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El Telégrafo
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Ya en la caja mortuoria, todo finado es bueno

Con la muerte empieza la verdadera igualdad

Tras la muerte acaban las desigualdades, no hay jefes o empleados, se acaba la altivez, tal como lo refleja la frase colocada en la entrada del cementerio de Picoazá. Foto: Rodolfo párraga / El Telégrafo
Tras la muerte acaban las desigualdades, no hay jefes o empleados, se acaba la altivez, tal como lo refleja la frase colocada en la entrada del cementerio de Picoazá. Foto: Rodolfo párraga / El Telégrafo
02 de noviembre de 2014 - 00:00 - Ramiro Molina Cedeño. Cronista vitalicio de Portoviejo

Portoviejo.-

Los cementerios existen desde que existen los muertos y los muertos llegan cuando termina la vida, cuando alguien se cansa de abrir caminos, de mirar horizontes y esperar el mañana sin permitir que se desarrolle el presente ni dejar que las flores germinen en cualquier esquina de un jardín somnoliento, donde solo se desperezan las hierbas malas que arruinan la armonía de lo bello.

Son los cementerios el último espacio donde se acomoda la vida, donde reposan los sueños convertidos y las ilusiones perdidas, donde los vivos depositan sus recuerdos y los muertos no sienten a la vida, el campo donde los muertos viven en sosiego y en viviendas que vestidas de blanco reciben a los que inquietan su tranquilidad con lágrimas y pesares y que llegan vestidos de negro a opacar sus días, son los deudos que lloran la partida de quien ya no vive el dolor de los vivos ni siente dolor por su propia ausencia, y está resignado a convertirse en huesos que se harán polvo con el tiempo y que luego de una generación ya ni los recuerdos le quedan, todos le olvidan y pasa a ser un número más en la estadística.

Los cementerios nacen con los muertos que en vida habitaron pueblos, que formaron sociedades, unos que en buenas artes cumplieron ciclos de positiva existencia, mientras otros, simplemente, vivieron sin haber cumplido sus sueños, pero llámense como se hubieren llamado y sean cuales hayan sido y lo que hubieren hecho antes de que la parca se acordara de ellos, cuando se atreven a cruzar el umbral de la vida hacia la muerte, ya en el frío hueco o en la caliente tumba se terminaron las diferencias, ya no hay blanco ni hay negro, porque solo blancos son los huesos.

Ya no hay ricos ni pobres, porque una sola mortaja calza en el viaje sin regreso, como bien lo dice la frase que se encuentra a la entrada del viejo y único cementerio de Jipijapa. ‘Aquí empieza la verdadera igualdad’, frase que brinda la verdad de la vida, que venimos de la nada y nos vamos igual.

Cuando morimos nos vamos sin amor ni odio, porque los sentimientos se quedan en cualquier esquina de la barriada donde vivieron o vivimos; ya no hay sexo como género, porque los gusanos se encargan de destruir todo vestigio de ello. Todos volvemos a ser lo que fuimos, polvo insignificante confundido con el resto de la tierra, simples mortales gozadores de tiempos prestados al tiempo de la vida o quizá de la muerte, porque la vida es corta y la muerte es eterna.

La vida es luz, color y alegría y la muerte es el silencio, la oscuridad y la nada; y todos nos preguntamos si habrá vida más allá de la vida, si los muertos regresan de la muerte; si los muertos son solo muertos de cuerpo y no de alma; si el alma no descansa con la muerte por no haber cumplido con promesas hechas en vida; si esa alma entra en espera de un turno para ocupar un nuevo cuerpo en el que no se acuerde de su anterior vida, porque en la muerte las noches y los días, con sus soles y sus astros, se confabulan para semejar el limbo, donde el amor y el odio terminan por darse la mano, donde los senderos no existen, ni los trillos se abren y, si existieren, tal vez no conduzcan a lugar alguno ni al mismo Macondo de Aureliano Buendía que García Márquez nos regala en su cuento.

