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Un encuentro hace 10 años con el autor de Cien años de soledad

Mi amigo Gabo

Mi amigo Gabo
25 de abril de 2014 - 00:00 - Rodolfo Muñoz, especial para El Telégrafo

De chico tuve la dicha de que en el colegio me exigieran leer “Cien años de soledad”. A través de personajes como la Úrsula Iguarán, la matriarca de Macondo (que se murió en jueves santo, igual que el Gabo) muchos llegamos a comparar a ese pueblito, que después supimos era Aracatá, con otros macondos de nuestro Ecuador y de toda esa Latinoamérica dolorida y morena. Gracias al Gabo, bien supimos entonces, los que ya pintábamos para contadores de historias reales o ficticias, que en nuestra región había una línea muy delgada que separaba la fantasía con la realidad y que solo era cuestión de paciencia. Por eso el Gabo se agigantaba y yo me sentía más cerca de él.

Novato aún en la Escuela de Periodismo de la Central, un recordado profesor pidió el primer día de clases que leyésemos un libro pirateado, con las crónicas periodísticas del Gabo, algunas publicadas en revistas y en El Espectador de Colombia, periódico al que él se vinculó en 1948 tras el Bogotazo, día en que fue asesinado Jorge Eliécer Gaitán, doloroso suceso que marcó el inicio de esa feroz guerra interna de Colombia, y que también él la retrató con su pluma. Sus crónicas me embrujaron apenas leí las primeras líneas y confirmaron mi vocación. Supe entonces que éste género del periodismo exigía al cronista ser un escrutador prolijo de la escena, de la actuación de los personajes y hasta de su mundo interior.

Allá por los 50, ese estilo de periodismo tan propio de él, era directamente proporcional con su ímpetu literario y fecundo. Ese Gabo, el periodista, estuvo presente hasta el otoño de su vida. A pesar de que el mundo había concentrado la atención en la pluma literaria universal del premio Nobel, otros guardamos en la memoria y en el corazón esas crónicas que transformaron al hecho más sencillo en un acontecimiento relevante. El presidente estadounidense Eisenhower, en medio de una conferencia fundamental para la paz comprando juguetes para sus nietos; el relato periodístico minucioso de la guerra Sandinista, dado que las guerras han sido siempre fuente de crónicas inigualables. ¿Habrá influido en el Gabo el ímpetu de Ernest Hemingway, a quien tanto lo admiró? ¿Ryzard Kapuscinski se habrá inspirado en las crónicas del Gabo?

Esa crónica, que ya es histórica, de García Márquez viajando junto a Hugo Chávez en un pesado avión militar, entre La Habana y Caracas, inmediatamente después de que Chávez hubiera alcanzado el poder, nos permitió saber detalles reveladores de la vida y de las luchas de quien acababa de derrocar en las urnas a copeyanos y adecos que gobernaron la patria de Bolívar durante décadas. Esta vez, de nuevo el Gabo, como buen cronista, no encontró límites en el espacio ni en el tiempo para contar lo suyo.

En la universidad yo había leído la crónica sobre “El cementerio de las cartas perdidas”, ese indispensable espacio de toda empresa de correos, donde yacen silenciosas las cartas que no llegaron a sus destinatarios, por llevar una dirección equivocada; por tener mal escrita la dirección; por haber sido dirigida al inquilino que ya se mudó sin pagar el arriendo; porque la carta no podía ser devuelta al remitente al no constar su dirección. Poco tiempo después, en Correos del Ecuador, yo haría una crónica, inspirado en la búsqueda del Gabo cronista. Entonces supe como él, que ese silencioso cementerio de cartas no era ninguna institución de beneficencia. Había un momento en que se les colmaba la paciencia, y colocaban sobre una pira millones de palabras que nunca pudieron ser leídas, millones de palabras que perdieron la posibilidad de generar emociones.

Lucía su guayabera a rayas, dos plumas en su bolsillo, una sonrisa serena y un aire de bondad.

Eran los primeros días de abril de 2005 y con mi esposa Laura decidimos armar ligeros bártulos y escaparnos a Cartagena de Indias, la bella, esa que nos fascina, por su histórica ciudad amurallada, su gente espléndida, y porque el Gabo había decidido tiempos atrás instalar en esa joya caribeña la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano. Sabíamos que no había siquiera la remota posibilidad de saludar con él, pero al menos guardábamos la esperanza de verlo pasar, por algún rincón de la ciudad amurallada.

Apenas llegamos al hotel de Cartagena, sentí un dolor en el dedo gordo del pie. Había metido la pata, literalmente hablando, y cojeaba, por lo que los planes de vacacionista podían verse alterados. En uno de los puestos de revistas cercanos exhibían lo último publicado por el Gabo: “Memorias de mis putas tristes”.

Horas después, adolorido, pero al mismo tiempo alentado por el bullicio cartagenero y la mágica brisa caribeña, intenté una vez más no ser aguafiestas y propuse a mi compañera seguir con los planes trazados para ese día: visitar la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano.

A ratos caminé, a ratos salté hasta llegar a las estrechas calles de la ciudad amurallada, donde sus casonas lucen esos fuertes colores pastel. En una de esas estaba la sede de la FNPI. Que los cursos, las publicaciones propias y ajenas, maestros en cartelera como John Lee Anderson (que lo deberían invitar a Ecuador), que las fotos del Gabo, con su sonrisa enorme, animaron la visita de un cojo y de su compañera. Ella a ratos soltó pequeñas risas, difícilmente disimuladas. Yo disimulaba el dolor y mis “ayes” eran casi imperceptibles.

