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El Telégrafo
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Crónica a pie

El “descanso del guerrero” en las afueras del Seguro

El “descanso del guerrero” en las afueras del Seguro
Foto: Karly Torres / El Telégrafo
12 de octubre de 2016 - 00:00 - Jorge Ampuero. Periodista

Cuando José Vera se jubiló, sus expectativas, aunque modestas, daban para más: un sueldo acorde a 35 años metiendo el hombro en el puerto y una soledad no   tan espaciosa, más llevadera, menos fiel. Pero la vida no es lo que uno quiere, sino lo que el destino, con sus caprichos, pone, obligatoriamente, a disposición.

Ahora está allí, bajo un árbol de acacia de muchas hojas y ningún fruto, compartiendo sus urgencias cotidianas con sus semejantes, sacándole el cuerpo  a la pena de los parientes idos y esperando, sereno, que el día, al terminar, lo mande a casa mejorcito. Esa es su consigna diaria.

Tiene un dolor en los huesos hace varios años, de un ojo no ve más que los recuerdos y con el otro apenas las cosas grandes, como los edificios, los buses, los árboles, los amigos cuando están bien cerca... “Y las mujeres hermosas”, claro.

“Ha sido bien triste llegar a viejo”, musita, como aceptando su derrota, en tanto el cielo distribuye palomas en las cercanías, la gente apura el paso sobre la calzada caliente -los lunes siempre es así-, y la estación del Metro de la calle Olmedo semeja una gran prisión en la que cada ciertos minutos llega un bus enorme que se lleva a los prisioneros con rumbo desconocido.

A media mañana José encuentra con quien desquitarse el silencio de las 8, cuando recién llegó. Se trata de Manuel Cortez, otro jubilado al que, por su atuendo, parece no irle tan mal. Él trabajó 25 años en una institución pública yendo de un lado a otro, como mensajero. Se sienta junto a Pepe -como le dice a su amigo- y los temas de moda -los de siempre- son los candidatos a la presidencia, el deporte, la salud, el calor, las dolencias que nunca pasan…

Manuel se jacta de recordar a todos los que gobernaron el país desde el segundo velasquismo lo cual, asegura, oteando el horizonte, le da autoridad suficiente para hablar de quién es el mejor, quién no sirve y quién tiene futuro “en este país al que le ha pasado de todo”.

Palabras van, palabras vienen, siempre llegan a un acuerdo porque la amistad está primero y la política suele disociar los legítimos afectos.

En pleno diálogo, Manuel saca una pastilla contra la presión, abre una botella de agua y hace sonar su garganta como una violenta catarata. Nadie se inmuta porque, si no es él, otro se sonará la nariz como una corneta desafinada, se le irá la vida en un concierto de tos en re mayor o lanzará un carajo luego de estornudar y repartir saliva en partes desiguales a los más cercanos… Sí, cada uno se manifiesta con lo que le sucede en el cuerpo.

La gente sigue pasando, cada uno con sus propios apuros, con sus propias consignas. La ciudad ha tomado tal ritmo que al que se queda dormido se lo puede llevar el viento. No hay tiempo para pensar las cosas dos veces: el ímpetu urbano así lo ordena. Pero Manuel y José están en otra órbita, una en la que el pasado está presente y el presente… apenas cuenta.

Ambos, a su manera, detallan cómo le hicieron para llegar a los 70 y pico. Hablan del trabajo fuerte, del buen verde, de la yuca, de la gallina criolla, del deporte de las pesas y las gambetas, del servicio militar a ras de suelo, del tiempo aquel en que la comida era de todo, menos chatarra. De las familias, de los hijos profesionales y la poca gratitud de unos cuantos…

Sí, como cada lunes, los dos se meten en recuerdos de 11 varas de los que luego no pueden salir y hasta los hacen lagrimear. Pepe no puede soportar el haberse quedado solo luego de haber tenido 5 hijos y una esposa que murió hace solo tres años porque a Dios le dio la gana de dejarlo solo. Por eso llega al estrecho parque, a distraerse un poco, a conversar con Manuel, a comparar su suerte con los demás. Y Manuel, aunque recibe cerca de $ 600 y viste camisas de Camisería Fierro, tampoco está tan bien que digamos. La presión es cosa seria y él no está, como cuando era muchacho, para desafiar a la vida…

Al lunes le llega el mediodía con puntualidad y los viandantes amontonados, entre ellos otros jubilados, se esparcen en busca del almuerzo -los que pueden-, del pastelero en bicicleta, del tarrinazo esquinero, del pan con queso o el bolón de la calle Colón, ese que destila aceite, pero sabe súper bien. Cualquier cosa es válida para retomar las fuerzas y seguir fielmente el dictado de la rutina y las labores.

Manuel y José también lo saben, pero a esa hora toman contrarias direcciones: el primero debe hacer dieta y busca un saloncito atrás de la Caja del Seguro en donde han hecho del pollo y el pescado la receta diaria; a José los huesos ni los ojos le piden que haga dieta y come donde sea y lo que sea, porque, asegura, antes de levantarse y apoyarse en su bastón, “después de esta no hay otra, caballero”. (I)

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