Con gafas oscuras desciende de una camioneta una mujer delgada. Luce compungida, la familia la ayuda primero a bajar y luego a caminar. A pocos metros se parquea una carroza que trae el cuerpo inerte de su padre.
Familiares y amigos rodean el féretro y se lo colocan al hombro. En la puerta número 1 del Cementerio General de Guayaquil, decenas de vendedores de flores empiezan a vocear sus productos. “Venga, lleve, ramos y coronas a 3 y 5 dólares”.

El ataúd ingresa acompañado de más de 80 personas. Maruja Beltrán quien vende flores dice, que el difunto tuvo que haber sido buena persona.

La comerciante de 78 años, dice que tiene 28 dedicada a su negocio y que cuando observa un sepelio con muchos acompañantes, ella cree que fue buena persona.

El cortejo avanza hasta un cuerpo de bóvedas y la familia pide que los dejen ver al difunto por última vez. Colocan el ataúd en una banca y sus hijos y familiares cercanos empiezan a llorar. Los asistentes miran de lejos, mientras los pintores y empleados de la Junta que se dedican a cerrar la sepultura aguardan con paciencia. “No nos dejes papá. Te vamos a extrañar, dicen entre sollozos sus hijos”.

José Palma, uno de los pintores acreditados del panteón, mira su reloj. Cuenta que los sepelios de las 17:00, son los que más le preocupan porque los familiares muchas veces tardan en sepultar a sus muertos y eso genera que él tenga que quedarse hasta más tarde.

“No soy supersticioso, pero prefiero empezar a pintar las lápidas antes de las 18:00, porque me queda más luz del día para hacer mi trabajo”.

Palma, luego de que cierran las tumbas, hace negocio con los familiares para pintar las lápidas. Cuenta que algunas veces se queda hasta las 19:00.
El lugar va quedando solitario. Unos gatos corren despavoridos de un lado al otro. Palma hace los primeros trazos en medio del silencio y el eco lejano de los pasos de la gente que abandona el sitio. (I)