A una muchacha que había subido al segundo piso, sacándole chirridos al graderío de madera de la vieja casa, y que supusimos era una empleada de la Fundación, tomando aliento le pregunté:

–¿Será posible que veamos a García Márquez?... Es decir, ¿viene él con frecuencia a la Fundación, a pesar de que vive entre México y La Habana?

Casi sin regresarme a ver y esbozando una sonrisa ella respondió:

–Que lástima. A él no será posible verlo.

–Gracias por su atención, al menos tuvimos la oportunidad de ver de cerca una de las grandes obras del maestro –le dije entre resignado y adolorido. Mi pie estaba más hinchado y ya no me permitía asentarlo.

Un taxi nos llevaría de vuelta al hotel. Enseguida sumergí el pie en agua caliente con sal, sabio remedio de las abuelas, esperando que éste rebajara la inflamación.

Pronto me sumergí en la lectura del último libro del Gabo, que durante horas lo había calentado bajo el brazo: “El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible”.

A la tarde siguiente, el plan contemplaba una comida de mantel largo en un restaurante elegante de la parte vieja. Mi tracción 4 x 2 (pies) había mejorado, pero el dolor aún aparecía como telón de fondo.

Potajes van, potajes vienen, más un dulce anisado como bajativo, nos permitió exclamar “misión cumplida”. Sin embargo, el pie que ya no estuvo elevado, como había sido la recomendación de mi doctora de cabecera, de nuevo empezó a molestar.

Por las ventanas veía cómo las parejas paseaban en esas añejas carrozas haladas por briosos caballos y jinetes cartageneros que son pura vida.

El sol empezó a caer, sus rayos se filtraban por las bocacalles y se veía los reflejos en los vidrios de sus ventanas de madera. De nuevo, a ratos a pie y otras saltando encontramos la carroza que nos llevaría a pasear.

–Uff, que alivio –exclamé al sentarme y acomodar el pie de marras.

Mientras tanto, el cochero, un paisa que había sido maestro de escuela, pero que encontró en Cartagena razones suficientes para enamorarse y vivir, empezó a guiarnos en el fabulario del puerto donde acoderaban los galeones españoles llevando esclavos, muchos de los que después vendrían a los grandes latifundios de Ecuador.

De pronto, sus relatos se interrumpieron para exclamar:

–Allí va García Márquez.

–¿Qué ha dicho? –le dije.

–Hombre, que ahí va el Gabo, del que tanto me ha preguntado.

–Pare, que me bajo.

De un brinco estuve en la vereda. Metros más abajo estaba el premio Nobel de Literatura, acompañado por cuatro mujeres, que a simple vista no parecían ser personajes de su última novela.

Ese dolor del que me había quejado súbitamente desapareció, o creí que había desaparecido. Tanto que empece a correr hacia el lugar donde se dirigía el Gabo y su séquito.

No puedo negar que en los brincos más largos cojeaba, pero eso en el fondo me importaba un comino. Él, el de Aracataca y sus mariposas amarillas, finalmente ingresó en un restaurante más bien chico, pero elegante, donde dos fornidos decidían quienes podían o no ingresar al local.

Cojo, pero además jadeante, estuve junto a la puerta, cuando el Gabo ya había traspasado el umbral. Los guardias me preguntaron:

–¿Y usted?

–Soy de la comitiva –les respondí.

No sabía si reírme o decirles que tenía que hablar con uno de mis favoritos. Los guardias, sonrientes y con buen talante colombiano, permitieron que pasara al salón.

El Gabo, de espaldas hacia mí, estaba a punto de sentarse. Las mujeres que lo acompañaban ya se habían acomodado, cuando pude tomarle del brazo y decirle:

–¡Un momento Gabo! Perdóneme, todavía no puede sentarse: Soy su lector.

Él, con buen ánimo regresó a verme y sentí que no le había molestado mi presencia.

–¿Hombre de dónde vienes? –exclamó, y adoptó la actitud de alguien que podía haberte conocido de toda la vida.

–Soy un periodista ecuatoriano, Gabo, y usted también es responsable de que yo haya escogido esta profesión.

Su sonrisa fue más franca todavía y entonces me abrazó. Durante los breves minutos que precedieron me preguntaría cómo estaba Ecuador.

–Con ganas de cambios, Gabo –respondí–. Mis compatriotas de nuevo se sienten frustrados y hay protestas en las calles. La gente está gritando: “que se vayan todos”.

Su sonrisa entonces dio paso a carcajadas francas, esas que lo acompañaron siempre.

A los demás comensales ya no les cabía ninguna duda. El Gabo estaba en el mismo lugar que ellos y había que tomar recaudos para registrar su presencia.

Hombres y mujeres empezaron a agolparse junto a nosotros. Mi esposa, que ya había llegado al lugar del luminoso encuentro tenía en sus manos la cámara fotográfica con la que se registró este momento tan especial para los dos.

El Gabo, de 78 años cumplidos, lucía su guayabera a rayas, dos plumas en su bolsillo, una sonrisa serena y un aire de bondad, probablemente esa que deviene de saber que lo que perdura es la condición de hombre sencillo. En su caso, de periodista de sala de redacción, de escritor de oficio, que a veces tuvo que codearse con reyes, si estos habían tenido la delicadeza de acompañarlo para celebrarlo al menos con un premio Nobel, por haber escrito los más bellos relatos.

–Gracias Gabo por su bondad –alcancé a decirle, mientras él me despidió diciéndome:

–Amigo ecuatoriano, que te vaya bien.

Hoy, Gabo, me ha tocado decirte: Amigo Gabo, que te vaya bien. Ojalá nos volvamos a ver.

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