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El Telégrafo
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Anécdotas detrás del telón de los teatros quiteños

Gustavo Becerra, jefe de Iluminación del Teatro Nacional.
Gustavo Becerra, jefe de Iluminación del Teatro Nacional.
16 de agosto de 2014 - 00:00 - Daniela Moina /Quito

El espectáculo se acaba, la gente empieza a desfilar por los corredores y pasos autorizados del teatro. Murmuran y se regocijan por lo que presenciaron, aunque a alguno no le habrá gustado. La obra de teatro, coreografía o concierto dura lo ofrecido o quizá menos, pero la función para muchos no termina cuando el último diálogo se ha dicho o la última pieza ha sido cantada o bailada, sino unas cuantas horas después. La historia de un espectáculo inicia también muchas horas antes de que el público se acomode en las butacas.

Los protagonistas de los montajes terminan siendo anónimos, no obstante sin su trabajo prácticamente silencioso, el espectáculo simplemente perdería la magia. Ellos son los encargados de la parte técnica, como iluminación, sonido, tramoya, escenografía, etc. que complementan el trabajo del artista.

En la capital existen varias historias que se entretejen detrás de las bambalinas...

Segundo Bohórquez

De aspecto bonachón y sonrisa amplia, Segundo Bohórquez, de 75 años, camina por los lugares que hace varios años se veían repletos de gente. El Teatro Bolívar ha sido su hogar desde hace 40 años cuando todavía muy joven dejó su oficio de pintor para encargarse del mantenimiento del lugar. Poco a poco logró ser jefe de piso del teatro -que antes funcionaba principalmente como cine-. Recorrió por cines como el Alameda, Puerta del Sol y el México cuidando que las proyecciones -antes mecánicas- se desarrollen con normalidad.

El proyector se colocaba frente a la pantalla y la cinta pasaba por la rueda cuadro a cuadro que gracias a la iluminación lograba verse en imágenes grandes. En Quito era muy común ver hombres en motocicleta llevando los rollos de las películas de un cine a otro.

José Cevallos lleva más de 30 años como técnico de iluminación y 11 en el Teatro Sucre. Las bambalinas se han convertido en su hogar.

El Bolívar, ubicado en la calle Espejo, entre Guayaquil y Flores (Centro Histórico de Quito) está cerrado hace 4 años debido al inminente deterioro a causa del incendio del domingo 8 de agosto de 1999, producto de una fuga de gas del local comercial que ocupaba la planta baja del edificio. El 70% de las instalaciones se vio afectado por el siniestro, lo cual también perjudicó al trabajo de don Segundo, quien se encargaba del mantenimiento y limpieza del inmueble.

Con nostalgia recuerda esa, en la que vio desde su casa en San Juan la humareda. Bajó prácticamente en pijamas con el afán de salvar algo de las bodegas, de las que solo él tenía las llaves.
“Solo me quedé viendo cómo se caía el techo y se quemaba lo que más he querido”, cuenta el conserje, quien ha tenido incluso problemas en su hogar por hacer del teatro prácticamente su morada.

Con un sentido del humor un tanto oscuro, cuenta que siempre estuvo detrás de cada espectáculo, viendo los aciertos y equivocaciones de los artistas.

“Llegaban apurados a disponer de las luces y el sonido, del que yo también aprendí un poco”, comenta mientras recoge una ruma de diarios y revistas viejos.

Su caminar pausado se conjuga con el ambiente solitario y casi a oscuras de la entrada al Bolívar, de lo que ahora solo funcionan los locales comerciales. Ahora y ya con menos trajín don Segundo se ocupa de limpiar el polvo y los desperdicios de las palomas que entran al lugar por un tragaluz forzado por el deterioro de la edificación.

“Me da nostalgia ver que ya no es lo que un día fue, pero lo cuido en lo que más puedo”, reitera.

Marcos Camacho

A la edad que tiene, cualquiera se retiraría, pero el aún tiene la necesidad de seguir trabajando -en lo que sea- con el afán de sentirse útil y sobre todo por el cariño que le tiene al teatro. Un poco más al norte, en la Universidad Central del Ecuador, en la Facultad de Artes existe otro espacio en el que las luces se prenden y apagan al ritmo de las obras de teatro.

