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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

Quito: ciudad del deseo

08 de diciembre de 2016 - 00:00

En el laberíntico texto de Ítalo Calvino, Las ciudades invisibles, se lee que en Despina, la ciudad del deseo, este aparece según se llega por tierra o por mar. En Ottavia, en cambio, la angustia existencial es su motor; mientras que en Adelma, el viajero reconoce el rostro de sus muertos en las caras de los habitantes.

La tesis de Calvino es que todas las ciudades, las existidas y por existir, se pueden imaginar una vez que se conocen sus reglas primordiales. El tiempo pierde así su primacía y se desvanece completamente en el espacio de la conciencia. Las ciudades imaginarias son el lugar de la experiencia simbólica, comparten el vínculo con el absoluto de la poesía, para recordar a Cortázar.

Quito también es una ciudad del deseo. Como todas, está construida desde la literatura, desde esa Quiteida, del poeta Remigio Romero y Cordero, pasando por el Nuaycielo comuel dekito, de Huilo Ruales Hualca, hasta los grafiti de los noventa: “Ciudad, pobre sirena/no caeré en tu océano”. Pero era precisamente ese asfalto impersonal el que empuja a escribir: “Ciudad amansadora: déjanos en paz” o “Quito: un panteón entre montañas”. Y estaban también las huidas a otros continentes, allende el mar: “Ciudad: entre el charco y la despedida”. Por eso, entre el frío que se cuela hasta en el aerosol era posible encontrar: “Quito: ¿un manicomio?/¿un asilo?” O el recordado: Quitemoloquitodeencima.

La evocada ciudad nos recuerda a Calvino: “Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad”. Atrás quedaron las cúpulas de Santo Domingo, la soledad de un domingo por la tarde, la pasmosa subida por la calle del Suspiro, los artesonados donde hombres de hierro juraron una lealtad que no verían nunca, el olor de la noche después de la lluvia, los faroles intentando acurrucarse, los perros de la calle (también los Perros Callejeros), las flores creciendo en el asfalto, antes de salir de ese antro que era el Seseribó, con los clientes en los cuadros de Stornaiolo. Y, claro, esa ciudad mentirosa de los centros comerciales, pero también de las últimas tiendas, más arriba donde el indio Cantuña engañó al diablo. Esa ciudad que olía a paella remedada y el esplendor de la iglesia de la Compañía, construida de oro, probablemente con las manos de los esclavos negros de las plantaciones del Valle del Chota.

Y, obvio, la Virgen de El Panecillo, cuyo génesis serían los bailes indios que miró Bernardo de Legarda. Sin olvidar las comarcas que esta ciudad serpiente engulló sin prisa: Guápulo, o los músicos de arriba en Santa Clara de San Millán, y antes los que expulsó en ese teatro colonial que originó la iglesia del Robo. O su mitología que nos habla de Quitumbe, mucho tiempo antes que los incas llegaran buscando al Sol, y después cuando el iletrado Sebastián de Benalcázar (hijo de la torre), huido por matar a una mula, se cambiara el apellido de Moyano, como si al hacerlo dejara su esencia de porquerizo. Pero también el rutilante español, porque no solo fue la espada y las cadenas, para nombrar a Olmedo. Hay muchos Quitos, hoy he perdido a uno. (O)

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