En la medida que los humanos hemos existido en el tiempo, los hombres y las mujeres tuvieron hijos que les dieron nietos y los nietos tuvieron nuevos hijos y estos continuaron con el trabajo de hacer crecer a las familias y con ellos se formaron los pueblos, y hubo necesidad de levantar nuevas casas y ampliar los horizontes de las comarcas y así los pueblos crecieron y hubo niños, jóvenes y viejos, y los niños, jóvenes y viejos murieron y hubo necesidad de enterrarlos para evitar los hedores que de la corrupción de sus carnes emanaran, y con ellos surgieron los primeros negocios para enterrar a los muertos, vivos rogando que la gente muera para que prospere su comercio, para hacer riqueza con los muertos y vivir en grandeza económica a costa de ellos.

En Manabí, hasta los años setenta, no existían crematorios ni talleres para embalsamientos ni salones de belleza que hagan el trabajo de ponerle maquillaje a los cadáveres para que luzcan bellos, peor que los machos vivos hicieran tales proezas, porque el solo hecho de que el varón se hiciera el manicure o se pusiera brillo en las uñas ya era una señal de “torcimiento del cuerpo”, era algo impensable hasta hace 40 años, imposible imaginar que a un varón muerto le pongan coloretes y lápiz labial sobre su cara, porque aun habiendo dejado de existir debían seguir siendo  muy machos y recordados como tales, de hombres de pelo en pecho, aunque pecho no sacaran ni pelos tuvieran.

Nadie les iba a cambiar su imagen y apariencia tenida en vida una vez muerto, se revolcaría primero en su tumba y obligaría al tiempo a retroceder sus horas para evitar semejante atropello a su dignidad y honra de hombre bien puesto y a la gallardía de su género, que por eso había tenido tantas mujeres con muchos hijos.

Pero las modas cambian y ahora sí les ponen coloretes en las caras a los muertos, a pedido de ellos mismos en vida o de sus familiares que los quieren seguir recordando bellos, aunque feos fueran, para que semejen estar igualitos a cuando estaban vivos y que los concurrentes a su velorio y en su posterior sepelio vayan haciendo comentarios buenos, de que el muerto estaba tal y como lo habían conocido, que no había cambiado en nada y que les había parecido que hasta una sonrisa, en el ataúd, les había entregado. Ya en la caja mortuoria, está el occiso con cara de angelito, como diciendo “yo no hice nada”, todos comentan que en vida el finado había sido bueno y humanitario, buen amigo, hijo y padre, y buen esposo si hubiera sido casado, que nunca tocó a otra mujer más allá de las que había tenido y gozado y que los hijos que llegó a tener en muchos hogares hablaban por sí solo de lo macho que había sido.

Que el finado había tenido sus errores como cualquier humano, pero que todo se perdona con la muerte del fulano, que todo ser humano es hijo de Dios y sus pecados perdona, aunque hayan sido pecados mortales, porque una vez muerto nadie es malo, aunque criminal hubiera sido, sin importar a quiénes ni a cuántos haya matado, porque la gente viva que asiste al velorio y luego al sepelio de inmediato le inventa historias, la imaginación vuela alto, más alto que las gaviotas pero no menos bajo que el pájaro negro garrapatero, que se alimenta de gusanos.

Nadie se queda atrás en contar una historia, todos creen saber lo que nadie conoce, nos creemos propietarios de la verdad y conocedores ciertos y profundos de la vida del resto y las justificaciones de sus malas acciones enseguida afloran, se ponen a la orden del día, hacen de su vida un anecdotario triste o lleno de alegrías, que el muerto era bueno y desde muy joven lo dañaron, por lo que sombras negras empanaron su vida.

Cada quien desespera por hablar primero mientras otros esperan por su turno, para contar una historia, aunque no hayan conocido al finado y juran y rejuran haber sido testigos de hechos que van desde los más sencillos hasta los milagros más divinos y si por desgracia alguien contradice al contador de la historia y lo hace caer en mentira, este se pone en defensa, siempre guarda un as bajo la manga, el cuento será el mismo, el pretexto nunca cambia, enseguida el fabulista replica con la disculpa consabida, “Es que me han contado”.

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