Como redactor publicitario, durante varios años me rompí la cabeza buscando una manera de contar una historia que venda, de manera original y sorpresiva, el beneficio principal de cualquier marca. Recuerdo que, trabajando para Banco Solidario, hicimos una campaña bajo el tema ‘cara de banco’. Comúnmente, cuando alguien no nos quiere prestar dinero, pregunta “¿qué me has visto, cara de banco?”. En resumen, la campaña publicitaria decía: “Tu papá no tiene cara de banco, nosotros sí. Ven y te prestamos a un bajo interés y largo plazo”. Esta es la manera de narrar en publicidad. Una manera creativa, que permite contactar con las personas en función de una necesidad (en este caso una necesidad económica), para beneficio de una empresa. Los creativos se pasan buscando estas ideas y textos, con el deseo de hacer ‘algo original’. Se piensa que ser original es un requisito del lenguaje publicitario, pues “si el mensaje no es diferente, no llama la atención; y si no llama la atención, no vende”. ¿Qué es lo que se espera de un redactor publicitario, si lo comparamos con un escritor de novelas o de cuentos? Que se dirija a un público particular, al que se considera ‘grupo objetivo’ o consumidor principal del producto publicitado, para convencerlo de la conveniencia de adquirir algo. En el ejemplo del banco, se trata de hombres o mujeres de medianos recursos, que pasan una emergencia y necesitan dinero, pero no saben a quién pedírselo. Puesto que una emergencia económica suele ser penosa, usar el humor fue la estrategia deseada para tratar un tema incómodo. Es decir: el texto publicitario tiene que cumplir con ciertos requisitos, someterse a ciertos medidores de efectividad que lo hagan parecer funcional a los propósitos de la empresa. El texto literario, por el contrario, es escrito por una persona de manera autónoma, por una necesidad expresiva propia y misteriosa. El escritor escribe sin pensar en su público, en primera instancia para sí mismo. Por supuesto, espera lectores, pero ruega al cielo que estos se apasionen por lo que a él le apasiona. En este sentido, por lo general, el literato no hace nada que alguien le solicite, con un fin determinado. Y, sin embargo, ¿se puede afirmar que carece de instinto comercial? No. En muchos casos no es así. Hay escritores que producen libros para un público específico. Muchos bestsellers aparecen de esta manera, y algunos son de gran calidad, sobre todo en el medio norteamericano. El texto publicitario trata de convencer de algo, de instalar ideas determinadas en nuestra cabeza sobre la conveniencia de comprar un lavavajillas determinado y no otro. El texto literario no tiene el propósito de convencernos de adquirir algo, sino de producir una vivencia en el lector, de suministrarle una experiencia compleja, misteriosa y excitante. Pero el libro, también en calidad de producto, puede estar sujeto a la venta y a la publicidad. Los afiches y contratapas que hablan del contenido de una novela, la foto del autor y su currículum vítae, colocados en la solapa, son la exigua publicidad que un texto literario suele tener. El texto publicitario es intencionado, manipulador, quiere conseguir algo de nosotros que no sea una emoción, sino un acto: comprar. El literato no tiene finalidad concreta alguna, nos aparta de la realidad para sumergirnos en el mundo soñante. Alguien decía: leemos libros, vamos al cine, porque la realidad no es suficiente. A diferencia de esto, para el publicista la realidad es todo lo que hace falta, así, nos muestra el mundo como asequible, como suficiente y si recurre a la imaginación es para transmitirnos un mensaje que nos relacione con el entorno a través de una necesidad concreta para ser satisfecha mediante un producto. Pero, ojo, es el producto el que se vende, no el texto publicitario. Este se lo regala en forma de mensaje a través de los medios masivos. A diferencia del texto literario, no lo adquirimos, sino que lo escuchamos o leemos de manera casual y generalmente involuntaria. Estoy escuchando la radio porque deseo oír mi música favorita y me toca escuchar, de manera intercalada, el jingle de una marca. Es una especie de bombardeo sistemático de conciencias que ocupa el espacio público. Las vallas en las carreteras interrumpen el paisaje para meternos, en dos segundos, la imagen de una mujer sonriente con una prenda blanca. Con suerte, alcanzamos a leer la frase escrita junto a la imagen. Y el mensaje se repite una y otra vez, incansablemente, en diferentes medios y momentos. Las inversiones pueden ser millonarias. Tratan de generar simpatía por la marca, con música, imágenes y textos que sorprendan en poco segundos. El tiempo en los medios es caro. Esto ha hecho que el mensaje publicitario se torne un arte de síntesis, que comunique en pocas palabras, preferentemente junto a imágenes, el beneficio principal de la marca o su ‘personalidad’, aquello que la identifica sensiblemente con el estilo de vida real o aspiracional del consumidor. Otra diferencia interesante que puede ser considerada entre ambos oficios es que el redactor publicitario es anónimo, pues no es él sino la marca quien lo emite. Toda la ciencia del mercadeo publicitario se basa en la creación de valor para esas marcas. Incluso se les pone precio, de acuerdo con su éxito y posicionamiento. Cuando compramos una marca exitosa, adquirimos mucho más que los bienes materiales de la empresa; compramos su posicionamiento y la fidelidad de sus consumidores. La marca es, pues, el emisor de los mensajes. A ella se le otorga un estilo de comunicación que pasa a formar parte de su identidad. El literato sí pone su nombre a sus escritos. La comunicación entre él y sus lectores es personal. Mediante la lectura, podemos asomarnos a su sensibilidad y compartir con él la experiencia desplegada en la creación de un universo soñante de características singulares. Del literato se espera, en este sentido, autenticidad, una voz propia y memorable, que nos permita reconocer muchas veces al autor por uno de sus párrafos. En este caso, la persona es el estilo: el autor desarrolla una manera singular de escribir, junto con temas y obsesiones que le son característicos. Poco a poco, los lectores empiezan a formarse una idea de él, como si lo conocieran personalmente, imaginan su personalidad y su temperamento, su manera de expresarse y de sentir la vida. Pero esto, en cierta medida, es ilusorio, pues a través de la escritura, muchas veces, nos relacionamos con el ego poemático del autor, una identidad secundaria, que difiere en parte de su personalidad real, tal como la conocen sus allegados. De esta manera, es posible que un artista que se muestra vital y chispeante en sus obras luzca deprimido para sus amigos. Esto se explica por el hecho de que cuando la persona escribe, suele sumirse en un estado de conciencia alterado, conectarse con otras fuentes de su psique que no están cerca de su identidad consciente. Si hay ira reprimida, esta aparecerá en la obra, por ejemplo, y el autor desarrollará un personaje violento en su novela, que hace aquellas cosas que él no se permite hacer en la ‘vida real’. Al leer la obra, el lector compartirá esta fantasía y al identificarse con el personaje, este se convertirá en el médium de sus propios impulsos agresivos, catarsis en una sociedad donde se enseña a las personas a ser más bien controladas y obedientes.