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El Telégrafo
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Benito Parrales, el lagartero de la Isla Santay (Galería)

Fotos: Pilar Vera - William Orellana
Fotos: Pilar Vera - William Orellana
28 de septiembre de 2014 - 00:00 - Jéssica Zambrano

Benito Parrales sostiene sobre su hombro a un cocodrilo de 1,75 metros, unos centímetros más de lo que él mide. Simula haber logrado una hazaña, mantener a 12 cocodrilos quietos, seguro lo es. Entonces los venda y les amarra el hocico. Demuestra que no les tiene miedo porque crecieron con él. A pesar de eso, ya no juega de la misma manera porque “los animales han crecido”.

Su historia con estos reptiles empezó hace 10 años, cuando los 11 cocodrilos que habitan en la Isla Santay nacieron en el Parque Histórico. El personal de la Fundación Malecón 2000, que en ese entonces manejaba la Isla, construyó un hábitat para que sean parte de la escena turística del lugar.

Cuando llegaron a la Santay, Benito presentó su hoja de vida para cuidarlos. Uno de los requisitos, además de pasar por una estricta capacitación, era no enfrentar ninguna enfermedad: ¡aprobado! “Yo los crié y los sigo manteniendo”, dice Benito. Los guardabosques que ahora cohabitan la Santay, como parte del manejo que ahora tiene en la Isla el Ministerio de Ambiente, también los alimentan, pero no tienen el estilo de Benito.

Son las 7:00 del tercer día de la semana. En la calle El Oro, al sur de Guayaquil, hay una cola de vehículos peleándose por el espacio. Hacia el oeste, a 30 minutos en bicicleta sobre el puente que conduce a la Isla, se encuentra la comunidad. También está el muelle, desde donde sale para ir a pescar. Casi todos los días a la misma hora sube a la lancha que le construyó su hijo, con ella consigue el alimento fresco para su familia y los cocodrilos.

Todos en la Isla Santay saben bien quién es Benito Parrales, pues además de cuidar a los cocodrilos es guía turístico, aunque no habla inglés; también es presidente de una Asociación de Pescadores Artesanales que se conformó hace 4 años. A pesar de que lo llaman ‘el lagartero’, se ha ganado la admiración de todos. Nadie quiere tomar la posta de su trabajo con los cocodrilos y lo quieren de presidente gremial hasta que “no pueda caminar”.

Hoy viste un pantalón azul de casimir, una camisa con cuadros intercalados entre el rojo, el negro y el gris, una gorra y zapatos blancos relucientes. Antes de irse por 2 horas a pescar cuenta su travesía con los cocodrilos.

Los comuneros lo escuchan, una vez más, mientras se sacuden los bichos que se amontonan en la mañana. Benito dice que los cocodrilos necesitan mantenimiento y cuidado. Confiesa que es el único capaz de bajarse a la loza que es parte de su cautiverio para alimentarlos, no lo hace desde fuera como los guardabosques. “Me bajo, los ‘chifleo’, cuando estoy cerca hablando con otros me miran, a ver qué es lo que estoy hablando. Yo no sé si ellos me entiendan, pero ahí está”, dice Benito mientras sonríe y se acomodan las líneas de expresión de su cara, que guardan el color de la tierra mojada.

“¿Si tienen nombre? ¡Uy!... es que en eso todos nos equivocamos —ríe Benito—. Al principio, eran 2 hembras y 8 machos. Así lo había constatado el veterinario una vez que hizo la prueba cuando estaban recién nacidos”. Entonces, para Benito, respondían con el nombre de los compadres del programa Mi Recinto: Compadre Garañón, Dulio, Calavera, Calo, Modesto, Carechancho... Hasta que en el cambio de administración, de la Fundación Malecón 2000 al Ministerio del Ambiente, “nos dimos cuenta que nos habíamos equivocado en todo. Los 11 cocodrilos eran hembras y dejaron de tener nombre”.