El espacio no es muy grande, pero ha servido para que los estudiantes de actuación se entrenen sobre las tablas. En la cabina de controles se halla Marcos Camacho, un guayaquileño de 35 años que viajó solo a la capital, siendo aún un niño. Su acercamiento con el teatro no se dio por habilidades como la pintura o la carpintería. Marcos llegó al teatro gracias a la curiosidad que le nació por la danza tradicional.

“Yo fui a ver a un amigo en un ensayo y decidí intentarlo”, cuenta.

Alto, delgado de nariz aguileña y con el acento ‘guayaco’ -que no ha perdido- intentaba aprender algún oficio luego de estudiar el bachillerato. Pero las consolas de luces y sonido le llamaron la atención, al punto de que hoy es su oficio: el de asistente técnico del teatro.

Su paso por la danza resultó un tanto efímera, aunque le ayudó a superar algunos miedos -el escénico por ejemplo-. El proceso dancístico no es fácil, sobre todo cuando se tiene la seguridad de no ser muy acertado con el ritmo.

La labor de los técnicos va de la mano con la del director de la obra, puesto que en reuniones previas y con un rider técnico (guion) se determina la intensidad de las luces, los colores, la duración y el cambio de ambiente, según el avance de la obra. Asimismo el acompañamiento musical que va cambiando de acuerdo a las especificaciones del guion.

Las cabinas de luces y sonido generalmente están frente al escenario, en la parte alta para que el técnico tenga una visión amplia de lo que sucede allí. Esta cabina es de difícil acceso: una escalera en espiral en donde hay que subir despacio para no enredarse los pies. Huele a cigarrillo y a café, dos elementos casi indispensables para soportar largas jornadas.

Gustavo Becerra y Jorge Morales

Otro espacio indispensable para las artes escénicas es la Casa de la Cultura que tiene dos teatros grandes -aparte de los más pequeños-. Aquí laboran dos personas que prácticamente han dejado su vida detrás de los telones: Gustavo Becerra, técnico de iluminación del Teatro Nacional y Jorge Morales, encargado del Ágora.

Alto, de tez morena y manos fuertes, Jorge llegó a Quito desde su natal Salinas de Ibarra huyendo del servicio militar. Su primer empleo a los 18 años fue el de conserje del Museo de la Ciudad para luego estar al frente del Ágora de la Casa de la Cultura, encargado de la parte de mantenimiento y escenografías.

Sencillo y de risa constante cuenta que no todo lo que ha visto (conciertos, recitales, obras de teatro, festivales de danza) le ha gustado, aunque le atribuye esta especie de descontento al tiempo que prácticamente ha vivido detrás de los telones. Tanto así que tiene su propia cocineta de cuatro quemadores y unas cuantas ollas para prepararse algo de comer.

“Nunca me ha gustado la música estridente, pero uno aquí ve de todo”, comenta Jorge mientras mira un partido de fútbol en su pequeña oficina.

El acceso a la parte trasera de los escenarios está conectada, no es de sorprenderse que alguien que quiera ir al Ágora termine en el Teatro Nacional, aunque ‘Papá Jorge’, como lo llaman sus compañeros, camina incluso en la oscuridad y sin perderse.

“Yo conozco la Casa de la Cultura más que a mi mujer”, bromea Jorge, quien se ha tomado fotografías con artistas como Alejandra Guzmán, La Banda 24 de Mayo, Paulina Tamayo, entre otros. Un privilegio que muchos quisieran tener.

“Los artistas necesariamente tienen que tratar con nosotros, porque siempre necesitan algo”, cuenta con voz un tanto ronca pues el frío no perdona en las madrugadas de trabajo.

Asimismo cuenta que algunos cantantes se muestran humildes y prestos a interactuar con quienes los reciben en estos recintos, aunque otros prefieren mantenerse alejados y no hablan con nadie.

Por esos mismos pasillos, en una pequeña y modesta habitación se divisa una cama (en la que no cabe más de una persona), otra cocineta y unas cuantas ollas que sirven para preparar café o agua de ‘viejas’ para sopesar el frío que invade estos lugares.

Está Gustavo, ingeniero en diseño de iluminación, quien no concibe su vida sin el teatro y le emociona solo pensar que ya viene un nuevo evento y lo que plasmará en él a través de las luces.

“Siempre hay una comunión entre los actores, el director y el iluminador”, comenta Gustavo mientras desde un swicht baja las tramoyas de luces.

