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Mi “primo” Paúl, un hombre alegre y sencillo

Paúl siempre acompañaba a su hija Carolina. Los 2 parecían adolescentes. En todo momento se los veía felices.
Paúl siempre acompañaba a su hija Carolina. Los 2 parecían adolescentes. En todo momento se los veía felices.
Foto: archivo particular / Paúl Rivas
26 de marzo de 2019 - 13:58 - José Sánchez

Diciembre de 2004, luego de pasar una etapa amarga y a punto de dejar el fotoperiodismo, recibí una llamada de Guillermo Corral, exeditor de fotografía del diario El Comercio.

Recuerdo que me dijo: “Qué hubo, zambito, acá te estamos esperando, ya déjate de tanta vaina y te vienes a Quito”.

Sin pensarlo mucho viajé a la ‘Carita de Dios’ y sin complicaciones, a inicios de enero de 2005, me integré al periódico.

Me adapté al frío invernal. En mi primer día de trabajo me sentía extraño e incómodo, un poco temeroso, un “mono” en la redacción de El Comercio, de una todos te sacan pinta.

Corral me presentó al resto de compañeros fotógrafos y, mientras conversábamos, asomó un flaco, erguido, con un caminar entre señorial y relajado. Era Paúl, un hombre descomplicado para vivir.

Con su entrada todo cambió. Dejaron de sonar los teclados y comenzaron las bromas. No se salvaba nadie. Por donde él pasaba lanzaba una joda o un piropo. Molestaba a todos.

Me recordó a Rosendo, el de la serie Mis adorables entenados, cuando decía la frase: “Llegó la alegría del hogar”. En el periódico se transformaba en: “Llegó la alegría de la redacción”.

“Qué hubo Marialaniviris”,   saludó a la señora Marianela,  nuestra querida coordinadora. “Ya  traigo la portada, no se preocupe, Guillo. Deje de ver esos trapitos (fotos), acá está la foto que salvará la edición”, le dijo al jefe para sacarlo del estrés y hacernos reír a todos.

De inmediato hicimos amistad. “¡Qué masshh, primo! ¿Cómo así por estas tierras?”, fueron sus primeras palabras.

Al finalizar la jornada seguí en mi adaptación a la capital y fui al Centro Histórico, que era lo que más conocía en Quito, para hacer algunas compras.

Caminaba por las proximidades de la Avenida 24 de Mayo en busca de electrodomésticos cuando me gritaron desde un carro: “¿Primo, primo qué haces por acá?, usted sí que es un dañado, ni bien llega  ya anda en busca de las ‘niñas’ (trabajadoras sexuales)”, me dijo.

Nos soltamos a reír, yo no sabía que caminaba por una zona candela. Me recomendó tener cuidado cuando esté por ese sector y se ofreció a llevarme a un supermercado del sur.

Al llegar la noche fuimos a su casa  en el barrio La Magdalena y nos tomamos un par de ‘bielas’, mientras conversábamos de los motivos de mi llegada a la ciudad.

“El primo”, como siempre nos tratamos,  era sencillo, sincero, amiguero y sin poses.

Eso le permitía llegar a la esencia de aquellos que fotografiaba. Era como si miraba el alma de los demás.  La gente se enganchaba con Paúl y se mostraba como era.   

Él disfrutaba de su trabajo al máximo, no recuerdo verlo nunca enojado. Nunca estaba apurado, se tomaba su tiempo para las coberturas y eso se reflejaba en la calidad de sus imágenes.

Su manera diferente de mirar la vida la plasmaba en sus fotografías. A pesar de haber ganado varios premios internacionales de fotoperiodismo nunca dejó de ser humilde.

En su barrio todos lo conocían. Paúl disfrutaba quedarse en la esquina conversando y haciendo bromas con los panas. También le gustaba el peloteo del fin de semana cuando tenía días de descanso.

Sus tesoros más preciados eran  Lupita, su madre, a quien tuteaba como si fuese una amiga, y su hija Carito, quien heredó su amor por las artes visuales. Cuando los 2 se juntaban parecían unos adolescentes a la hora de bromear. 

Un día fuimos a su casa. “Vea, Lupita, le presento al primo”, dijo. Ella respondió: “Si es tu primo, entonces es mi sobrino”.  Y fuimos directo a la cocina para desayunar.

Doña Lupita era la que más se alegraba con las ocurrencias y el buen ánimo de mi primo Paúl. Para ella siempre será su pequeño, de risa contagiosa. 

Un fin de año yo estaba en Guayaquil y recibí una llamada: “¿Qué mashh, primo, todo bien? Espéreme que voy para el manso Guayas”. Llegó a casa con su familia, cenamos, bailamos y quemamos el viejo. Al día siguiente, sin pensarlo mucho agarramos maletas y salimos rumbo a Salinas.

Mi esposa, embarazada, quien tenía los achaques por la proximidad del parto, nos dijo: “¡Ustedes son locos, pero qué le vamos a hacer!

A los pocos días, en el corre corre de la maternidad, lo llamé: “Primo lo estoy ascendiendo a compadre”. Él soltó la carcajada y dijo: “Aguánteme, ya voy. Ponga a helar unas pescuezudas (cervezas) y aliste esas arañas (cangrejos)”, contestó.

Ese era mi primo Paúl, en esencia  amiguero y solidario. (I)

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