura Ecuatoriana no podía tener peor fin: citado a una audiencia en el Juzgado Décimo Segundo de Garantías Penales de Pichincha, en el edificio de la Policía Judicial.
La razón: la vieja práctica, mañosa y tramposa, de la Junta Plenaria que para torcer los resultados resolvió volver a convocar a elecciones en dos núcleos de la Casa de la Cultura, Zamora y Santo Domingo de los Tsáchilas. De este modo pretendían impedir el triunfo legítimo del candidato Raúl Pérez Torres, quien, para que se respete el resultado de las elecciones, presentó una acción de protección. La jueza Paulina Sarzosa determinó la suspensión inmediata de esa resolución de la Junta Plenaria y la proclamación de los resultados reales de las elecciones.
Pero las acciones judiciales y policiales no son nuevas en la Casa de la Cultura. Hace pocas semanas realizaron un operativo en el Núcleo de Santo Domingo de los Tsáchilas para detener a su presidente y otros nueve funcionarios por actos de corrupción.
Pero no solo eso, sino que luego la misma Junta Plenaria, el 13 de agosto, resuelve nombrar a Alberto Santoro como presidente interino. Frente a esta ilegítima decisión, los propios empleados y funcionarios de la Casa decidieron desconocer dicho nombramiento y vestir de luto, pues había muerto la ética, la transparencia, el respeto y la legalidad. En verdad la Casa de la Cultura no estaba enferma, sino moribunda. Y vaya paradoja, Marco Antonio Rodríguez resultó ser su sepulturero.
Una institución como la Casa de la Cultura, con su vasta trayectoria, con su infraestructura física, no solo en la matriz sino en todas las provincias, merece otro presente y, obviamente, otro futuro. En la última década, la autonomía solo ha servido para institucionalizar la mediocridad y la mañosería, para garantizar espacios de privilegios para unos pocos, para evitar procesos de rendición de cuentas, y para eternizar a los presidentes y sus grupos en esos espacios de poder cultural.
La Casa debe ser sometida a una inmediata auditoría y luego a un proceso de reestructuración que le permita levantarse de sus cenizas y volver a iluminar la patria. El ejercicio cultural debe estar a la vanguardia de cualquier proceso de cambio y transformación.
El pensamiento crítico, que es irrenunciable, debe servir como guía y faro. Todo acto de creación y pensamiento, libres e independientes, debe contribuir no solo a forjar un país soberano sino a consolidar las identidades nacionales. Y debe también ser parte fundamental de la recuperación del orgullo y la dignidad.