Para que esta comunión funcione perfectamente está el jefe de piso, quien a través de un handy da las instrucciones a los encargados de las luces y el sonido, para lograr los diferentes ambientes.

Por ejemplo si se requiere un ambiente de una mañana soleada, las luces amarillas y blancas invadirán el escenarios, el atardecer puede reflejarse con luces naranjas y tenues. En la noche estará presente el azul con ciertas irradiaciones de violeta. Asimismo el público puede darse cuenta quién es el personaje principal, pues la luz cenital lo acompañará en sus desplazamientos sobre el escenario.

Don Gustavo ha podido conocer grandes figuras -algo que muchos quisieran- como Raphael, Savia Nueva, Los Illinizas, Paloma San Basilio, Los Panchos, Rocío Dúrcal, de esta última -que era una de sus favoritas- cuenta que nunca olvidará el día en que ella lo saludó con un beso en cada mejilla.

Con 28 años en este oficio, recuerda además que conoció a Raphael en un día como cualquier otro.

“Vi un hombre menudo que se acercaba y casi no le puse atención. Saludé y me contestó muy atento. Ninguna pose de divo”, cuenta con una gran sonrisa.

Para Gustavo el trabajo es exigente, puesto que de por medio está el prestigio del teatro, lo que le obliga a informarse sobre los avances tecnológicos e incluso leer acerca del espectáculo que se va a montar o el artista que pisará las tablas.

José Cevallos

En el Teatro Sucre, que fue reabierto hace 11 años, se halla un hombre menudo, moreno y de paso ligero. Se trata de José Cevallos, director técnico de la citada sala.

´Don Pepe’, como lo llaman sus compañeros, ingresó al mundo de los teatros en 1980, luego de una convocatoria de la Compañía Nacional de Danza. El aún joven y recién graduado de tecnólogo en Electricidad se dejó seducir por las artes escénicas.

Con el paso del tiempo fue adquiriendo experiencia en manejo de consola de luces -tamaño que depende de los requerimientos del teatro- y no fue hasta hace 11 años que lo llamaron del Sucre que se enfrentó a una consola que controla luces de seguimientos cenitales, parnés, parnel, entre otras, que solo ellos saben cómo conjugarlas para los efectos deseados.

En el Teatro Sucre conoció a Marcel Marceau, mimo y actor francés, quien dio su última función en este espacio en 2007.

“No podía con la sorpresa de su muerte. Pero me enorgullecí que su última función haya sido en el teatro donde trabajo”, expresa. El espacio que posee es más grande y quizá con algo más de tecnología, se pueden ver un par de sillas giratorias, la consola de sonido y de luces que ocupa casi dos metros de área. Un par de pantallas sirven para monitorear las grabaciones de los espectáculos.

Su pasión por el oficio lo ha hecho cambiar sus vacaciones por trabajo, puesto que no ha podido pasar más de dos días en casa.

La tristeza de pronto se refleja en su mirada, cuando recuerda el día que su padre falleció y la noticia le asaltó en medio de sus labores a las 09:00 en el Teatro Fénix.

“Me quedé en shock, pero seguí trabajando. No fue sino hasta las 8 de la noche que fui a la morgue a retirar el cadáver”, relata. Este tipo de cosas -dice- le hacen renegar a veces de su oficio, sin embargo “la función debe continuar”.

Los teatros están llenos de energía y de soledades según la visión de cada uno, incluso se pueden sentir cosas que se escapan al raciocinio humano como pasos, luces que se prenden y se apagan, alguien que toca el piano, eventos que para ‘Don Pepe’ son prácticamente normales. Por ello cuando entra al teatro siempre dice “Hola Teatro”, en señal de respeto.

“Los anormales y los anónimos”, como José mismo se denomina, siempre están detrás de los grandes espectáculos, que tienen como objetivo reforzar la cultura y el arte de las sociedades. Entonces ellos también se sienten artistas detrás de las consolas, se sienten parte del proceso.

Oficios que corren el riesgo de perderse

Este tipo de oficios -que no siempre se aprenden en aulas-corre el riesgo de desaparecer. Es por ello que, tanto técnicos de iluminación y de sonido están dispuestos a enseñar los secretos para lograr un buen espectáculo a quienes deseen incursionar en el andamiaje que se construye detrás de los escenarios.

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