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El Telégrafo
Melania Mora Witt

Cultura y política

13 de diciembre de 2014

Con cierta frecuencia encontramos declaraciones de funcionarios o personas relacionadas con los quehaceres culturales, en las que se resalta y aclara su distancia de la política, atribuyéndose el mérito de incursionar en la primera y denostar la segunda. Tal actitud es aplaudida por sectores muy bien identificados, generalmente afines a  la derecha tradicional y remozada.

Largamente se ha discutido sobre lo que es cultura y su relación con la política; ya Aristóteles planteó hace mucho que el ser humano es un animal con esa característica. Las manifestaciones artísticas y literarias son parte de ese riquísimo conjunto, que los pueblos van construyendo a lo largo del tiempo. La famosa consigna del ‘arte por el arte’ ha sido desplazada al comprobar que las actividades que se cumplen en ese ámbito son realizadas por personas que tienen una posición económica y social, que se refleja, por adhesión o rechazo, en sus obras. No se trata de un reduccionismo determinista, pero corresponde a la lógica simple de que no piensa lo mismo el que vive en una choza respecto del que lo hace en un palacio, como lo señaló un antiguo pensador.

Es verdad que hay casos en los cuales el escritor, músico, cineasta, artista plástico, toma partido por el sector que se opone a los cambios y, no obstante, mantiene un alto nivel en su trabajo que por ello trasciende su época y circunstancias. Sin embargo se trata de casos excepcionales, pues, en no pocas ocasiones, la obra de un intelectual reaccionario no lo es. Los ejemplos son numerosos y en América Latina los tenemos cercanos. Frente a ello, la mayoría de los grandes nombres que han perdurado son los de aquellos que fueron fieles a su tiempo y  al conglomerado humano del que formaban parte.

¿Qué significa en nuestro tiempo y en nuestros países hacer una cultura ‘no política’? En síntesis, es apartarse de la corriente caudalosa de transformaciones sociales que en medio de dura lucha van consolidándose por la acción de pueblos y gobiernos que decidieron dejar atrás épocas de explotación y miseria.

Si lo que se quiere afirmar es que no habrá un tinte proselitista en la acción a cumplir y se tendrá una visión incluyente, en la que cuente únicamente el talento, tal posición es plausible, pero los hechos demuestran en cortos plazos que generalmente sucede  lo contrario.

Los trabajadores de toda índole, incluyendo a los intelectuales, somos fundamental y primariamente personas con una ideología marcada por nuestro origen y circunstancias. Las influencias del medio son poderosas y, a veces, las durezas de la vida pueden inclinarnos hacia visiones que no corresponden a lo que somos.

Lo que es imposible es que no tengamos una posición frente a la realidad en la que nos toca existir. Por eso no existe la apoliticidad y quienes la invocan, probablemente, lo que hacen es reconocer su identificación con corrientes contrarias a las progresistas, que acaso alguna vez tuvieron.

En la vida y en la acción cultural hay que tomar decisiones. Reconocerlo es más honesto que denigrar la política como una mala palabra.

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