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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

El tren de la esperanza

25 de mayo de 2017 - 00:00

Hace una década, llegar de San Vicente a Bahía de Caráquez en gabarra podría tardar más de una hora, por la espera. Pasadas las siete de la noche, unas tres horas y media, por Vuelta Larga y, claro, los más arriesgados en frágiles lanchas. Ese era el país y parecía normal. Muy cerca, en la isla Corazón, decían que habitaba el duende con las patas al revés para despistar a sus perseguidores.

Desde San Vicente, las luces de Bahía estaban tan cercanas y a la vez inalcanzables. Más de medio siglo pasaron los políticos aventando sus promesas de un puente. Todo era desconfianza. Un asambleísta llegó a decir: “Primero veo volar a un burro antes de que el sueño se haga realidad”.

Ahora, sobre el río Chone, se levanta el puente Los Caras, de 1.980 metros de longitud, ejecutado por el Cuerpo de Ingenieros del Ejército a un costo de $ 102 millones. Cruzarlo no demora más de 5 minutos.

En el siglo XIX, ir desde Guayaquil a Quito a lomo de mula era una aventura de 15 días, cuando no llovía. En 1908, el tren de Eloy Alfaro, a quienes los políticos conservadores tanto denostaron, permitió cubrir esa distancia en un día y medio. La ‘obra redentora’, no solo porque acercaba a las regiones, constituyó un orgullo de la época. Claro que existió oposición, no solamente de la vía férrea sino por los cambios profundos en las relaciones de poder entre los agroexportadores, terratenientes e incluida la Iglesia, voz parlante desde sus púlpitos. Alfaro terminó junto a sus coidearios en la ‘Hoguera Bárbara’.

Como señala Kim Clark, la transformación más profunda se dio en la esfera del espacio-tiempo. Es decir que, al acortar las distancias, el país ya no fue el mismo, incluida su identidad. Por eso Alfaro quería un tren hasta la Amazonía para unir a los ecuatorianos, desde su visión geopolítica.

Y eso ha pasado ahora en Ecuador. En vialidad mundial se pasó del puesto 82 al 25, y a nivel regional al primer lugar, superando a Chile y Panamá. Aunque aún no se ha estudiado este fenómeno, es posible dar unas pistas. Además de la obvia cercanía y ahorro del tiempo, está algo inasible: el país comenzó a reconocerse, a saber quién era, de dónde venía: claves de la identidad.

Las carreteras son solo un ejemplo, pero también están -siguiendo la comparación con la época alfarista con 43 jóvenes que fueron a estudiar en el extranjero- los 20.000 jóvenes becarios, muchos en las mejores universidades del mundo. Es posible referir a las cifras económicas, pero los cambios culturales son más profundos. Es como si los textos sobre la identidad ecuatoriana necesitaran una urgente revisión. De allí la importancia de que esos nuevos relatos tengan una visión contemporánea, porque simplemente el país ya no es el mismo. El espejo del pesimismo se ha roto.

Es un país en transformación -como un choque de trenes- siempre se encontrará oposición, pensamiento obsoleto, añoranza del pasado y, obvio, falta de autocrítica. Decía el maestro Arturo Andrés Roig: “Nosotros, los latinoamericanos, no podemos darnos el lujo de la desesperanza”. El tren, otra vez, se pone en marcha y hay sitio para todos. (O)

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