Un sábado en avanzadas horas de la noche apareció, por primera vez, en un bar de Pekín (China). Ese día un grupo de jóvenes -de piel blanca y rapados- cantaba en un idioma “indescifrable”.   

La camisa de coloridos estampados hacen del extraño hombre, cuando entra a los sitios de distracción, una persona que no pasa desapercibida. Lleva la zona tropical grabada en sus atuendos.  

El hombre solitario, inicialmente silencioso y con saltones ojos negros, se sienta en sillas de madera y pide una cerveza, otra y así hasta perderse.

Esa zona por el día se vuelve área de oficinistas y de extranjeros que transitan por allí para realizar diligencias migratorias, pues hay embajadas cerca. Cuando asoma el sol -él no asoma entonces- esos bares son comedores. Pero al retornar la noche, después de las 21:00, reaparece con boina beige.

El ciudadano, de un continente distante al americano, celebra con frecuencia la vida. En cualquier momento se sienta en la mesa ocupada por otro, le da un abrazo y extiende el vaso lleno de licor.

Esos momentos terminan en selfis individuales y en los retratos grupales con gente de todos los continentes. Cuando la fiesta se “enciende”, él saca un fajo de dinero y pide más. Pero el barman le avisa que son las 02:00 y es hora de cerrar.

El extranjero insiste con el rollo. Entonces, el dueño le devuelve el abrazo y lo ayuda a guardar el dinero en el bolsillo, escucha sus interjecciones y lo acompaña a la puerta.

Una mañana, de esas extrañas, esta “alma de las fiestas” camina por las calles, de traje, afeitado y perfumado. Los amigos a los que abrazaba en la noche pasan junto a él, pero ya no los reconoce.

Un día de esos casuales, un periodista extranjero, de un continente remoto al americano, ve en el teléfono de otro la selfi con el divertido hombre. El profesional de los medios, que al parecer sí lo conoce, exclama: “¡Ese es mi embajador!”. “¿Lo conoces?”, pregunta. La respuesta es obvia: “No”. (I)