Desde mayo, además de enfrentar ‘un cambio de sexo’, los cocodrilos se trasladaron a un nuevo hábitat, que es 3 veces más grande que el primero. Esta, es una gran laguna dividida en 2 con un cerramiento perimetral con pivotes de madera plástica y malla triple galvanizada. A este espacio, llegó también un nuevo miembro, Tone, el único macho y el único que tiene nombre. El reptil de 3 meses viene de Esmeraldas, mide 1,70 m y Benito acusa a su lugar de origen de los problemas que tiene con él, pues a veces obedece y a veces no. Lo más frecuente es ver cómo Tone rechaza la comida porque de seguro “como viene de Esmeraldas ha de querer comer encocao o tapao”, dice Benito.

Por un lado están las hembras y a un costado, el único macho; su convivencia es todo un trajín. “Antes, cuando ocupaban el espacio pequeño, no se peleaban. Acá, se dan duro”, asegura el cuidador. Los biólogos atribuyen los conflictos a una etapa de estrés como consecuencia del traslado.

Benito Pallares es parte de las 56 familias que habitan la comuna de la Isla Santay desde su nacimiento, un 12 de marzo hace 68 años. En la isla están sus hijos y nietos. Vive con su esposa que es cocinera, un hijo y una iguana de 2 años a la que han apodado Panchita.

Sus abuelos, como muchas de las familias que viven en el lugar, llegaron a la Isla desde Santa Elena. Cuando nació, el lugar estaba habitado por 7 haciendas ganaderas de terratenientes, que posteriormente fueron expropiadas. Ellos fueron reconocidos como los primeros comuneros. Creció en una época de abundancia en la isla, que muchos aún recuerdan. La abundancia era tanta, que los lugareños ni siquiera se comían los cangrejos que en cada paseo se metían debajo de las casas. Benito estudió la escuela en la tierra de sus abuelos, pero solo llegó hasta tercer grado. Cuando su padre murió él aún estaba pequeño, tendría unos 13 años, entonces su abuelo lo hizo trabajar.

Como muchos de los habitantes de la isla, aprendió a hacer de todo, desde peón hasta machetero. Su vida en la pesca empezó a los 8 años y los 15 se dedicó al trabajo del banano, fue calificador de guineo y luego estibador en la Autoridad Portuaria en Puerto Nuevo. Después, vivió en Los Ríos. Sembró cacao. Fue futbolista y boxeador.

En Los Ríos conoció a los exploradores que cazaban cocodrilos; los mataban por la piel. “Todo era plata, hasta el aceite”, dice Benito. Y aunque le pagaban para dar explicaciones sobre el paradero de los cocodrilos, jamás mató uno. Luego de esa experiencia fuera de la Santay, no ha vuelto a irse. En la actualidad, los cocodrilos de la especie Crocodylus acutus, que permanecen en Santay son uno de los principales atractivos turísticos de la isla, considerada un humedal donde habitan, además, diferentes especies de aves y mamíferos como los mapaches y tigrillos.

Según los especialistas, la presencia de los cocodrilos en Santay podría atraer más pájaros y será más fácil observarlos porque estos buscan hacer nidos en árboles cercanos a los reptiles para proteger a sus crías de depredadores. Benito asegura que los cocodrilos de la Isla Santay miden entre 1,70 metros y 2,50 m.

DEBE SABER

Muchas personas suelen creer que estos son animales lentos, pero no es así. Aunque por lo general se mueven a un ritmo lento, suelen utilizarlo como ventaja en torno a su presa.

La mayor parte de su alimentación se compone de vertebrados, incluyendo peces.

Tienen un metabolismo lento. Eso significa que pueden pasar sin comer durante una semana.

Estos reptiles no pueden masticar. Por esta razón, cortan la presa, la sacuden y la despedazan. En ocasiones, la arrastran bajo el agua.

Los reptiles de la Isla Santay pertenecen a la especie Crocodylus acutus.

Los cocodrilos suelen consumir rocas. Esto les ayuda a equilibrar su sistema digestivo.

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