Ecuador, 19 de Abril de 2024
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
El Telégrafo
Comparte

Cuenca de los años veinte, los poetas bohemios y modernistas

En la gráfica se muestra la portada de la revista Austral, la misma que data de junio de 1922. Dibujo de Cornelio Crespo Vega.
En la gráfica se muestra la portada de la revista Austral, la misma que data de junio de 1922. Dibujo de Cornelio Crespo Vega.
23 de marzo de 2014 - 00:00 - Ángeles Martínez, cátedra Abierta de Historia. U. Cuenca

No se entendería la inauguración del siglo XX en Cuenca, que se produce en 1922, sin el andar byroniano de Cornelio Crespo Vega, su crítica despiadada y conversaciones inteligentes, ni las fotos provocadoras y vanguardistas y los ‘puchos’ de Emanuel Honorato Vásquez o la creatividad y la actitud armada de poesía de Rapha Romero y Cordero -su familia- y al menos una docena larga de nombres, como Héctor Serrano, el conocido Alfonso Moreno Mora y sus hermanos o Ernesto López Diez, entre otros.

Hablamos de un grupo de modernistas que pusieron a la ciudad de cabeza, con el ideal nada fácil de convertir a Cuenca en una ciudad contemporánea de París y Londres (como bien explicaría Octavio Paz al destacar las pretensiones de un movimiento vanguardista literario que bullía en toda América Latina). Estos poetas en la ciudad, cuyo trazo, realidad y límites eran muy distintos a los que hoy respiramos, se enfrentaban con la dominante corriente literaria romántica, y con el pensamiento conservador, desde sus revistas antiestablishment: Austral, Philelia y Azul.

Los espacios del modernismo: Cornelio

¿Cómo recorrer la ciudad siguiendo los rastros que dejaron? O mejor aún, ¿cómo recuperar su memoria? Empecemos la caminata en la av. Solano: ahí está el monumento a Remigio Crespo Toral, figura trascendente para la ciudad y poeta coronado en vida por los tres poderes del Estado, una figura dominante en lo político e intelectual. Se representa sentado junto a musas semidesnudas, el monumento, está claro, no fue hecho a gusto del hombre que tenía como lema: Dios, la patria, su tierra y la familia. Él ya había fallecido y en su entierro multitudinario el orador cuencano Luis Cordero Dávila pronunció un conmovedor discurso y pidió un minuto de silencio, “pues vamos a enterrar al emblema de la patria”.

El monumento se realizó bajo el criterio estético de su hijo más rebelde, quien le causaría tanto orgullo como dolores de cabeza, Cornelio Crespo Vega, que a veces firmaba como ‘El Gran Calavera’, publicaba artículos en los que hacía gala de su aguijón para la crítica, coqueteaba con la izquierda, se trajo de París los vicios y los ideales, fue gobernador del Azuay, cónsul en España, profesor del Benigno Malo y nunca, pese a la ilusión de su padre de que sus desvíos sean solo un episodio, abandonó el arte (fue director artístico de la revista Austral) en su vida fuera de toda regla. Todo un dandy a lo Byron por su cojera, a lo Baudelaire por su sensibilidad, no se casó, no tuvo hijos, y su muerte ocurrió en la más terrible soledad y pagando el precio cruel que la parca cobra a los amantes de los paraísos artificiales de la bohemia.

La casa de Taita Crespo: Emanuel

Y si seguimos hacia el centro, podríamos caminar a la casa de Remigio Crespo Toral, conocida como Museo de la Ciudad, podríamos (si estuviera abierto y ya restaurado, como se prometió, y para el que exigimos un plan que tome en cuenta su valor real), pues allí, en pleno barranco, Taita Crespo sostenía conversaciones serias con su muy querido amigo Honorato Vázquez Ochoa (cuyo monumento debe mirarse también en la avenida Solano), diplomático, lingüista, pintor de paisajes y devoto de la Morenica del Rosario.

En los pisos bajos su hijo Emanuel Honorato, yunta de Cornelio, casado con su hermana Rosa Blanca, tenía apasionadas discusiones y muy distintos intereses. Sus fotografías se adentraban en la vanguardia, sus desnudos artísticos causaban roncha a las beatas y los hipócritas, oficiaban por ahí alguna misa negra, planeaban quizá el robo de la picota de Cuenca junto a otros bohemios, no por vandalismo sino con la idea de sacudir a una ciudad de su polvo y mugre.

Emanuel, creador de ‘puchos’ (breves y particulares poemas) y director artístico de Austral, junto a Cornelio, también estudió en París, también trajo las mismas maletas; inventaría el pirófano: gotas de éter disueltas en la llama azulina del buen Zhumir, sería mecánico, haría los planos de la pista que construye para la llegada de Liut. Emanuel, cuya obra de vez en cuando aparece en alguna exposición, se merece un sitial permanente que los cuencanos vergonzosamente no le hemos dado. A la muerte de Honorato Vázquez Ochoa una multitud conmocionada creyó incluso que el alma del santo caballero milagrosamente ascendía al cielo, él había enterrado con tristeza a sus dos hijos, la hermosa e inteligente María, musa de la bohemia y al genio de Emanuel, muertos muy prematuramente.

La casa de la poesía: Rapha

A esta altura del texto puede que usted sienta hambre, nada mejor que bajar a la av. Loja y sentarse por un tinto y unos chumales. Le quedará muy cerca una casona de San Roque, que por esos años era conocida como el ‘Hogar de los Poetas’, la casa de los Romero y Cordero.

El matrimonio de Remigio Romero y León y Aurelia Cordero Dávila pasaría sus genes a los hijos, de ellos se decía que eran pobres porque preferían escribir a comer.

Su hijo, el poeta modernista Rapha Romero y Cordero, dice que en esa casa, de aspecto conventual, tuvieron que habitar por la crueldad del destino. Aurelia que, a diferencia de su esposo, era más cercana a sus hijos en temática, letras y actitud, estaba enferma y se le había prescrito que descansara en un lugar tranquilo, alejada del ruido de la ciudad.

La casa, entonces en las afueras, pertenecía a su padre, Luis Cordero Crespo. Rapha, que se quejaba de la ‘divina invalidez de ser poeta’, autor de ‘La pobre Mariucha’, poeta hasta la médula en cada paso, director de Philelia, empuñaba sus letras y a los 25 años respondía a Crespo Toral, quien habló de la ‘píldora dorada del hastío’, y a otros de la talla de Manuel J. Calle, del que dijo ser un crítico hermosillesco que se tambaleaba en su pedestal de lodo, mientras en su revista daba cabida a las nuevas voces. La suya se apagó a los 25 años, junto a su hermano José, de 19, también poeta; la muerte de la madre dos años antes había ahondado su tristeza, sus cuerpos fueron arrastrados por el río Paute.

Bueno sería que se pueda, como en Santiago de Chuco, ir a leer los poemas en las tumbas de estos poetas, como se hace en la de César Vallejo, llevarles como a Jim Morrison en París un trago de ajenjo, un tabaco, unas rosas, nuestros versos, un recuerdo de su amada Francia, un letrero como los que cambiaban de lugar en las noches… ¡Pero tenemos tanto que hacer, cuencanos!

Para estar siempre al día con lo último en noticias, suscríbete a nuestro Canal de WhatsApp.

Contenido externo patrocinado

Ecuador TV

En vivo

Pública FM

Noticias relacionadas

Social media