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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

La cúspide y el mar

14 de agosto de 2017 - 00:00

Era un reino situado en la cima del planeta. Lleno de vistas de llanuras y océanos que daban la sensación de que dando la vuelta al lugar ¿al territorio? se podría apreciar lo que pasaba fuera de los límites y espiar a los vecinos de los pueblos bajos. Las autoridades estaban tranquilas con unas gentes que se dedicaban, por obra de un punto fijo, a la inútil tarea de escudriñar los sucesos que ocurrían en el valle, mientras adentro el veneno se esparcía y no laceraba a nadie; porque el horizonte procuraba a los lugareños una emoción sin par, casi mística, de siempre mirar más allá, apartadamente, es decir, soñar ser como ellos, los otros, los que se exponían felices al calor, allende al mar, comiendo peces, huevecillos y crustáceos.

La verdad es que no podían ver muy lejos. Carecían de binoculares modernos, su adelanto técnico era mínimo y en pocas fechas viajaban para conocer de cerca esas comarcas que desde lo alto consideraban boyantes y con hombres y mujeres que se movían animosos en un clima templado y manso.

Cuando no se puede ver lejos, todo paisaje, incluido el de entes que hablan, resulta un embeleso que en vez de forjar fuerzas sabias y estéticas, cede a otros la energía que se guarda para ocultar la miseria que también es parte de lo humano. Ese pueblo altísimo, con habitantes curiosos pero sin expectativas –más que la contemplación fría del porvenir-, aunque ansiaran, en secreto, ser como ellos, un tanto libres, tenía al mando figuras que regían su presente solo para satisfacción del pasado. Sus pobladores, que solo se ocupaban de admirar el devenir de la estepa suave, del mar y sus navegantes (cuando no de pescadores que a mitad de la noche retaban a los monstruos marinos), creían que lo que sucedía en su cumbre, serena y reposada, los mantenía a salvo de borrascas y ofensivas no pedidas. Existían sin turbaciones, asidos al solaz ajeno, al trabajo ajeno, a la ilusión ajena. Lo que habían logrado, con el mítico esfuerzo de remontar esa montaña mágica, donde hace siglos moraban, era un laurel que no se podía perder en nombre de las crestas de las olas y los caracoles de maíz. 

Uno de los mandos principales había dicho que la paz y la concordia eran bienes que los de las tierras bajas no podían gozar porque cada día convivían con el estrépito del océano y los tsunamis del futuro. Incluso mencionó a Noé y el diluvio, en una fábula equívoca, y sosegaba el deseo de bajar y viajar por tierra y mar de sus propios pobladores que a ratos dejaban sentir su apetito de fuga.

No tardó en llegar el tiempo en que un vecino de abajo alzó los ojos y divisó esa cúspide como un reto para su pálpito peregrino. El joven más avieso de la cima notó cómo el forastero trepaba lentamente los peñascos, y no se lo contó a nadie. Lo atajó en la zona menos inclinada de la ciudad alta y lo colmó de preguntas; pero no hablaban el mismo idioma: riñeron. ¿Por qué la pugna? ¿Entrar o salir de la cumbre? ¿Entrar o salir de la savia marina?

Así pasa en las viñas de todos los señores: hay cimas aisladas con muros oficiales y valles de sudor humano que revelan al poder el lenguaje de la vida y lo fugaz de los fortines. Amén. (O)

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