Nunca les he dicho “chinchulines”. No, para mí siempre serán tripas. Desde mi infancia aprendí a reconocer y a preferir, por sobre todos los olores de comida callejera, el aroma que emanan las parrillas donde asan los intestinos de la vaca. Por eso, el plan de ir a comer tripa mishqui una tarde, después del trabajo, siempre es bienvenido.  

Uno de los sitios típicos para degustar este platillo es el parque Navarro, o parque de las tripas, en el sector de La Floresta. Desde las 17:00 los quiteños que planean “tripear” salen rápido de sus oficinas para no hacer fila en los puestos que venden este alimento ancestral.

El humo se ve desde lejos y el olor poco a poco se cuela por la ventana del auto. Es una especie de neuromarketing criollo, pues si algún peatón está de paso por ese barrio es casi ley hacer una pausa para comprar tripa con mote, papas, habas, choclos, ají...
Desde un dólar se puede obtener una funda pequeña solo de tripa para pasar el antojo. Los vendedores llaman a los comensales, les ofrecen promociones y dan muestras gratis para convencerlos de que el sabor es mejor en su puesto.

A mí la verdad todos me gustan, pero sí me dejo convencer por el hombre de mandil blanco que me dice: “reinita pruebe y si le gusta le pongo yapa”. Me acerco en medio del humo a ver mi plato acompañado de papa, mote y un refresco de cola de uva, todo por $2,50.

A partir de las 18:00 llega más gente y se empiezan a formar filas de unas 10 personas en cada puesto. Sin embargo, nadie se queja, el ambiente es agradable y se escuchan las carcajadas de los distintos grupos de amigos. Unos llegan a pie, otros se bajan del bus mientras que algunos dejan aparcados sus autos en las calles cercanas. A ninguno le importa impregnarse del olor, arremangarse la camisa, chuparse los dedos y usar un pedazo de papel en lugar de servilleta.

Lo único que importa es saborear cada bocado y no dejar que la tripa se enfríe porque se puede endurecer. (O)