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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

La casa en orden

17 de agosto de 2016

Poner en orden un sitio que ha sido proverbialmente desordenado desde sus orígenes no es fácil ni sencillo. Difícil tarea esa de revisarlo todo, ver dónde sobra, dónde ha faltado, dónde lo que hay no se utiliza bien. Sacar a un lado los trastos desportillados, ver cuáles se reemplazan, cuáles todavía pueden servir, cuáles se regalan y a quién. Duro desprenderse de muchas cosas que tal vez todavía pueden servir, pero que quizá sirvan más si nos deshacemos de ellas, aunque sea en una venta de garaje.

Siempre se corre el riesgo de lastimar a alguien. Sobre todo cuando de redistribuir los privilegios se trata. Todo el mundo tendrá buenas razones para defender aquello que considera conquistas justamente obtenidas, sea por el motivo que sea. El ser humano es así. Los niveles de consciencia todavía no se elevan al nivel del adulto altruista que puede decir, sin que se le arrugue para nada la sonrisa: “Sí, tal vez es una conquista justamente obtenida, pero quizás abdicar de ella le sirva al bien común”. Eso es casi imposible. Y mientras más se tiene, o más se obtiene, es más complicado.

Alguna vez, en un centro de educación radiofónica, hubo un problema económico debido a alguna circunstancia gubernamental o cosa parecida. Se anunciaban recortes de todo tipo. La gente de la oficina se puso tensa. Y la respuesta surgió de uno de los humildes profesores coordinadores de un centro parroquial, pues ellos recibían una bonificación, todavía en sucres, cuyo monto escapa a la memoria. En una de las acaloradas reuniones para defender derechos y conquistas, él dijo, sencillamente: “Si es que esto puede ayudar, renuncio a mi bonificación”.

Posiblemente, de entre todas las personas asistentes a aquel encuentro, él era una de las que más necesitaba aquel dinero. Y huelga decir que nadie más se sumó a la propuesta. Es muy posible que hasta lo hayan tildado de tonto. Sin embargo, esa sencilla frase, dicha con serenidad y aplomo en medio de una retahíla de reclamos, a otros les pareció noble y sensata. Habló de lo que es realmente comprender que, a veces, para salvaguardar el bien común, hace falta ceder un poco el propio espacio.

Es en momentos de crisis cuando salen a resurgir, lamentablemente a partes desiguales, los pozos de mezquindad y los manantiales de nobleza. Cada uno lleva el agua a su molino, y las viejas rencillas, disputas y resentimientos se reactivan. Todo el mundo piensa en sus derechos, nadie se acuerda de sus deberes, y de entre ellos, del principal: a veces ceder un poco de espacio puede revertirse en que haya un espacio menos desigual para todos. Cada uno cree que tiene capacidades especiales para algo, y así es. Sin embargo, ¿no son esas capacidades dones que nos ponen al servicio de una comunidad, de un grupo mayor, de un bien ulterior?

Poner la casa, el país, el microuniverso en que habitamos en orden puede ser una tarea dolorosa para más de uno. Sin embargo, si no se lo hace se creará un caldo de cultivo para posteriores desórdenes, cada vez más intrincados y más difíciles de reorganizar. Obviamente, quienes medran del desorden siempre tendrán un motivo para quejarse. Quienes detentan privilegios y prebendas rara vez harán lo que aquel humilde profesor de un centro de educación para adultos menos afortunados que él. Eso siempre es mucho pedir. Y sin embargo, qué sano y edificante sería que más gente pudiera actuar así. (O)

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