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APUNTES DE MUDANZA (II)

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Acabo de juntar una cantidad monstruosa de llaves, ninguna me sirve. Todas corresponden a puertas pasadas, maletas perdidas, hostales que quedaron en el camino. Hay tantas que es inevitable pensar en su inutilidad, en la triste belleza de su símbolo. Ya no pueden proteger nada. Todas están habilitadas para entrar en un cerrojo, pero ya no hay forma de que ejerzan su función. Lo mismo ocurre muchas veces con el amor, pienso, basta mirar la cantidad de seres que andan por el mundo, aptos para abrir y cerrar ciclos, y sin embargo solos, terriblemente solos, incompletos de sí mismos. Guardo las llaves en mi maleta, decido llevármelas conmigo.

 

*

 

Miento. De toda esa montaña de llaves una sí me sirvió: la de mi baúl de madera. La reconocí por su forma antigua y su color dorado. Dos años de búsqueda para encontrarla en el mismo lugar donde empecé: al fondo de mi velador. Ya no me sorprende. Este tipo de objetos parecerían esconderse cuando uno más los necesita, incluso me atrevería a afirmar que se alimentan de nuestra angustia, la disfrutan. Sin embargo, ahora que lo tengo abierto estoy convencida de que la pérdida valió la pena pues su contenido me resulta mucho más emocionante; es como si un oleaje lo hubiese devuelto a la orilla de mi cama, y uno tras otro fuesen apareciendo mis pequeños tesoros, herencias de la nostalgia. Ya con casi todo empacado, abrir este baúl resultó, en efecto, sacar otra habitación a la luz. Cajas, tickets de viaje, cartas de amores pasados, olvidados e incluso anónimos, y un sinnúmero de poemas escritos a mano sobre la superficie de los más inverosímiles objetos. Sin embargo, lo que más me sorprende es encontrar uno de mis primeros diarios, de cuando tenía catorce años y una letra tan chueca como la actual. Abro en las últimas páginas y leo: Si alguien sabe ser libre es la lluvia. Me gustaría ser como ella algún día, dejar una mirada nueva a quien me vea. Nada es lo mismo detrás de una tormenta.

 

*

 

Con los ojos encendidos redescubro un par de cuadernos de mi escuela, los primeros trazos de una niña para la que el mundo ya se perfilaba, en sí mismo, como un destino, un destino de viaje, sin ningún método, desde luego, pero con la pureza indiscutible del deseo y la intuición. En otra caja, junto a fechas que hoy me resultan lejanas, encuentro notas en papelitos arrancados con frases inmensas, precisamente por su sencillez, escritas por mis padres y por mi hermana, aquellas que siendo cotidianas siempre revelan algo mucho más grande. Mija linda, no te olvides de sacar la basura. Termina de arreglar tu cuarto, porfa, ya falta poco. A las 3 viene el plomero. Te cociné el locro que te gusta. Te amo. Chío. ¿Cómo no conservar esta declaración de amor, del puño y letra de mi madre?

 

*

 

Acabo de salvar el equipo de música que para mí es como salvar un Mundo. Y con él, sobrevivió el tocadiscos, la casetera y el lector de CDs. Algo que para muchos, en tiempos de iphones y mp3, ya sólo se considera un bulto. Mis padres pensaban venderlo hasta que aparecí en escena y gustosos me lo regalaron. Saben que si alguien podría usarlo con ese amor fuera de modas, soy yo. Este equipo nos ha acompañado desde que tengo uso de razón. ¿Cuánto habría pagado el nuevo propietario? La cantidad que fuese no habría compensado todo el placer que ahora mismo siento al escuchar la voz del cantautor anarquista Georges Brassens salir de los parlantes con ese sonidito incomparable de los discos de acetato. Lo sé, voy en reverso. Pero me encanta. Mi futuro viene de atrás.

 

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Por más que uno quiera, por más que uno le evite, uno siempre perderá algo en cada mudanza. ¿De todo esto, qué es lo que no volveré a mirar?

 

*

 

Abrir la memoria -dice Chantal Maillard- ¿para ver más? ¿Para poseer? ¿Para controlar? ¿Nos convendría acaso, antes bien bendecir el olvido y permitirnos ser sin las trabas de lo que fuimos? Soy un registro inacabable de recuerdos. Sigo pensando en la conversación que tuve con mi hermana hace unos minutos empacando nuestros archivos. Yo guardaba más de veinte diarios enteros, mientras ella releía con atención sus páginas y luego las arrancaba sin piedad para luego tirarlas a la basura. –¿No las guardarás? le preguntaba sorprendida. –No. Sólo las reviso, me nutro y las boto. No soy aprensiva. Y luego, en efecto, seguía, releyendo, nutriéndose y botando sus recuerdos a la basura. Al principio lo vi con dolor, pero luego -lo admito- la admiré. Sé que a diferencia de mí, ella no estará -en muchos aspectos- condenada a recordar.

 

*

 

Todos duermen en casa, yo sigo revisando papeles. ¡En qué momento se acumularon tantos! Parecería que en algún momento me dediqué al reciclaje. Una página me remite a otra y a otra y a otra. Cadena de recuerdos – pienso, y luego barajo fotografías de antaño donde lo único que permanece intacto es mi mirada. Mi abuelo ya no está. Mi tía continúa lejos. Mi conejo murió de neumonía. Sin embargo nombrarlos tiene la magia de evocar. Evocar es una palabra que me gusta mucho. Viene del latin evocare. E- ‘fuera’ Vocare ‘llamar’. Suenan los vidrios del estudio. (4:40 am.) Pesan mis ojos. Pronto amanecerá, llegará el camión de mudanzas. ¿Habré terminado para entonces? Clasificar es ante todo renunciar, y renunciar, señores, jamás me ha resultado fácil.

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