Ecuador, 24 de Abril de 2024
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El Telégrafo
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La violencia del paraíso

Zama (2017), de Lucrecia Martel, película basada en una novela homónima de Antonio Di Benedetto, nos sitúa en la colonia, en alguna parte colindante con la Amazonía, con la figura de Diego de Zama, un letrado español que desea irse a Buenos Aires. La historia es esa: el tiempo de una espera para salir de ese lugar que se dilata.

Martel nos obliga desde el principio a esperar, como el protagonista de la historia, a que haya algún cambio en ese remoto lugar. A Zama lo vemos mirando el panorama, solucionando algún problema que su oficio de letrado y conocedor de la ley le demanda. Las imágenes son de una increíble belleza que muestran la quietud del ambiente. La vida en este entorno es el de un ritual para sobrellevar la cotidianidad. Si sucede algo, son las tensiones de los colonos contra los invasores, el reclamo para tener más indígenas como esclavos, las rencillas entre poderes pequeños y el juego de seducción de una de las damas de alcurnia que sujeta a Zama.

Martel representa la vida colonial como el de un cuadro para perderse en sus diversas tonalidades. Lo que resalta, sin embargo, es lo descolorido, las paredes de las casas o de las habitaciones deterioradas y rehechas a la rápida. La directora enfatiza este juego de colores y de texturas para mostrar la decadente situación que no se define. Ahí radica la maestría de la adaptación de Zama: en mostrar visualmente que el tiempo suspendido deteriora el alma y deshace todo deseo hasta volverlo rutinario. Es en esa tensión que obliga al espectador a preguntarse por la vida en la colonia española, una vez que los territorios han sido dominados: ¿Zama exhibe cómo los colonizadores, incordiados por esa quietud, deben hacer algo para que sus vidas tengan sentido?

De pronto descubrimos que Zama es el retrato de un paraíso vulnerado en su propia paz. Implica la violencia de la espera a la que todo ser humano debe estar sujeto. Cuando se está en ese paraíso, ya no hay escape porque se está atrapado en su fino tejido. Como si fuera una telaraña, dicho paraíso es bello e intenso desde afuera, con la música de los pájaros y de los insectos; el ser humano en su interior debe estar ahí para ser reducido, para ser mutilado, poco a poco, y ser interiorizado en su seno. Solo los indígenas conocedores de su secreto saben cómo moverse en medio de semejante belleza, aunque ellos, a la final, sean diezmados por otra violencia, peor, la del coloniaje. Martel con Zama nos inquiere sobre este hecho. (I) 

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