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La rehabilitación no es sinónimo de encierro en la casa 'Juan Elías'

Practicar voleibol es uno de los entretenimientos de los chicos del Centro de Acogida ‘Juan Elías’.
Practicar voleibol es uno de los entretenimientos de los chicos del Centro de Acogida ‘Juan Elías’.
Fotos: José Morán / El Telégrafo
23 de agosto de 2016 - 00:00 - Karla Naranjo Álvarez

David cuenta que por culpa de la droga pasó en la calle y vivió experiencias horribles que prefiere no recordar, ahora se recupera de su adicción en la Casa de Acogida ‘Juan Elías’. Jessy revela que lucha para recuperar la confianza de su familia. Jackson narra que en ese centro aprendió a preparar pan y pasteles y ahora sabe que tendrá cómo defenderse afuera.

El más pequeño de los 21 chicos que permanecen en el recinto es José Daniel, tiene 13 años y su estatura no supera el metro y medio. Su voz es ronca y su forma de hablar evidencia que su mente ya no es la de un niño. “Me siento parte de una familia”. Dustin se rehabilita y lamenta haber hecho llorar mucho a su madre por vivir consumiendo estupefacientes.

Ellos y otros muchachos que se recuperan de su adicción a las drogas juegan voleibol en la cancha de uso múltiple del patio de la Casa de Acogida Juan Elías. El lugar de esparcimiento está rodeado de las áreas donde los aislados estudian, aprenden nuevas actividades, son evaluados psicológica y físicamente, se encuentran con sus familiares, cocinan, lavan la ropa, comen juntos y más.

Mauro, un menudo chico, de 17 años, observa el partido desde el marco sentado en unas gradas verdes, pues hace poco sufrió una fractura en su pierna y debe reposar.
Son las 14:00 y en Guayaquil la tarde está inusualmente fresca; con una temperatura que bordea los 30 grados centígrados. A los chicos eso no les importa mucho, así sea con un calor insoportable aprovechan el tiempo jugando. En la casa, durante el día, nadie puede estar en ninguno de los tres dormitorios colectivos.

Mauro cojea un poco, pero cumple a cabalidad su responsabilidad como líder de la casa de paredes blancas que tiene 1.385,72 metros cuadrados de construcción.

Su día empieza a las 05:00, antes que el de todos los demás adolescentes que descansan distribuidos en las habitaciones colectivas. La más pequeña está en la planta baja, en esta última son acomodados los menores de edad, de entre 12 y 17 años, que recién ingresan y deben pasar por un proceso de adaptación, más no de abstinencia porque al hogar ingresan con referencias médicas; es decir, tienen que pasar por procesos de rehabilitación ambulatorios o ambulatorios intensivos en los centros de salud.

La rutina de los demás habitantes del lugar inicia a las 06:00. Después de levantarse salen de la Casa de Acogida, ubicada cerca del puente El Velero -atractivo turístico del oeste de Guayaquil y caminan hasta el parque en la ciudadela Ferroviaria.

Los operadores, que son los encargados del centro, cuidan a los muchachos y los que tienen más tiempo en el tratamiento rodean a los nuevos. Todos deben aceptar por su propia voluntad el régimen.

Al regresar se asean y arreglan sus cosas. La limpieza y buen estado del lugar es responsabilidad de todos. Cada uno tiene un horario hasta para que laven su ropa.
Hace 8 meses, Mauro trabajaba en la calle. Desde las 08:00 hasta las 17:00 vendía caramelos. El dinero que conseguía lo gastaba en drogas, de cualquier tipo, especialmente la ‘h’. Calcula que una vez, en un solo día, consumió hasta $ 40 en sustancias.

El adolescente estuvo a punto de morir por una sobredosis. Estaba solo en la casa de su abuelo y sentía dolor, se ahogaba, sufría tanto que ni siquiera puede explicarlo. No llamó a nadie, sino que consumió un poco más de la droga para terminar con el sufrimiento que inició hace 3 años al aceptar una dosis regalada.

Los últimos meses había visto  llorar repetidamente a su progenitora rogándole que dejara de doparse y esa imagen también lo atormentaba. Quería acabar con su vida. “Pero Dios no quiso que me muriera, Él me rescató. Días después obedecí a mi madre e ingresé al tratamiento”, expresa el menor, quien tiene un peso por debajo del ideal, pero “estoy gordo para lo que estaba”.

Su hermano mayor, también consume y está lejos de recuperarse, aunque ya pasó por una clínica de rehabilitación en Manabí. “Mi mamá siempre fue buena, no hay una justificación para meterse en las drogas”, cuenta y una pelota que cae cerca de él lo distrae. “¡Disculpen!”, dice uno de sus compañeros que inmediatamente se integra al partido.

Para Mauro el lugar es muy diferente a una clínica de rehabilitación, pues no pasa encerrado y tiene amigos. La amistad se fortalece en los encuentros que hacen todas las mañanas -desde las 09:00 hasta las 11:30- en una amplia sala con cómodos sofás de tonos cálidos. Ahí comparten testimonios, estados de ánimo, inestabilidades, se alientan, se confrontan unos a otros guiados y mediados por los especialistas.

“La observación es sobre el comportamiento, no a la persona. Entre ellos se dicen lo que no les está ayudando a su recuperación o algo que esté afectando a la convivencia”, arguye Lorena Mendoza, la directora.

En esa misma área se reúnen los domingos con sus familiares autorizados, quienes trabajan en identificar los conflictos, los problemas que los llevaron a consumir y buscan restablecer la confianza y el amor fraccionado por los robos o agresiones que sufrieron durante la etapa de adicción.

Posteriormente almuerzan, estudian, aprenden otras actividades, luego juegan, cenan y a las 21:30 regresan a sus camas.

Mendoza explica que cuando los adolescentes cumplen 3 meses de tratamiento -con análisis de cada caso y las respectivas visitas a los hogares- empiezan sus salidas terapéuticas, primero de 8 horas, luego de 48 horas, 4 días, 7 días hasta el retorno a su ambiente familiar.

Un año de seguimiento

Darlin entra a la casa una hora después y se junta con sus amigos y otros chicos en la sala de reuniones, al lado de un área verde que ellos mismos mantienen. Está uniformado con una camisa blanca bien planchada y un pantalón azul oscuro. Es un chico serio y no le gusta expresarse, pero siempre está atento a todo. Él terminó el tratamiento, que dura entre seis y nueve meses, y ahora está en etapa de ‘alta médica’, en la cual se realiza un seguimiento durante un año. En el centro perfeccionó lo que sabía de karate y ahora está inscrito en una federación deportiva.

‘Julián’, uno de los chicos que tras recuperarse ingresó al servicio militar voluntario regresó y se ofrece a hacerle rutinas de ejercicios a los que siguen en el programa.

Joel, quien se describe como perfeccionista, cuenta que redescubrió su pasión por la guitarra, la que entona desde los 8 años. Él también sale de la casa y en las fiestas de Guayaquil se presentó en el parque Los Samanes. (I)

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